You cannot select more than 25 topics Topics must start with a letter or number, can include dashes ('-') and can be up to 35 characters long.

9836 lines
524 KiB
Plaintext

4 years ago
Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída,
fueron juntándose, juntándose, sin duda á cónclave, en las alturas del
cielo, deliberando si se desharían ó no se desharían en chubasco.
Resueltas finalmente á lo primero, empezaron por soltar goterones
anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las
yerbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron
á porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y
oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales,
sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la
copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, á manera de
raudales de lágrimas por un semblante rugoso y moreno.
Bajo un árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico
castaño, de majestuosa y vasta copa, abierta con pompa casi
arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que parecía
lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes: árbol patriarcal, de
esos que ven con indiferencia desdeñosa sucederse generaciones de
chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les dan cuna y sepulcro en los
senos de su rajada corteza.
Al pronto fué útil el asilo: un verde paraguas de ramaje cobijaba los
arrimados cuerpos de la pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa;
y se reían de verla caer á distancia y de oir cómo fustigaba la cima del
castaño, pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó
la lluvia á correr por entre las ramas, filtrándose hasta el centro de
la copa y buscando después su natural nivel. Á un mismo tiempo sintió la
niña un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano á la cabeza,
porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos
soltaron la carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo
las contrariedades que las venturas.
--Se acabó...--pronunció ella cuando todavía la risa le retozaba en los
labios.--Nos vamos á poner como una sopa. Caladitos.
--El que se mete debajo de hoja dos veces se moja--respondió él
sentenciosamente.--Larguémonos de aquí ahora mismo. Sé sitios mejores.
--Y mientras llegamos, el agua nos entra por el peszcuezo, y nos sale
por los pies.
--Anda, tontiña. Remanga la falda y tapémonos la cabeza. Así, mujer,
así. Verás qué cerquita está un escondrijo precioso.
Alzó ella el vestido de lana á cuadros, cubriendo también á su compañero
y realizando el simpático y tierno grupo de Pablo y Virginia, que
parece anticipado y atrevido símbolo del amor satisfecho. Cada cual asió
una orilla del traje, y al afrontar la lluvia, por instinto juntaron y
cerraron bajo la barbilla la hendidura de la improvisada tienda, y sus
rostros quedaron pegados el uno al otro, mejilla contra mejilla,
confundiéndose el calor de su aliento y la cadencia de su respiración.
Caminaban medio á ciegas, él encorvado, por ser más alto, rodeando con
el brazo el talle de ella, y comunicando el impulso directivo, si bien
el andar de los dos llevaba el mismo compás.
Poco distaba el famoso escondrijo. Sólo necesitaron para acertar con él
bajar un ribazo, resbaladizo por la humedad, y lindante con la
carretera. Coronaban el ribazo grandes peñascales, y en su fondo existía
una cantera de pizarra, ahondada y explotada al construirse el camino
real, y convertida en profunda cueva; excelente abrigo para ocasiones
como la presente. Abandonada hacía tiempo por los trabajadores la
cantera, volvía á enseñorearse de ella la vegetación, convirtiendo el
hueco artificial en rústica y sombrosa gruta. En la cresta y márgenes
del ribazo crecía tupida maleza, y al desbordarse, estrechaba la entrada
de la excavación: al exterior se enmarañaba una abundante cabellera de
zarzales, madreselvas, cabrifollos y clemátidas; dentro, en las
anfractuosidades del muro lacerado por la piqueta, anidaban vencejos,
estorninos y algún azor; los primeros salieron despavoridos,
revoloteando, cuando entró la pareja. Siendo muy bajo el sitio, é
impregnado del agua que recogía como una urna y del calor del sol que
almacenaba en su recinto orientado al mediodía, encerraba una vegetación
de invernáculo, ó más bien de época antediluviana, de capas
carboníferas: escolopendras y helechos enormes brotaban lozanos,
destacando sobre la sombría pizarra los penachos de pluma de sus
vertebradas y recortadas hojas.
Aun cuando el escondrijo daba espacio bastante, la pareja no se desunió
al acogerse allí, sino que enlazada se dirigió á lo más oscuro, sin
detenerse hasta tropezar con la pared, contra la cual se reclinó en
silencio, al abrigo de la remangada falda. Ni menos se desviaron sus
rostros, tan cercanos, que él sentía el aletear de mariposa de los
párpados de ella, y el cosquilleo de sus pestañas curvas. Dentro del
camarín de tela, los envolvía suavemente el calor mutuo que se
prestaban: las manos, al sujetar bajo la barbilla la orla del vestido,
se entretejían, se fundían como si formasen parte de un mismo cuerpo. Al
fin el mancebo fué aflojando poco á poco el brazo y la mano, y ella
apartó cosa de media pulgada el rostro. La tela, deslizándose, cayó
hacia atrás, y quedaron descubiertos, agitados y sin saber qué decirse.
Llenaba la gruta el vaho poderoso de la robusta vegetación
semi-palúdica, y el sofocante ardor de un día canicular. Fuera, seguía
cayendo con ímpetu la lluvia, que tendía ante los ojos de la pareja
refugiada una cortina de turbio cristal, y ayudaba á convertir en
cerrado gabinete el barranco donde con palpitante corazón esperaban niña
y muchacho que cesase el aguacero.
No era la vez primera que se encontraban así, juntos y lejos de toda
mirada humana, sin más compañía que la madre naturaleza, á cuyos pechos
se habían criado. ¡En cuántas ocasiones, ya á la sombra del gallinero ó
del palomar que conserva la tibia atmósfera y el olor germinal de los
nidos, ya en la soledad del hórreo, sobre el lecho movedizo de las
espigas doradas, ya al borde de los setos, riéndose de la picadura de
las espinas y del bigote cárdeno que pintan las moras, ya en el repuesto
albergue de algún soto, ó al pie de un vallado por donde serpeaban las
lagartijas, habían pasado largas horas compartiendo el mendrugo de pan
seco y duro ya á fuerza de andar en el bolsillo, las cerezas atadas en
un pañuelo, las manzanas verdes; jugando á los mismos juegos, durmiendo
la siesta sobre la misma paja! ¿Entonces, á qué venía semejante
turbación al recogerse en la gruta? Nada se había mudado en torno suyo;
ellos eran quienes, desde el comienzo de aquel verano, desde que él
regresara del instituto de Orense á la aldea para las vacaciones, se
sentían inmutados, diferentes y medio tontos. La niña, tan corretona y
traviesa de ordinario, tenía á deshora momentos de calma, deseos de
ociosidad y reposo, lasitudes que la movían á sentarse en la linde de un
campo ó á apoyarse en un murallón, cuyo afelpado tapiz de musgo rascaba
distraidamente con las uñas. A veces clavaba á hurtadillas los ojos en
el lindo rostro de su compañero de infancia, como si no le hubiese visto
nunca; y de repente los volvía á otra parte, ó los bajaba al suelo.
También él la miraba mucho más, pero fijamente, sin rebozo, con
ardientes y escrutadoras pupilas, buscando en pago otra ojeada
semejante; y al paso que en ella crecía el instintivo recelo, en él
sucedía á la intimidad siempre un tanto hostil y reñidora que cabe entre
niños, al aire despótico que adoptan los mayores y los varones con las
chiquillas, un rendimiento, una ternura, una galantería refinada,
manifestada á su manera, pero de continuo. Ayer, aunque inseparables y
encariñados hasta el extremo de no poder vivir sino juntos y de que les
costase todos los inviernos una enfermedad la ausencia, cimentaban su
amistad, más que las finezas, los pescozones, cachetes y mordiscos, las
riñas y enfados, la superioridad cómica que se arrogaba él, y las
malicias con que ella le burlaba. Hoy parecía como si ambos temiesen, al
hablarse, herirse ó suscitar alguna cuestión enojosa; no disputaban, no
se peleaban nunca; el muchacho era siempre del parecer de la niña. Esta
cortedad y recelo mutuo se advertía más cuando estaban á solas. Delante
de gente se restablecía la confianza y corrían las bromas añejas.
Con todo eso no renunciaban á corretear juntos y sin compañía de nadie.
Á falta de testigos, les distraía y tranquilizaba la menor cosa: una
flor, un fruto silvestre que recogían, una mosca verde que volaba
rozando con la cara de la niña. Impremeditadamente se escudaban con la
naturaleza, su protectora y cómplice.
En la gruta, lo que les sacó de su momentáneo embeleso, fué observar la
vegetación viciosa y tropical del fondo. La niña, gran botánica por
instinto, conocía todas las plantas y yerbas bonitas del país; pero
jamás había encontrado, ni á la orilla de las fuentes, tan elegantes
hojas péndulas, tan colosales y perfumados helechos, tanto pulular de
insectos como en aquel lugar húmedo y caluroso. Parecía que la
naturaleza se revelaba allí más potente y lasciva que nunca, ostentando
sus fuerzas genesiacas con libre impudor. Olores almizclados revelaban
la presencia de millares de hormigas; y tras la exuberancia del follaje,
se divisaba la misteriosa y amenazadora forma de la araña, y se
arrastraba la oruga negra, de peludo lomo. La niña los miraba,
estremeciéndose cuando al apartar las hojas descubría algún secreto
rito de la vida orgánica, el sacrificio de un moscón preso y agonizante
en la red, el juego amoroso de dos insectos colgados de un tallo, la
procesión de hormigones que acarreaban un cuerpo muerto.
Entre tanto llovía á más y mejor. Sin embargo, así que hubo pasado cosa
de una hora, el chubasco se aplacó casi repentinamente, pareció que la
gruta se llenaba de claridad, y una bocanada de fragancia húmeda la
inundó: el tufo especial de la tierra refrigerada y el hálito de las
flores, que respiran al salir del baño. También á los refugiados se les
dilataron los pulmones, y á un mismo tiempo se lanzaron fuera del
escondrijo, hacia la boca de la cueva.
Allí se pararon deslumbrados por inesperado espectáculo. La atmósfera,
en su parte alta, estaba barrida de celajes, diáfana y serena: lucía el
sol, y sobre el replegado ejército de nubes, se erguía vencedor, con
inusitada limpidez y magnificencia, un soberbio arco-iris, cuyo
arranque surgía del monte del Pico-Medelo, cogía en medio su alta
cúspide, y venía á rematar, disfumándose, en las brumas del río Avieiro.
No era esbozo de arcada borrosa y próxima á desvanecerse, sino un
semicírculo delineado con energía, semejante al pórtico de un palacio
celestial, cuyo esmalte formaban los más bellos, intensos y puros
colores que es dado sentir á la retina humana. El violado tenía la
aterciopelada riqueza de una vestidura episcopal; el añil cegaba con su
profunda vibración de zafiro; el azul ostentaba claridades de agua que
refleja el hielo, frías limpideces de noche de luna; el verde se
tornasolaba con el halagüeño matiz de la esmeralda, en que tan
voluptuosamente se recrea la pupila; y el amarillo, anaranjado y rojo
parecían luz de bengala encendida en el firmamento, círculos
concéntricos trazados por un compás celestial con fuego del que abrasa á
los serafines, fuego sin llamas, ascuas, ni humo.
A la vista del hermoso meteoro, aproximóse la pareja, según la costumbre
inveterada en los que se quieren, de expresarlo todo acercándose.
--¡El Arco de la Vieja!--exclamó en dialecto la niña, señalando con una
mano al horizonte y cogiéndose con la otra á la ropa del muchacho.
--Nunca ví otro tan claro. Si parece pintado, así Dios me salve. Chica,
qué bonito!
--¡Mira, mira, mira!--chilló ella.--¡El arco anda!
--¿Que anda? Tú estás loca... ¡Ay, pues anda y bien que anda!
El arco se trasladaba en efecto, con dulce é imponente lentitud, de
manera teatral. Se vió un instante la cima del Pico recortada sobre el
fondo de vivos esmaltes; luego, poco á poco, el arco dejó atrás la
montaña y vino á coronar con su curva magnífica la profundidad del
valle. Mas ya palidecían sus tintas espléndidas, y se borraban sus
líneas brillantes, dejando como un vapor de colores, delicadísimo toque
casi fundido ya con el firmamento, casi velado por la humareda de las
nubecillas blancas, que vagaban y se deshacían también.
II
A caminar por la carretera, fastidiosa de puro cómoda, prefirieron
seguir atajos en cuyo conocimiento eran muy duchos, y aun cruzar los
sembrados, desiertos á la sazón, pero donde, durante la noche entera y
la madrugada, cuadrillas de mujeres habían estado segando el centeno--á
las horas de calor no se siega, pues se desgrana la espiga madura.--No
se daban mucha priesa, al contrario, tácitamente estaban de acuerdo en
no recogerse á techado hasta entrada la noche. Apenas comenzaba á caer
la tarde. El campo, fresco y esponjado después de la tormenta y el
riego de las nubes, oreado por suave vientecillo, convidaba á gozar de
su hermosura: cada flor de trébol, cada manzanilla, cada cardo, se había
adornado el seno con un grueso brillante líquido; y grillos y
cigarrones, seguros ya de que cesaba el diluvio, se atrevían á
rebullirse en los barbechos, sintiendo con deleite la caricia del sol
sobre sus zancas ya enjutas.
Vagaba la pareja sin rumbo cierto, cuando, casi debajo de sus cabezas,
en un sendero que se despeñaba hacia el valle, divisaron una figura
rara, que se movía despaciosamente. A un mismo tiempo la reconocieron
ambos.
--¡El señor Antón el _algebrista_!
--¡El _atador_ de Boán!
--¿A dónde irá?
--Aventuro algo bueno que á casa de la Sabia.
--¿Quién te lo dijo?
--Tiene la vaca más vieja muy malita.
--¿Vamos á ver?
--Corriente. Hay que bajar por las viñas; sino, es mucha la vuelta.
--Por las viñas. Ale.
--Dame la mano.
--¿Piensas que no sé bajar sola?
El descenso era casi vertical, y había que escalar paredones y tener
cuidado de no desnucarse al sentar el pie sobre los guijarros; pero las
cuatro piernas juveniles alcanzaron pronto al estafermo, que caminaba
dibujando eses al tropezar en cualquier canto de la senda. Iba el señor
Antón en mangas de camisa (por señas que la gastaba de estopa): chaqueta
terciada al hombro, y un pitillo tras la oreja derecha. Los pantalones
pardos lucían un remiendo triangular azul en el lugar por donde más
suelen gastarse, y otros dos, haciendo juego con el de las nalgas, en
las perneras; de puro cortos, descubrían el hueso del tobillo, cubierto
apenas de curtida y momificada piel, y los zapatos torcidos y contraídos
como una boca que hace muecas. Fuera del bolsillo interior de la
chaqueta asomaba un libro empastado en pergamino, cuyas esquinas habían
roído los ratones y cuyas hojas atesoraban grasa suficiente para hacer
el caldo una semana.
Al sentir ruido de gente, volvió el rostro, que lo tenía mas arrugado
que una pasa, más sequito que un sarmiento, y con todas las facciones
inclinadas unas hacia otras, á manera de piedras de murallón que se
derrumba: la nariz desplomada sobre la barba, ésta remontada hacia la
boca, y las mejillas colgando en curtidos pellejos á ambos lados de la
pronunciada nuez. En los pómulos parecía como si le hubiesen pintado con
teja dos rosetas simétricas; los labios se le habían sumido; y de la
abertura donde estuvieron partían innumerables rayitas y plieguecillos
convergentes, remedando el varillaje de un paraguas. ¿Paraguas dijiste?
No hay que omitir que bajo el codo izquierdo sujetaba el señor Antón uno
colosal, de algodón colorado rabioso, con remates y contera de latón
dorado; ni menos debe callarse que honraba su cabeza, por encima de un
pañuelo de yerbas, un venerable y caduco sombrero de copa alta, de los
más empingorotados y de los más apabullados también.
--Buenas tardes, señorito don Perucho y la compaña...--dijo el
vejestorio al alcanzarle la pareja. Era su voz opaca y aguardentosa,
pero no tan cascada como pedían sus años.
--¿A dónde va, señor Antón?--preguntó la niña.
--Para servir á vustede, señorita Manolita... ¡ahí á curar una vaca en
casa de la señora María la Sabia...!
--¿Qué le duele?
--Parece ser que le ha salido, dispensando vustedes, una _tumificación_
muy atroz en los cadriles... con perdón, carraspo, aquí donde las
personas humanas tenemos el hueso llamado _líaco_...
--¿Un lobanillo?
--Propiamente hablando, sí, señorito, un lobanillo.
Rióse Perucho, pues le hacia gracia la facha del algebrista y su manía
de aplicar á todo los cuatro términos de anatomía mal aprendidos en su
libro ratonado. Moríase el vejete por dar explicaciones difusas acerca
de los padecimientos de sus clientes, fuesen novillos, cerdos, canes, ó,
como él decía, personas humanas, que á todos indistintamente les sabía
reparar los desperfectos, con su ciencia heredada de encolar y
recomponer la máquina animal. Ya llegaban al emparrado que sombreaba la
casa de la Sabia.
Era una casuca baja y construída con piedras mal trabadas: adornábala
principalmente un balcón ó _solana_ de madera, al cual nadie podía
asomarse, por obstruirlo una barricada de enormes calabazas, de amarilla
corteza, rameada de verde; en una esquina colgaban á secar ropas de
recién nacido, y al través de ellas se abría paso una soberbia mata de
claveles reventones, rojo coral, que florecía en una olla desportillada,
con las raíces escapándose de la tierra negruzca que las mantenía. A la
puerta de la casa, una mujer moza, de rostro curtido ya, desgranaba
habas en una criba; á sus pies dos chiquillos de corta edad, con pelo
casi blanco de puro rubio, se revolcaban por el suelo jugando con las
vainas de las habas. Cuando vió asomar al algebrista y á los que él
llamaba señoritos, levantóse la mujer con servilismo obsequioso, pegando
un moquete á los chiquillos, sin duda con el fin de agasajar mejor á la
visita; no contaban con él, y la misma sorpresa les impidió llorar.
La pareja entró. Tenía la casa piso de tierra; una escalera de madera
conducía al sobrado ó cuarto alto; y en el bajo se notaba una pintoresca
mezcla de racionales é irracionales. El _lar_ y la chimenea con asientos
de madera bajo su campana; la artesa de guardar el pan; el horno de
cocerlo; algunos taburetes con cuatro patas muy esparrancadas; la cuna
de mimbres de una criatura y el _leito_ ó camarote de tablas en que
dormía el matrimonio que la había engendrado, eran los muebles que
pertenecían á la humanidad en aquel recinto. La animalidad invadía el
resto. Al través de una división de tablones mal juntos pasaba el hálito
caliente, el lento rumiar y los quejumbrosos mugidos del ganado;
gallinas y pollos escarbaban el suelo y huían con señales de ridículo
terror, renqueando, al acercárseles la gente; dos ó tres palomas se
paseaban, muy sacadas de buche y muy balanceadas de cuello, esperando á
que cayese alguna migaja; un marrano sin cebar, magro y peludo aún como
un jabalí, sopeteaba con el hocico, gruñendo sordamente, en una tartera
de barro donde nadaban berzas en aguachirle; un perro de esa raza
híbrida llamada en el país de _pajar_, completamente tendido en tierra,
dormía; al respirar, se señalaba bajo su piel la armazón del costillaje,
y de cuando en cuando, al posársele una mosca encima, un estremecimiento
hacía ondular todos sus músculos, y sacudía, sin despertarse, una oreja.
Por un ventanillo, abierto en el testero, entraban las avispas á comerse
los gajos de cerezas maduras que andaban rodando sobre la artesa; y si
fuese posible prestar oído á unas trotadas menudas que allá arriba
resonaban, se comprendería que los ratones no andaban remisos en dar
cuenta del poco maíz restante de la cosecha anterior, ni de cuanto
encontraban al alcance de los dientes. En medio de esta especie de arca
de Noé, reposaba inmóvil, sentada al pie de la artesa, con los naipes
mugrientos al alcance de la mano, la vieja bruja de la Sabia.
Era su figura realmente espantable. Habíale crecido el bocio enorme,
hasta el punto de que se le viese apenas el verdadero rostro, abultando
más la lustrosa y horrible segunda cara sin facciones, que le caía sobre
el pecho, le subía hasta las orejas, y por lo hinchada y estirada
contrastaba del modo más repulsivo con el resto del cuerpo de la vieja,
que parecía hecho de raíces de árboles, y tenía de los árboles añosos la
rugosidad y oscuridad de la corteza, los nudos, las berrugas. Al ver
entrar al algebrista _y la compaña_, la bruja se enderezó y salió á
recibirles, no sin echarse con sumo recato un pañuelo de algodón sobre
los mechones de sus greñas blancas.
La moza, entretanto, sacaba del establo á la paciente, una vaca
amarilla, y picándola con la aguijada, la empujaba fuera de la casa, á
sitio descubierto y claro. Cojeaba el infeliz animal, por culpa del gran
tumor que tenía en el ijar derecho; sus ojos estaban profundamente
tristes, como los de todo irracional ó niño enfermo. El sol pareció
reanimar algo á la vaca, y se le dilató el hocico respirando aire puro.
Ya salía tras ella el atador, poniendo la mano á guisa de pantalla ante
los ojos, para que no le estorbase el sol que declinaba.
--Hace falta quien _treme_ del animal--dijo, después de palpar aprisa el
tumor.--Llama á tu hombre--añadió dirigiéndose á la moza.
Habiendo Perucho ofrecido su ayuda, convino el algebrista en que
bastaría con él y con la moza para sujetar á la doliente, y ordenó que
la señora María se encargase de preparar la bizma de pez hirviendo.
Remangóse Perucho las mangas de chaqueta y camisa, y arrodillándose,
asió con puño de hierro la pata del animal, asentándola y afirmándola en
tierra á fin de que no cocease con el dolor. El brazo del mancebo era
membrudo, atendida su edad, y la cuadratura de los músculos se diseñaba
enérgicamente: sobre el cutis, fino como raso, rojeaba á la luz
moribunda del sol un vello denso y suave. Su compañera le miraba con
disimulo y atención, como si viese por primera vez aquella cabeza
cubierta de ensortijados bucles, aquellas perfectas facciones trigueñas
y sonrosadas, aquel cogote juvenil y fuerte como testuz de novillo
bermejo, aquellas espaldas fornidas donde la postura y el esfuerzo para
mantener inmóvil la pata del animal hacía sobresalir el omoplato. De
chiquita, la costumbre de ver á Pedro le impedía reparar su hermosura:
ahora se le figuraba descubrirla en toda su riqueza de pormenores
esculturales, cosa que la turbaba mucho y tenía bastante culpa de la
cortedad y despego que mostraba al quedarse con él á solas. Se
avergonzaba la niña de no ser tan linda como su amigo; de ser casi fea.
También se recogió el atador las mangas de estopa, y sacó de la
faltriquera del pantalón una reluciente navaja de afeitar envuelta en un
trapo. Agachóse bajo la paciente, y empuñando el instrumento, con brioso
girar de muñeca y haciendo terrible fuerza en el pulgar, sajó casi en
redondo el lobanillo. Bramó y resopló de dolor la vaca, intentando huir;
pero estaba bien sujeta y el corte dado ya. Sin hacer caso de los
mugidos angustiosos ni de las inútiles sacudidas de la bestia, el señor
Antón comenzó á esgrimir la navaja casi de plano, desprendiendo la piel
que cubría el tumor, y disecando poco á poco, con certera diestra, sus
raíces, como quien desprende de un peñasco los tientos de un adherido
pólipo. De rato en rato empapaba con trapos la sangre que corría y le
impedía ver. Cada raíz encubría otras más menudas, y la navaja seguía
escrutando los ijares del animal, persiguiendo las últimas
ramificaciones de la fea excrecencia. Ya casi la tenía desprendida,
cuando la vaca, que parecía resignada con su suerte, dió de pronto un
empuje desesperado y supremo, logró soltar las patas, derribó de una
patada el sombrero de copa alta del algebrista y echó á correr furiosa.
Ciega por el terror, fué á batir contra la muralla del emparrado, donde
la alcanzó Perucho. La agarró del rabo primero, luego la cogió por los
cuernos, y á remolque y á empujones y á puñadas la trajo otra vez á la
clínica. El señor Antón acusaba á la moza de no valer nada, de haber
aflojado la pata; y Manuela, con los ojos brillantes y la sonrisa en los
labios, se ofrecía á sustituir ventajosamente á la aldeana.
--¡Jesús, alabando sea Dios, qué valiente de señorita!--tartamudeó la
Sabia, apareciendo en la puerta.
--Las que nos criamos en la montaña...--murmuró la niña arrodillándose,
y ciñendo con ambas manos, no muy blancas ni nada endebles, el corvejón
del animal.
--No hay cosa como las montañesas--declaró dogmáticamente el atador,
encasquetándose otra vez su abollada bomba, sin la cual, al parecer, no
era dueño de todos los recursos de la ciencia quirúrgica.
--Remángate, Manola--aconsejó sin volver la cabeza Pedro:--sino vas á
ponerte perdida.
Notando que él no la miraba, Manolita se remangó. Los chiquillos, rubios
como el cerro, que presenciaban la operación absortos, con la pupila
dilatada y chupándose el dedo índice, quisieron también cooperar al buen
resultado, y vinieron á poner cada uno una manila en los corvejones de
la mártir. Poco duró el suplicio. El señor Antón, con su rapidez y
maestría acostumbradas, arrojaba ya triunfalmente hacia el campo más
próximo una masa sanguinolenta é informe, que era el núcleo del
lobanillo y su aureola de raíces. Entre un furioso y desesperado bramido
de la vaca al sentir la pez hirviendo que le abrasaba los tejidos, y un
_¡carraspo!_ del algebrista que se levantaba vencedor, se acabó la
operación y la víctima fué de nuevo encerrada en el establo. Echáronle
en el pesebre un brazado de fresca yerba, y á poco su hocico húmedo, del
cual se desprendía un hilo de baba, rumiaba con fruición la dulce
golosina.
III
Sin embargo, aún le quedaban al señor Antón deberes facultativos que
llenar en aquella casa. Le presentaron un ternero que andaba malucho de
desgano y rehusaba las cortezas de pan y la hierba más apetitosa. Le
abrió la boca al punto, sacóle de través la lengua, y declaró que tenía
_el piojo_. Pidió los ingredientes de sal y ajo, que metió en una
bolsita de lienzo; mojóla en vinagre, y frotó con ella los bordes de la
lengua, para levantar las escamillas en que consistía el mal: sacó luego
del bolsillo-estuche unas tijeras de costura, y cortó las escamas,
dejando al choto en disposición de zamparse todos los prados comarcanos.
Tras el ternero vino un buey, cojo de la mano derecha: el doctor
reconoció que tenía _el pulgón_ y que era preciso meterle entre la
pezuña un puñado de pólvora amasada y prenderle fuego. El caso era que
no se encontraba pólvora allí.
--Que vayan por ella á los Pazos--exclamó servicialmente Perucho.
--Mientras van y vuelven llega la noche, señorito--exclamó el atador,--y
de aquí á Boán hay camino. Ya pasaré por aquí mañana ó pasado lo más
tarde, que me cumple verle la yegua al señor Angel. No hay duda, que no
muere el buey por eso.
Quedó aplazada la voladura del pulgón, pero no consintió la Sabia en que
se partiese el algebrista sin _tomar un taco_ y _echar un cloris_.
Limpiándose el copioso sudor con el pañuelo de yerbas, sentóse el señor
Antón á la mesa, ante el zoquete de pan de centeno y el jarro de vino.
Entabló conversación con el ama de casa, no habiendo querido los
señoritos sentarse ni probar cosa alguna, porque les divertía más
presenciar la cómica escena y oir, cruzando ojeadas y risas, la plática
donosa que avivaban con sus preguntas. Estaba de buen humor el vejete,
como siempre que terminaba felizmente una operación y se veía con el
pichel de mosto delante. A las quejas de la Sabia, que se lamentaba de
las enfermedades de los animales con tono de abuela cuando deplora
achaques de sus nietos, respondía jocosamente el algebrista que, si no
tuviese _una riqueza_ en ganado, no se le pondría el ganado enfermo
nunca.
--¿A que á mí no se me mueren las vacas? En no las teniendo... catá.
La bruja respondía á tan atinada observación con otra muy filosófica y
cristiana:
--Todos habernos de morir, si Dios quiere.
De tal respuesta tomó pie el algebrista para procurar insinuarse,
hablando del bocio de la vieja, y comprometiéndose á extirpárselo con
tanta prontitud como el tumor de la vaca, _fuera el alma_. Contó que
precisamente acababa de realizar la misma operación en un labrador rico
de Gondás. De cuatro ó cinco tajos de navaja _¡zis, zas!_ (y al decir
_zis_, _zas_ pasaba el dedo por delante del cuello deforme de la Sabia)
le había sajado el bocio perfectísimamente, plantándole, para atajar la
_morragia_, un emplasto donde se misturaban trementina, diaquilón,
confortativo, minio, litargirio, incienso, pez blanca, pez dorada y pez
negra...
--Vamos, pez de todos los colores--dijo Perucho riendo.
--No haga burla, señorito, no haga burla... Pues emplasto fué aquel que
apretó, apretó, apretó (y el algebrista cerraba y apretaba el puño con
toda su fuerza) y á los quince días...
--¿Al campo santo?
--¡Quedó como si tal cosa, más contento que un cuco! La sabiduría puede
mucho, señorito!
La bruja no se resolvía á empecinarse. Tantos años con aquello, y al
fin _iba durando_: luego no era cosa de muerte. Los animales... no tiene
que ver con las personas: si no se cuidan y se asisten, ni trabajan, ni
dan leche, ni... En vista de que allí no necesitaban médico las
_personas humanas_, el algebrista, después de dejar temblando el jarro,
sacó el pitillo que llevaba tras la oreja, encendiólo en las brasas del
lar, se terció la chaqueta, y con andar más que nunca dificultoso, tomó
el camino del valle.
Acompañóle la pareja, divertida con su charla. Era el señor Antón uno de
esos personajes típicos, manifestación viviente, en una comarca, de los
remotos orígenes y misteriosas afinidades étnicas de la raza que la
habita. En el país se contaban muchos que ejercían la profesión de
_algebristas_, componiendo con singular destreza canillas rotas y
húmeros desvencijados, reduciendo lujaciones y extirpando sarcomas,
merced á no sé qué ciencia infusa ó tradición comunicada
hereditariamente, ó recogida de labios de algún _compostor_ viejo á
quien el mozo había _tomado los moldes_; pero ninguno tan acreditado y
consultado en todas partes como el _atador de Boan_, que tenía fama de
poner la ceniza en la frente á los médicos de Orense y Santiago,
habiendo persona que vino expresamente desde Madrid, cuando todavía se
viajaba en diligencia, á que el señor Antón le curase una fractura. No
desvanecían al vejete las glorias científicas; pero sí le daban pretexto
á descuidar la labranza de sus tierras y entregarse á sabrosa vagancia
cuotidiana por riscos y breñas. Con su chaquetón al hombro en el verano,
su montecristo de pardomonte en invierno, y siempre el pitillo tras la
oreja, la chistera calada sobre el pañuelo, el paraguas colorado bajo el
brazo y el libro grasiento en la faltriquera, recorría haciendo eses los
senderos del país, sintiendo en la cabeza y en la sangre la doble
efervescencia del aire puro y vivo de la montaña y de la libación de
mosto ó aguardiente hecha á los dioses lares de cada enfermo. La
atmósfera candente, el cierzo glacial, las claras mañanas primaverales,
las templadas noches, la borrasca, la bonanza, le tenían seco y oreado
como un fruto de cuelga, como esas manzanas tabardillas cuya piel se
arruga y contrae y adoba más que el mejor pergamino; y también, lo mismo
que en ellas, la pulpa se concentraba guardando toda su virtud y sabor.
No había viejo mejor conservado, más templado y _rufo_ que el señor
Antón: asegurábanlo las mozas trocando maliciosos guiños, y lo
confirmaban los mozos haciendo con la mano alzada y el pulgar inclinado
hacia la boca el ademán del que se atiza un buen traguete. Nunca se le
encontraba que no estuviese bajo la alegre influencia del jarro, ó del
sol, que tenía la virtud de hacerle fermentar en las venas la reserva de
espíritus alcohólicos. Entonces se desataba su locuacidad, y le gustaba
sobre todo platicar con los curas ó con los aldeanos viejos y duchos, en
quienes, á falta de instrucción, la experiencia de una larga vida ha
desarrollado cierta inteligencia práctica, haciéndoles depositarios del
caudal del saber popular, ancho cauce de arena donde á trechos brilla
alguna partícula de oro ó algún diamante en bruto. El señor Antón tenía
su filosofía allá á su modo, mitad bebida en tres ó cuatro librotes
viejos, en tomos descabalados de _Feijóo_, en el _Desiderio_ y _Electo_,
mitad inspirada por el espectáculo y la sugestión incesante de la madre
naturaleza, de árboles y estrellas, ríos y nubes. En su cráneo estrecho
y prolongado, verdadero cráneo céltico, bullían á veces viejas ideas
cosmogónicas, bocetos confusos de panteísmo y restos de cultos y
creencias ancestrales. Por lo cual, al meterse en honduras, solía decir
muchos y muy peregrinos despropósitos, mezclados con dictámenes y
sentencias que sorprendían al verlos salir de aquella boca plegada como
la jareta de un bolsón, envueltas en vaho aguardentoso y subrayadas por
la risa de polichinela que establecía inmediata comunicación entre su
nariz y su barba.
Encontrándolo más alumbrado que de costumbre, moríase Perucho por
tirarle de la lengua, y le seguía, llevando el dedo meñique enganchado
en el de Manuela y columpiando el brazo á compás, por hábito inveterado
de contacto cariñoso.
Chupaba el señor Antón su apestoso papelito, sumiendo la boca de tal
manera que, más que con los labios, parecía aspirar el humo con la
laringe. Al mismo tiempo iba filosofando sobre las enfermedades, la
vejez y la muerte.
--Mire, señorito, que esto de estar enfermo (aquí un traspiés), le tiene
su aquel, carraspo! Lee uno en libros, á lo mejor, que el hombre es,
como quien dice, un gusano, y viene la soberbia, y replica:--No, gusano,
no, que yo tengooó (ahuecó la voz enfáticamente), lo que no tiene un
gusanoooó! Pero llega la enfermedad, _maina mainita_ (y remedaba los
movimientos del que se acerca muy cautelosamente á otro), y ya no se
diferencia el _verme_ del hombre... carraspo! Porque díganme: uso yo
una navaja para _estripar_, con perdón, las _tumificaciones_ de las
vacas y otra para las personas humanas? No señor, que uso la misma, que
aquí la llevo en el bolsillo (y se golpeaba con fuerza el pecho). El
emplasto ó la cataplasma, ¿se misturan de otro modo? No señoóoor! Y en
vista de ello...
--Resulta, señor Antón, que á usted no le parece diferente un buey de un
cristiano? Eh? Usted y yo valemos tanto como un jumento?
--No sea tan _materialista_, señorito, carraspo!... Son poquitos los que
se hacen cargo de estas cosas _perfundas_... ¡Hay que abrir el ojo!
¿Tiene ahí un misto? Se me apaga el condenado del pitillo. Estimando la
molestia... Vamos al decir de que la gente como usted y como yo, y las
bestias, dispensando vustedes, padecen de los mismos males, y en la
botica no hay diferencias de remedios, y la vida se les viene y se les
va del mismo modo, y todos pasan su tiempo de chiquillos, porque los
perritos pequeños lloran y enredan como las criaturas, y luego á las
personas humanas les llega la de andar tras de las mozas, y andan que
_tolean_, y también los perros se escapan de casa para perseguir á las
perras, con perdón, y las buscan, y riñen por causa de ellas, y las
obsequian como los señoritos á las señoritas... ¡Carraspoó!
Al llegar á este punto el discurso del atador, Pedro soltó los dedos de
Manuela para reir á carcajadas, y la montañesa le acompañó, sofocando la
risa en la boca con la punta del pañuelo.
--Pero eso ya se sabe, señor Antón... Vaya unas noticias que da!
Fresquitas!
--Poco y poco, poco y poco... (se ignora si el algebrista lo decía
pensando en que el camino tenía muchas piedras y él más vino en el
estómago, ó siguiendo la ilación de su tesis trascendental.) Vamos á la
_custión_... Digo, señorito, y no miento: un hombre _valerá_, estamos
conformes, más que los animales; pero poder... Vaya, poder, no puede más
que un buey; y cuando le llega la de cerrar el ojo, aunque sepa más que
el rey Salimón, lo cierra... y abur. ¿Lo cierra ó no, señorito?
--Según y conforme.... También los hay que se quedan con él muy
abierto--murmuró Pedro para hacer rabiar al atador.
--Desmasiado nos entendemos...--articuló éste escupiendo, por el sitio
en que algún día tuvo los colmillos, un chorro de saliva negruzca, cuya
proyección cortó limpiándose el agujero de la boca con el dorso de la
mano. Señorito, escuche y perdone.--¡A lo que me da que pensar,
carraspo! Esto del nacer, y del morir, y del enfermarse, y del comer, y
del beber ¡atención! (hizo aquí una ese más arqueada que ninguna), es
un... un... un aquel que puede más que los animales y los hombres
juntos, á modo de una _endrómena_ muy grande, muy graaaande....
El algebrista tendía la mano y la giraba en derredor, señalando con
amplio ademán circular la profundidad del valle de Ulloa, el anfiteatro
de montañas que lo cierra, el río que espumaba cautivo en la hoz, todo
lo cual se dominaba desde el sendero alto y escarpado. Pedro y Manuela,
que habían vuelto á enganchar los dedos por instinto, miraban hacia
donde apuntaba el viejo, tratando de comprender la idea rebozada en
báquicos vapores que desde el cerebro del señor Antón descendía
trabajosamente hasta su lengua.
--Tan grande--añadía extendiendo ya los dos brazos para mejor expresar
la inmensidad--que me parece á mí, señorito, con perdón, que es tan
grande como el mundo... ¡Más aún, carraspo!
--¿Más que el mundo? ¡Quieto, vino, quieto!--exclamó Pedro, significando
que por boca del algebrista hablaba la borrachera.
--Más aún, sí señor. ¿De qué se pasma? Desmasiado nos entendemos. Un
hombre ha leído algo... ¿Tiene otro misto? Disimule.
--Ahí va la caja. ¿Con que se ha leído mucho?
Una sonrisa orgullosa dilató los plieguecillos de la consabida jareta.
--El saber, como dijo el otro, no ocupa lugar... No se burle, señorito,
no se burle... ¿Desmasiado tendrá usted leído lo que llaman el Treato...
el Trato...
--¿Alguna comedia?
--¡¡Comedia!! Lo compuso un fraile, hablando con respeto... un fraile de
esta tierra, con más sabiduría que todos los de España y del mundo
entero juntos... Pues allí dice, ¡sí, señorito! que las estrellas del
cielo son como nosotros... ¡con perdón! como este universo-mundo de
acá... y que también allí nacen, y mueren, y comen, y andan atrás de las
muchachas...
Al llegar aquí guiñó picarescamente el algebrista el ojo izquierdo á la
bóveda celeste, y como si obedeciese á un conjuro, el hermoso lucero de
Venus comenzó á rielar con dulce brillo en el sereno espacio.
--¡Hay que desengañarse, hay que desengañarse!--prosiguió el viejo
moviendo la cabeza, que, al oscilar sobre el seco pescuezo, parecía una
pasa pronta á desprenderse del rabo. Por muchas vueltas que se le dé,
esta cosa grande, grande, grandísima (y reiteraba el ademán de abarcar
todo el valle con los brazos), puede más que vusté, y que yo, y aquel, y
que todos, ¡carraspiche! Yo me muero, verbo en gracia; bien, corriente,
sí señor; ¿y después? La cosa grande se queda tan fresca. Yo me divertí
mis carnes; pero de yo ya propiamente no soy nada; se crían repollos, y
patatas, y ortigas, y toda _clas_ de hortalizas... ¿me entiende?
--¿También de mi cuerpo se han de criar repollos?--preguntó Manolita.
--Y ¡juy juy!--relinchó el algebrista, trompicándose en una piedra por
culpa del arrechucho de galantería que le entró.--Del cuerpo de las
señoritas buenas mozas se criará espliego, rositas de Mayo...
Adoptando de nuevo su gravedad filosófica, añadió:
--Pero no se ponga hueca... Le es igual... igualito... Qué más tiene
volverse chirivía ó malva de olor, carrás... ¿Quiérese decir que las
estrellas del cielo, y las tierras, y el _mainzo_, y el cuerpo de
vusté, y el mío, y el del Papa, con perdón, y el espliego, y los
repollos, y las vacas, y los gatos, es todito lo mismo, disimulando
vusté, y no hay que andar escoge de aquí y escoge de allí... Todo lo
mismo señorita, todo lo mismísimo... La cosa grande!!
Al llegar aquí de su perorata le besó un canto en la espinilla, y
llevóse la mano á la pierna, exhalando un ay doliente; pero al punto
mismo, después de refregarse la parte dolorida y tirar con rabia del
cigarro, que se apagaba de vez, volvió á su tema, balbuciendo con lengua
todavía más estropajosa:
--La co... la cosa grande... se ríe de todo, sí señor, de todo... Allá
anda, carraspo... haciendo la burla á quien nace... y á quien muere... y
á los que buscamos las mo... mozas... de rumbo.... ¡juy! La cosa... g...
gran... no nació en jamás... ni se ha de morir... Buena gana tiene... A
cada a...ño... está... más... fres.... frescachona.... juy! vivan las
rap... rapazas... Arde, cigarro, arde, condenado, si quieres, que...
te... par...to...!
--Echemos por las viñas, Manola--dijo Pedro á su compañera.--El
algebrista va hoy como un templo. Ya no se le sacan del cuerpo sino
barbaridades.
--¿Y si tropieza y cae al río?
--¡Qué disparate! Estaría muerto ya un millón de veces, mujer, si fuese
capaz de caerse. Anda así toda la santa vida.
IV
Libres ya del atador, tomaron un sendero más practicable, que por entre
tierras labradías y viñedos conducía al gran castañar del solariego
caserón de Ulloa. Aunque la luna, en cuarto creciente, dibujaba ya sobre
el cielo verdoso una fina segur, todavía la claridad del crepúsculo
permitía registrar bien el paisaje; pero al ir entrando bajo la
tenebrosa bóveda formada por el ramaje de los castaños, se encontró la
pareja envuelta en la oscuridad, y en no sé qué de pavoroso y sagrado, y
fresco y solemne, como el ambiente de una iglesia. El suelo estaba seco
y mullido, como suele estar en verano el de los bosques, y el pie lo
hollaba con placer. No se oía más ruido que el rumor de las hojas,
melodioso como una música distante de la cual apenas se percibe el
acompañamiento. Instintivamente, Pedro y Manuela se aproximaron el uno
al otro, y sus dedos se engancharon con más fuerza; pero el sentimiento
que ahora los unía no era el mismo que allá en la gruta, sino una
especie de comunión de los espíritus, simultáneamente agitados, sin que
ellos mismos lo comprendiesen, por las ideas de muerte, de
transformación y de amor, removidas en la grosera plática del vejete
borracho.
--¡Perucho!--murmuró ella alzando el rostro para mirar el de su
compañero, que en aquella sombra veía pálido y sin contornos.
--¿Qué quieres?--contestó él sacudiéndole el brazo.
--¿Qué me dices de todo eso?... ¡Cuántas bobadas echó por aquella boca
el señor Antón!
--Está peneque, y chocho además.
--¿Me volveré yo rosa? ¿Malvita de olor?
--No tienes que volverte... Ya Dios te dió rosa y clavel y cuantas
flores hay.
--No empieces á meterte conmigo... ¡Que me enfado! ¿Y eso que dice de
una cosa muy grande, que está en el cielo, y en la tierra, y en todos
los sitios?
--Muchos ratos también se me pone á mí aquí--murmuró Pedro deteniéndose
y señalando á la frente--que hay una cosa muy grande.... ¡y tan
grande!... Mayor que el cielo. ¿Sabes dónde, Manola? ¿A que no lo
aciertas?
--¿Yo qué sé? ¿Soy bruja ó echo las cartas como la Sabia?
El mancebo le tomó la mano, y la paseó por su pecho, hasta colocarla
allí, donde, sin estar situado el corazón, se percibe mejor su diástole
y sístole.
--Aquí, aquí, aquí--repitió con ardiente voz, oprimiendo como para
deshacerla la mano morena y fuerte de la muchacha, que se reía,
tratando de soltarse.
--Majadero, brutiño, que me lastimas.
La soltó y ella siguió andando delante en silencio. De cuando en cuando
se percibía entre las hojas el corretear de una liebre, ó resonaba el
último gorjeo de un ave. A lo lejos arrullaban roncamente las tórtolas,
bien alimentadas aquellos días con los granos caídos en los surcos del
centeno. También se escuchaba, dominando la sinfonía con sordina del
follaje, el gemido de los carros que volvían cargados de haces de mies á
las eras.
--Manola, no corras tanto...--exclamó Pedro con voz tan angustiada como
si la chica se le escapase.--¡Ave María, mujer! Parece que te van
persiguiendo los canes. ¿Tienes miedo?
--No sé á qué he de tener miedo.
--Pues entonces, anda á modo, mujer... ¿Qué diversión se nos pierde en
los Pazos? ¡Mira que es bonita! Padrino estará fumando un cigarro en el
balcón, ó viendo cómo arreglan las _medas_; mamá por allí, dando
vueltas en la cocina; papá en la era, eso de fijo... las chiquillas ya
dormirán... ¡va buena que dormirán! Oye, chica, la mano.
Trabáronse como antes por los dedos meñiques y continuaron andando no
muy despacio. El bosque se hacía más intrincado y oscuro, y á veces un
obstáculo, seto de maleza ó valla de renuevos de árboles, les obligaba á
soltarse de los dedos, á levantar mucho el pie y tentar con la mano.
Tropezó Manola en el cepo de un castaño cortado, y sin poderlo evitar
cayó de rodillas. Pedro se lanzó á sostenerla, pero ella se levantaba ya
soltando la carcajada.
--¡Vaya una montañesa, que tropieza en cualquier cosa como las señoritas
del pueblo! Por el afán de correr. Bien empleado.
--Pero si no se ve miaja. Rabio por salir pronto de aquí.
--Para irte á la cama, ¿eh? ¿Para dejarme solito?
--Podías dar un repaso á los libros, haragán.
--Mujer... ¡para cochinos tres meses que tiene uno de vacaciones! Yo
antes pasaba contigo todo el año... ¿no te acuerdas? Siempre, siempre
andábamos juntos... ¡Qué vida tan buena! Y bien aprendíamos reunidos,
más de lo que aprendo ahora en clase... Apenas tenemos leído libros de
la estantería! ¿Te acuerdas cuando te enseñé las letras por uno que
tiene estampas?
--Pero de la mitad nos quedábamos á oscuras. De muchos sólo mirábamos
las estampitas, aquellos monigotes tan descarados.
--Bueno, el caso es que estábamos más contentos, ¿eh? Yo al menos. ¿Y
tú?
Calló la niña montañesa, tal vez porque un haz de arbustos nuevos y un
alto zarzal le cerraban el paso. Tuvieron que retroceder y buscar entre
los castaños la senda perdida.
--¿No me contestas? ¿Vas enfadada conmigo?
--No hay humor de hablar mientras esté uno en estas negruras.
--Y después que salgamos al camino de la era, ¿me das palabra de que
rodearemos por los sembrados?
--Sí, hombre, sí.
--Manola?
--Quée?
Deslizábase á la sazón la pareja por un estrecho pasadizo de troncos de
castaño, que apenas daba espacio á una persona de frente. La oscuridad
disminuía; acercábanse á la linde del bosque. La niña alzó los ojos, vió
la cara de su compañero y acompañó la interrogación de fingido mal humor
con una sonrisa, y entonces él se inclinó, le echó las manos á la
cabeza, y con una mezcla de expansión fraternal y vehemencia apasionada,
apretóle la frente entre las palmas, acariciándole y revolviéndole el
cabello con los dedos, al mismo tiempo que balbucía:
--Me quieres, eh? me quieres?
--Sí, sí--tartamudeaba ella casi sin aliento, deliciosamente turbada por
la violencia de la presión.
--¿Como antes? ¿como allá cuando éramos pequeñitos? eh? ¿Como si yo
viviese aquí?
--Ay! me ahogas.... me arrancas pelo--murmuró Manola, exhalando estas
quejas con el mismo tono que diría:--Apriétame, ahógame más.--No
obstante, Pedro la soltó, contentándose con guiarla de la mano hasta que
salieron completamente del bosque y en vez de árboles distinguieron
frente á sí el _carrerito_ que llevaba en derechura á la era de los
Pazos. Pero el mancebo torció á la izquierda, y Manola le siguió. Iban
orillando un sembrado de trigo, que en aquel país abundan menos y se
siegan más tarde que los de centeno. Si á la luz del sol un trigal es
cosa linda por su frescura de égloga, por los tonos pastoriles de sus
espigas, amapolas, cardos y acianos, de noche gana en aromas lo que
pierde en colores, y parece perfumado colchón tendido bajo un dosel de
seda bordado de astros. Convida á tomar asiento el florido ribazo
alfombrado de manzanillas, cuya vaga blancura se destaca sobre la franja
de yerba; y allá detrás se oye el susurro casi imperceptible de los
tallos que van y vienen como las ondas de una laguna.
Dejóse caer Manola en el ribazo, sentándose y recogiendo las faldas, y
Pedro se echó enfrente de ella, boca abajo, descansando el rostro en la
mano derecha. Así permanecieron dos ó tres minutos, sin pronunciar
palabra.
--Debe de ser muy tarde--articuló la muchacha agarrando algunos tallos
de trigo y empuñándolos para sacudir las espigas junto á la cara de
Pedro.
--Silencio... ¿No te da gusto tomar el fresco, _chuchiña_? Esta tarde no
se paraba con el calor. ¿Ó tienes sed?
--No--contestó lacónicamente.
Transcurrió un momento, durante el cual Manola se entretuvo en arrancar
una por una flores de manzanilla, y juntarlas en el hueco de la mano. Al
fin la impacientó el obediente mutismo de su compañero.
--¿Qué haces, babeco?
--Te estoy mirando.
--¡Vaya una diversión!
--Ya se ve. Como á ti ahora te ha dado por no mirarme... Parece que te
van á enfermar los ojos si me miras. Te has vuelto conmigo más brava que
un tojo.
Ella, entre arisca y risueña, siguió arrancando las manzanillas
silvestres. Un céfiro de los más blandos que jamás ha cantado poeta
alguno, un soplo que parecía salir de labios de un niño dormido, pasando
luego por los cálices de todas las madreselvas y las ramas de todas las
mentas é hinojos, se divertía en halagarle la frente, inclinando después
las delgadas aristas de la espiga madura. A pesar de sus fingidas
asperezas, Manola sentía un gozo inexplicable, una alegría nerviosa que
le hacía temblar las manos al recoger las manzanillas. Con todo el
alborozo de una chiquilla saboreaba la impresión nueva de tener allí,
rendido, humilde y suplicante, al turbulento compañero de infancia, el
que siempre _podía más_ que ella en juegos y retozos, al que en la
asociación íntima y diaria de sus vidas representaba la fuerza, el
vigor, la agilidad, la destreza y el mando. Al sentirse investida por
primera vez de la regia prerrogativa femenina, al comprender claramente
cómo y hasta dónde le tenía sujeta la voluntad su Pedro, se deleitaba en
aparentar mal humor, en torcerle el gesto, en llevarle la contraria, en
responderle secamente, en burlarse de él con cualquier motivo,
encubriendo así la mezcla de miedo y dicha, el ímpetu de su sangre
virginal, ardorosa y pura, que se agolpaba toda al corazón, y subía
después zumbando á los oídos produciéndole deleitoso mareo, al oir la
voz de Pedro, y sobre todo al detallar su belleza física. Justamente,
mientras corría aquel tan halagüeño céfiro, Manuela se absorbía en la
contemplación de su amigo, pero de reojo. La luminosa transparencia de
la noche permitía ver los graciosos rizos del mancebo cayendo sobre su
frente blanca y tersa como el mármol, y distinguir la lindeza de sus
facciones y de sus azules ojos, que entonces parecían muy oscuros.
--¿Cómo me querrá tanto, siendo yo fea?--decía para sus adentros
Manola; y de repente, cogiendo todas las manzanillas, se las arrojó al
rostro.
--A casa, á casa enseguida, que son las tantas de la noche--murmuró
arrodillándose, como si le costase trabajo incorporarse de una vez. Ya
estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran chiquillos solía dejarla
en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y
reirse descaradamente de sus apuros.... Ahora no se atrevería á hacerla
rabiar: él era el esclavo.
Volvieron á tomar el sendero. A poco se encontraron en la era, vasto
redondel cercado por una parte de estrecha muralla y de manzanos
gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se destacaba la cruz
del hórreo, y más arriba subían las ramas inmóviles de una higuera.
Alrededor, las _medas_ ó altos montículos de mies remedaban las tiendas
de un campamento ó la ranchería de una india. Ya no había allí nadie:
por el suelo quedaban todavía esparcidos algunos haces de la cosecha
del día.
Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al
reconocerla, trocó los ladridos de cólera en delirantes aullidos de
alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por último, zarandeando
la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces,
trotando sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose á cada
segundo, los precedió hasta los Pazos de Ulloa.
V
Subía la diligencia de Santiago el repecho que hay antes de llegar á la
villa de Cebre. Era la hora de mayor calor, las tres de la tarde. La
persona de más duras entrañas se compadecería de los viajeros encerrados
en aquel cajón, donde si toda incomodidad tiene su asiento, el que lo
paga suele contentarse con la mitad de uno.
Venía atestado el coche, que era de los más angostos, desvencijados,
duros y fementidos. En el interior, hombro contra hombro del vecino del
lado, é incrustadas las piernas en las del frontero, se acomodaban
cinco estudiantes de carrera mayor en vacaciones, una moza chata,
portadora de un cesto de quesos, el notario de Cebre, y la mujer de un
empleado de Orense, con el apéndice de un niño de brazo. La atmósfera
del interior era sol, sol disuelto en polvo, sol blanquecino, crudo,
implacable, centuplicado por la oscura refracción de los puercos
vidrios, que ningún viajero osaba bajar, por temor de ahogarse entre la
polvareda. La respiración se dificultaba: gotas de sudor rezumaban de
los semblantes, y moscas y tábanos--cuyo fastidioso enjambre había
elegido allí domicilio--se agolpaban en los pescuezos y labios,
chupándolas. No había modo de espantar á tan impertinentes bichos,
porque ni nadie podía revolverse, ni ellos, enconados por el ambiente de
fuego, soltaban la presa á dos tirones. Al desabrido cosquilleo del
polvo en las fosas nasales se unía el punzante mal olor de los quesos, y
aun sobresalía el desapacible tufo del correaje y el vaho nauseabundo
tan peculiar á las diligencias como el olor del carbón de piedra á los
vapores. A despecho de todas estas molestias y otras muchas propias de
semejante lugar, los estudiantes no perdían ripio, y armaban tal
algazara y chacota, secundándolos el notario, que sus dichos, más
picantes que el aguijón de los tábanos, habían parado como un tomate las
orejas de la moza, la cual apretaba su cesta de quesos lo mismo que si
fuese el más perfumado ramillete del mundo. La mujer del empleado,
aunque nada iba con ella, creíase obligada por sus deberes de buena
esposa y madre de familia á suspirar á cada minuto levantando los ojos
al cielo, mientras abanicaba con un periódico al dormido vástago.
No disfrutaban mayor desahogo los de la berlina. De ordinario era esta
el sitio de preferencia; pero aquel día una especial circunstancia lo
había convertido en el más incómodo. Al salir de Santiago muy de
madrugada, los dos pasajeros que ya ocupaban las esquinas de la berlina
entrevieron con terror, á la dudosa luz del amanecer, otro pasajero de
dimensiones anormales, que se aproximaba á la portezuela, sin duda con
ánimo de subir y apoderarse del tercer asiento. Al pronto no
distinguieron sino un bulto oscuro, gigantesco, que exhalaba una especie
de gruñido, y se les ocurrió si sería algún animalazo extraño; pero
oyeron al mayoral--viejo terne conocido por el _Navarro_, aunque era,
según frase del país, más gallego que las vacas--exclamar, en el tono
flamenco y desenfadado que la gente de tralla cree indispensable
requisito de su oficio, y con la mitad del labio, pues el otro medio
sujetaba una venenosa tagarnina:
--¡Maldita sea mi suerte! ¿Cura á bordo? Vuelco tenemos.
Casi al mismo tiempo el pasajero de la esquina izquierda, vivaracho,
pequeño y moreno, tocó en el codo al de la derecha, que era alto, y le
dijo á media voz:
--Es el Arcipreste de Loiro... Veremos cómo se amaña para pasar al
medio... Nosotros no soltamos nuestro rincón... ¡Se prepara buen
sainete!...
Miróle el otro viajero y encogióse de hombros, sin responder palabra.
Entre el mayoral y el zagal procuraban izar la humanidad del Arcipreste
hasta las alturas de la berlina: empresa harto difícil, pues requería
que el enorme vejestorio pusiese un pie en el cubo de la rueda, luego
otro en el aro, y luego le empujasen y embutiesen dentro por la estrecha
abertura de la portezuela. El viajero pequeño reía á socapa, calculando
el fracaso probable de la tentativa, por estar ocupado el rincón. Grande
fué su sorpresa al ver que el viajero alto llevaba la mano á su gorra de
viaje, indicando un saludo; y en seguida se corría hacia el asiento del
centro, para dejar paso franco; y después, viendo que ni aun así
conseguían introducir al obeso y octogenario Arcipreste, alargaba sus
enguantadas manos y tiraba de él con fuerza hacia el interior, logrando
por fin que atravesase la portezuela y se desplomase en el asiento del
rincón, haciendo retemblar con su peso la berlina y llenándola toda con
su desmesurada corpulencia, al paso que refunfuñaba un--Felices días nos
dé Dios.
De soslayo--porque después de entrar el Arcipreste nadie podía
rebullirse y todos se encontraban extrictamente encajados, prensados
como sardina en banasta--el viajero chico insinuó á su compañero:
--¡Pero hombre, que se ha fastidiado usted! Ahora tiene usted que
aguantarse en el medio todo el viaje. ¡Ha sido usted un tonto! El
entremés era dejarle, á ver qué hacía.
Enarcó las cejas el viajero de los guantes, dudando si mandar á paseo á
aquel cernícalo ó darle una lección. Al fin se volvió, como pudo, y dijo
bajando la voz:
--Es un viejo y un sacerdote.
El viajero pequeño le miró con curiosidad, arrugando el gesto, y
procurando discernir mejor, á la pálida luz del amanecer, las trazas del
enguantado caballero. Parecíale hombre ya maduro, bien barbado,
descolorido de rostro, alto de estatura, no muy entrado en carnes--sin
ser lo que se llama flaco--y vestido de un modo especialmente decoroso y
correcto, por lo cual el observador pensó:
--Este me huele á título ó diputado de los conservadores. ¿Quién será,
demonios, que no lo he visto nunca?--Y después de reflexionar breves
instantes:--De fijo--decidió es algún forastero que va á la finca del
marqués de las Cruces ó á la del de San Rafael... Claro. Allí todo el
mundo se come los santos y les hace el _salamelé_ á los curas... Pues el
marqués de las Cruces no es, que á ese bien le conozco... El de San
Rafael, menos... ¡ojalá! Nos haría reventar de risa con sus dichos...
señor más ocurrente y más natural... ¿Será alguno de los maridos de las
sobrinas? ¡Cá! vendría la señora también con él. Pero, ¿quién rayos
será?
Ya no tuvo punto de reposo el activo y bullidor cerebro del viajero
chico, á quien no en vano daban amigos y adversarios (de las dos cosas
tenía cosecha, á fuer de temible cacique) el sobrenombre significativo
de _Trampeta_, queriendo expresar la fertilidad en expedientes y
enredos que le distinguía. Toda la potencia escrutadora del intelecto
trampetil se aplicó á despejar la incógnita del misterioso viajero que
cedía el asiento del rincón á los curas. Con más atención que ningún
novelista de los que se precian de describir con pelos y señales; con
más escama que un agente de policía que sigue una pista, dedicóse á
estudiar é interpretar á su modo los actos de su compañero de viaje, á
fin de rastrear algo. Después de que arrancó la diligencia, el viajero
no había hecho sino bajar un cristal, el que le tocaba enfrente, con
ánimo sin duda de mirar el paisaje; pero al convencerse de que no se
veían por allí sino los hierros del pescante y los pies zapatudos del
mayoral, volvió á subirlo, y se recostó en el respaldo, resignadamente,
no sin lanzar una ojeada, de tiempo en tiempo, hacia las ventanillas.
Transcurrido un cuarto de hora, cuando ya habían perdido de vista el
pueblo, sacó una petaca fina, y abriéndola, la ofreció á ambos
compañeros sin hablar, pero con ademán cortés. Trampeta alargó sus dedos
peludos y cortos y cogió un cigarrillo diciendo:--Se estima.--El
Arcipreste entreabrió un ojo (iba como aletargado, resoplando y con la
cabeza temblona) y dijo que no con las cejas; al mismo tiempo deslizó la
incierta mano, que de puro gruesa parecía hidrópica, bajo el balandrán,
y exhibió una tabaquera de forma prehistórica, un gran _fusique_ de
plata, que arrimó á la nariz, sorbiendo con notoria complacencia el
rapé.
--No toma sino polvo... Está más viejo que la Bula... Yo no sé cómo no
ha reventado ya--exclamó Trampeta, sin cuidarse de bajar la voz; por lo
cual el otro viajero le amonestó algo severamente:
--Mire usted que este señor puede oir lo que usted dice de él.
--¡Cá! Más sordo que una tapia--gritó Trampeta, como para probar su
aserto.--Aunque le dispare un cañón junto á la oreja, ni esto. Siempre
fué algo _teniente_; pero ahora ¡María Santísima! La sordera, como usted
me enseña, es un mal que crece mucho con los años. Y vamos á ver: ¿dirá
usted al verlo tan acabado, que este bendito Arcipreste fué un _remeje
que te remejerás_ de elecciones, que nos dejaba á todos tamañitos? Hoy
no es ni su sombra... En sus tiempos era un demonio con sotana: no había
quien se la empatase en toda la provincia. Cuentan que una vez dió un
puntapié á la urna... Sin ir más lejos, allá cuando la Revolución, _la
gloriosa_, ¿usté me entiende? que andaban los carlistas muy alterados,
como usté me enseña, por poco entre ese condenado y otros de su laya me
hacen perder una elección reñidísima, y me sacan avante al Marqués de
Ulloa contra el candidato del gobierno.
Al nombre del Marqués de Ulloa, el viajero enguantado, que hasta
entonces escuchaba como quien oye llover, y sin ocuparse más que del
cigarrillo suave que fumaba, prestó atención y aun intentó volverse;
pero esto no era factible, atendido que cada vez iban más apretados,
porque el Arcipreste, reclinando la cabeza en la esquina, y cubriéndose
la cara con un pañuelo blanco, adoptaba postura más cómoda, y ocupaba
todavía más sitio.
--¿Dice usted que las elecciones en que figuró el Marqués de Ulloa?...
--Sí señor, sí señor...--repuso Trampeta, todo esponjado y contento de
acertar con algo que interesaba al viajero y le hacía dar señales de
vida. Por cierto que después...
--El Marqués de Ulloa--interrumpió el viajero--es don Pedro Moscoso,
¿verdad?
--El mismo que viste y calza. Por cierto que...
--¿El yerno del señor de la Lage?
No era sólo atención, era interés muy vivo lo que revelaba el semblante
del enguantado, y no pudiendo volver el cuerpo, torcía la barba sobre el
hombro, clavando en Trampeta sus ojos garzos y grandes, de párpado
marchito y enrojecido, como suelen tenerlo las personas que leen mucho ó
viven aprisa.
--Aajá--articuló Trampeta afirmando con cabeza y manos y con todo el
rebullicio de cuerpo que consentía la apretura:--¡aajá! El mismito. ¿Al
parecer usted lo conoce?
No contestó el de los guantes, pero dijo con las pupilas:--Siga
usted.--Trampeta, aunque tan observador y ladino, no era capaz de darse
un punto á la lengua cuando ésta le picaba.
--¡Aquellas fueron unas elecciones... de la mar salada! Quedó que contar
de ellas en el país para veinte años... Y como además de los líos que
hubo en ellas, vino después la muerte del mayordomo del marqués, que fué
una cosa atroz...
A pesar de la sordera del Arcipreste, aquí bajó la voz Trampeta, y sus
ojos vivos, ratoniles, se posaron oblicuamente en el clérigo. Este
roncaba ya, con ahogado resuello de apoplético. El cacique se
tranquilizó y prosiguió:
--Lo despabilaron en un monte por mandato de los mismos suyos; ni visto
ni oído... ¡Un balazo limpio, de esos que dejan sequito á un hombre!
--Ese mayordomo...--murmuró el de los guantes, fijando la vista en
Trampeta, como si quisiera preguntarle algo; pero se contuvo y no
prosiguió. Afortunadamente para él, Trampeta no era hombre de dejar cojo
el cuento.
--Como usted me enseña, mi amigo, donde pasan ciertas cosas siempre hay
misterios y demoniuras... ¿Usted conoce al marqués? Bueno: pues entonces
ya sabe usted que vivía... mal arreglado, ó enredado, ó embrutecido,
como se quiera decir, con la hija de ese mayordomo que mataron... ¡y qué
moza era, me valga Dios! Como unas flores. Pues cuando el marqués
determinó de casarse con la hija del señor de la Lage...
El enguantado hizo un movimiento.
--¿También lo conoció, eh?--preguntó Trampeta.
Dijo el viajero que sí con la cabeza, y el bueno del Secretario
prosiguió:
--Pues ¿usted me entiende? la boda del señorito no le hizo maldita la
gracia al truchimán del mayordomo, que tenía más conchas que un
galápago, y como no pudo vengarse de otro modo, fué, y ¿qué hizo?
Preparó las elecciones muy preparaditas, y cuando el marqués estaba
cerca de triunfar, no sé cómo judas lo amañó...
Aquí la mirada de Trampeta se hizo más oblicua y casi torva.
--En fin, que vendió completamente á su amo, lo mismo que vende uno los
cerdos en el mercado, con perdón: una jugarreta que le costó al señorito
la diputación, ni más ni menos... Y como usted me enseña... al vengativo
de Barbacana, que es más malo que la quina...
Pausa breve.
--¿Usted no sabrá quién es Barbacana? ¡Dios nos libre! Entonces era el
tirano del país; uno de esos tiranones terribles, como usted me
enseña... Ahora ya va de capa caída... los años le pesan... le tenemos
metido el resuello en el cuerpo... vaya si se lo tenemos... ¿Usted irá
á Orense? ¡pues pregúntele usted al gobernador qué apunte es
Barbacana...!
Al decir esto observaba Trampeta el rostro del enguantado, á ver si la
referencia al gobernador le producía efecto. Viendo que no, pensó para
su sayo:--No debe de ser diputado, ni cosa así.--Y añadió:
--En fin, que se cree... ¿Usted me entiende? que fué Barbacana quien...
(Ademán muy expresivo de despabilar una luz con los dedos.)
--¿Dice usted que mataron á ese hombre, al mayordomo del marqués de
Ulloa?--preguntó por fin el viajero de los guantes.--¿Y dónde, y quién y
por qué?
--¿Quién? Un satélite de Barbacana, un facineroso malhechor relajado que
se llama el Tuerto... Así que Barbacana tiene un arachita, ya anda él
muy campante por el país, metiendo miedos á todo dios... ¡Uno de tantos
escándalos! Pero ahora les hemos de atar corto de vez. ¿Dónde? En un
monte, propiedad del marqués... por el día y por el sol. ¿Por qué? Pues
como dije, en venganza de que le hizo al marqués perder las elecciones.
--Y la hija de ese hombre... ¿qué ha sido de ella?--interrogó el
viajero, acariciándose la barba con la enguantada mano, para simular
indiferencia que no sentía.
--Ese es otro cantar... ¿Usted ya sabrá que el marqués enviudó de allí á
poco?
Una tristeza, una angustia profunda se grabó en el rostro del viajero.
Si Trampeta le mirase, ahora sí que vería la alteración de sus
facciones. Pero Trampeta á la sazón encendía dificultosamente el
cigarro.
--Enviudó, porque la señorita _se puso tisis_... Parece que le dió muy
mala vida por causa de la raida de la moza, y que andaba San Benito de
Palermo... Ella era poquita cosa; de poco estuche... Pss...
Aumentó la turbación del viajero al decir esto Trampeta, y la revelaron
visibles señales. Sus ojos, que tenían más de pensativos que de
brillantes, chispearon un momento; frunció el entrecejo, y por su
frente despejada corrieron una tras otra, como olas, tres ó cuatro
arrugas bastante profundas. Respiró tan fuerte y hondo, que Trampeta,
volviéndose, le miró con mayor curiosidad aún.
--Parece que la historia le toca á este señor de cerca... Tate... Hay
que ver lo que se habla... ¡Me caso! No se me quita el vicio de ser
parlanchín.
Había amanecido del todo, disipándose la niebla; el sol doraba ya con
alegre reflejo las cimas de los árboles, las aguas de los manantialillos
que brincaban del monte á la carretera, los cristales de las casitas que
de trecho en trecho se asomaban curiosas con su cerca, sus dos manzanos,
su emparrado de vid, su _meda_ de centeno junto al hórreo. A aquella
hora, en que el calor no hostigaba todavía á jacos ni á viajeros, y la
tierra despertaba impregnada de rocío nocturno, y el sol se bebía la
ligera _brétema_, no molestaría ir en la berlina, á no ser por los
ronquidos del Arcipreste, más hondos y atronadores cada vez, por su
estorboso volumen, por las blasfemias del mayoral, por el olor
desagradable del forro del coche. La claridad diurna alumbraba las
facciones del viajero de los guantes, descubriendo en su barba corrida,
bien recortada y no muy recia, unos cuantos hilos de plata; en su
dentadura una mella; en sus sienes lo ralo del pelo; en sus mejillas, de
piel fina y coloración mate, la azul señal de algunos granos de pólvora
incrustados bajo el cutis. A un lado y á otro de la nariz, los quevedos
de acero que solía gastar le habían labrado una especie de surco, rojo ó
amoratado. Su mirada, intensa, dulce, miope, tenía esa concentración
propia de las personas muy inteligentes, bien avenidas con los libros,
inclinadas á la reflexión y aun al ensueño.
El cacique, en guardia contra las preguntas que se le pudiesen dirigir,
esperaba; pero pasó un rato, y el viajero nada dijo: suspiró como quien
desahoga el pecho, y limpió con el pañuelo los quevedos, cerrándolos
cuidadosamente para no romperlos. Trampeta le atisbaba receloso.
--¡Borrico de mi!--pensó.--Dice que conoce al marqués... Será su amigo,
y no querrá más chismes... Aunque, don Pedro Moscoso ¡qué ha de ser
amigo de ninguna persona tan así... tan decente!
Ocupábase el viajero, después de bajarse con dificultad, en sacar de un
cestito de paja un frasco blanco, forrado también de paja hasta el
gollete, con reluciente tapadera de metal.
--Gusta usted un trago de vermut?--dijo al cacique.
--No señor... Se aprecia... Llevo anís estrellado y buen aguardiente,
que es lo mejor para el flato estando en ayunas... Pero ya maté el
gusano antes de salir...
Bebió el enguantado por un vaso oblongo, recogió todo, y desabrochando
mal como pudo las correas de su manta de viaje, tomó de dentro un libro,
amarillo, con las hojas sin cortar. Abrió como unas veinte ó treinta
sirviéndose de un cortaplumas, mirando á Trampeta como en espera de que
terminaría la crónica chismográfica tan brillantemente comenzada.
Vacilaba y deseaba hablar. Se decidió por fin...
--La hija del mayordomo...--articuló.
Qué tentación tan fuerte para el cacique! Más fuerte que su virtud. Ya
no pudo contenerse.
--Pues así que murió la señora, todo el mundo pensó que el marqués se
casaba con ella... porque la muchacha tenía un chiquillo, y al marqués
le había dado por tomarle un cariño atroz, de repente... así como á la
hija verdadera, la que tuvo de su señora, no le hacía apenas caso... Y
por cuanto salimos con que la moza apareció muy prendada y en tratos con
un tal Angel, el gaitero de Naya, un buen mozo también, y jurando y
perjurando que el chiquillo era hijo del gaitero dichoso... No hubo
fuerzas humanas que la disuadiesen: que me caso, que me caso, y va y se
casa con su querido, y el marqués, por no apartarse del chiquillo, los
deja seguir de criados en casa, al frente de la labranza... y le da
carrera al muchacho, y me lo trae hecho un señorito... Y unos dicen que
si esto, que si aquello, que si lo otro, que si lo de más allá... Las
lenguas, como usted me enseña, no hay quien las ate, eh? y usted, un
suponer, no va á ponerle un tapón en la boca á todos.
Al llegar aquí Trampeta, el viajero frunció las cejas otra vez. Después
de dudar un instante, dijo reposada y cortésmente:
--Con permiso de usted...
Y tomando á sus pies, de entre el lío de la manta, un libro, se puso á
leer sosegadamente, aprovechando el paso de procesión con que la
diligencia subía ¡á la cumbre, á la cumbre!
Túvose Trampeta por chasqueado. Los indicios de curiosidad é interés del
viajero prometían plática larga y tendida, de esas que de repente, en un
coche de línea, convierten en amigos íntimos á los dos indiferentes que
un cuarto de hora antes dormitaban hombro contra hombro. Y héteme aquí
que ahora el compañero se ponía á leer sin hacerle más caso. Echó una
mirada sesga al libro, por si algo rastreaba: nuevo desengaño. El libro
estaba en un idioma que Trampeta no conocía ni aun para servirlo.
¿Hay hablador curioso que se resigne á no chistar, dejando en paz á los
que huyen de él refugiándose en un libro? Mil pretextos encontró
Trampeta para distraer á su vecino y llamarle la atención. Ya le
enseñaba un punto de vista, ya le nombraba un sitio, ya le bosquejaba en
pocas palabras y muchos guiños de inteligencia la historia del dueño de
alguna quinta. Fuese por cortesía ó porque le agradase, el enguantado
atendía gustoso. Cerraba el libro metiendo el dedo índice por entre dos
páginas para no perder la señal, y escuchaba, inclinando la cabeza, las
indicaciones topográficas y chismográficas del cacique.
Habrían andado cosa de tres horas, y ya el sol, el polvo y los tábanos
comenzaban á crucificar á los viajeros, cuando Trampeta tiró
repentinamente de la manga al enguantado.
--Á bajarse tocan--le advirtió muy solícito como quien presta un
servicio notable.
--Decía usted?--exclamó el viajero sorprendido.
--¿No va á la finca del marqués de las Cruces? Pues aquel es el soto.
Mayoral! Para, mayoraal!
--No señor... Si no voy allí.
--Ah! Pensé.... Ha de dispensar.
La misma escena se repitió poco más adelante, en el empalme del camino
que conduce á la soberbia quinta del marqués de San Rafael. Trampeta
bien quisiera preguntar al enguantado--¿á dónde judas va entonces?--pero
con toda su petulante grosería de cacique mimado por personajes muy
conspicuos, dueño y señor feudal de un mediano trozo de territorio
gallego, y por contera y remate, mal criado y zafio desde sus años
juveniles, supo, á fuer de listo, notar en el semblante, modales y
trazas del viajero misterioso cierto _no sé qué_ sumamente difícil de
describir, combinación de firmeza, de resolución y de superioridad, que
sin violencia rechazaba la excesiva curiosidad dejándola burlada.
VI
Uno de los deleites más sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es
ver--desde una pradería fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de
amarillos ranunclos y delicadas gramíneas, á la sombra de un grupo de
álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave murmurio
del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las piadas ternezas
que se cruzan entre jilgueros, pardales y mirlos,--cómo vence la cuesta
de la carretera próxima, á paso de tortuga, el armatoste de la
diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos goces,
sazonados por el espectáculo del martirio ajeno), entre aquella
fastidiosa angostura y esta dulce libertad, aquellos malos olores y
estas auras embalsamadas, aquel ambiente irrespirable y esta atmósfera
clara y vibrante de átomos de sol, aquel impertinente contacto forzoso y
esta soledad amable y reparadora, aquel desapacible estrépito de ruedas
y cristales y estos gorjeos de aves y manso ruido de viento, y por
último, aquel riesgo próximo y esta seguridad deliciosa en el seno de
una naturaleza amiga, risueña y penetrada de bondad.
No todos razonan y analizan esta impresión con lucidez; pero apenas hay
quien no la sienta y saboree. Bien la definía y paladeaba el médico de
Cebre, Máximo Juncal, entretenido en _echar_ un cigarro, tumbado boca
arriba en un pradillo de los más amenos que puede soñar la imaginación.
El médico vestía tuina de dril y calzaba zapatos de becerro; ni cuello
ni corbata tenía; su camisa de dormir, desabotonada, no tapaba unas
clavículas duras y salientes como pechuga de gallo viejo ya desplumado;
en sus manos afianzaba el último número de _El Motín_, donde acababa de
leer las picardigüelas de un _curiana_ allá en Navalcarnero enviadas al
periódico por un corresponsal rígidamente virtuoso, que escribía «lleno
de indignación.»
Desde que por la carretera, bastante más elevada que el prado, vió
Juncal asomar la nube de polvo que anuncia la proximidad de un coche de
línea, interrumpió la para él sabrosísima lectura de los sueltos
clerófobos, y alzando la cabeza, entre chupada y chupada, púsose á
considerar atentamente las trazas del gran mamotreto. Oyó el repiqueteo
de los cascabeles y campanillas, tan regocijado cuando el tiro trota,
como melancólico cuando va á paso de caracol. Vió luego aparecer el
macho delantero, y á sus lomos el flaco zagal, vestido de lienzo azul,
con gorra de pelo encasquetada hasta la nuca, aletargado completamente
bajo la influencia de un sol de brasa. Manteníase sin caer del caballo
merced á un milagro de equilibrio y á la costumbre de andar así, pero
lo cierto es que dormía. Dormía también el mayoral; sólo que ese ya
roncaba cínicamente, espatarrado en el pescante, con la bota casi
desangrada bajo el sobaco, el mango de la tralla escurriéndosele de la
mano, los carrillos echando lumbre y colgándole de los labios un hilo de
baba vinosa. Y dormitarían los caballos del tiro, si se lo permitiesen
los encarnizados y fieros tábanos y las pelmas de las moscas,
infatigables en lancetarles la piel. Los infelices jacos se estremecían,
coceaban, sacudían las orejas con frenesí, se mosqueaban con el rabo, y
solían arrancar al trote, creyendo huir de la tortura.
--Bueno va--pensó en alto el médico, riéndose sin pizca de
compasión.--El tiro campa por su respeto. Y apenas va cargado el coche!
No entiendo cómo no vuelca todos los días.
En efecto, desde lejos era el aspecto de la diligencia sumamente
alarmante. La base de la caja parecía angostísima en relación con la
cúspide, que la formaba una inmensa vaca ó imperial agobiada con
cuádruple peso del que razonablemente admitía. Por todas partes emergían
de la polvorienta cubierta enormes baúles, cajones descomunales, fardos
de colchones, grupos de sillas, pues la mujer del empleado trasladaba su
ajuar enterito. Del cupé, que también iba atestado de gente, sobresalían
cestos con gallinas, y más líos, y más rebujos, y más maletas, y otra
tanda de cajones. No se comprendía, al ver la penosa oscilación de la
desproporcionada cabeza del carruaje sobre las endebles ruedas, que ya
no se hubiese roto un eje, ó que la mole no se rindiese á su propia
pesadumbre. Algo que entrevió Juncal al través de los cristales de la
berlina, completó su malicioso regocijo.
--Y para más, dentro va el Arcipreste de Loiro! Diez ó doce arrobas de
suplemento. Lo que es hoy.....
Al pensar esto el médico, llegaba el tiro á la revuelta de un
puentecillo tendido sobre un riachuelo de mezquino caudal--el mismo que
corriendo entre mimbrales y alisos regaba la pradería.--Era la revuelta
asaz rápida; el tiro, entregado á su propio impulso, la tomó muy en
corto. Juncal se incorporó, soltando un terno. No tuvo tiempo á más,
porque en un santiamén, sin saberse cómo, toda la balumba de coche y
caballos se revolvió, se enredó, se hizo un ovillo, y al sentir el peso
del carruaje, que se inclinaba con crujido espantoso, encrespáronse los
caballos, relinchando de ira y susto, irguióse la lanza por cima del
pretil del puente, y el macho delantero, con el zagal encima, y tras él
un caballo de cortas, salieron despedidos con ímpetu, haciendo _plaf!_
en mitad del riachuelo, lo mismo que ranas. Avínole bien á la
diligencia, que la misma fuerza del empuje rompió cuerdas y tirantes,
impidiéndole precipitarse con el resto del tiro desde una altura no
extraordinaria, pero suficiente para hacerla añicos. Su peso descomunal
la sujetó, volcada al borde del puente y recostada en él.
Dicen personas expertas en esta clase de lances, que ni los testigos
oculares, ni las víctimas, son capaces de referir puntualmente las
peripecias que se suceden en un abrir y cerrar de ojos, ni menos
recordar de qué manera, guiado por el instinto de conservación, se pone
en salvo cada quisque.
Yacía tumbado el coche; el mayoral había despertado rodando del pescante
al suelo y abriéndose la cabeza, y sin duda por la descalabradura se le
refrescó y disipó la mona, pues ágil ya y despabilado, se emperraba en
aquietar y desenredar el tiro, metiéndose entre las bestias con
intrepidez salvaje, lidiando cuerpo á cuerpo, á coces y puñadas, con
mulas y machos, sin diferenciarse de ellos más que en las espantosas
blasfemias que escupía. En ventanillas y portezuelas fueron asomando
cabezas, brazos, hombros, hasta pies, pugnando por romper su cautiverio.
Surgieron dos estudiantes, tiraron por la moza, y la sacaron arrastro; y
como se empeñase en recoger sus quesos, vociferaron y la desviaron á
empellones. La empleada salió pálida como la cera, apretando
silenciosamente al niño que lloraba sin consuelo; luego el notario,
echando venablos; y por la portezuela de la berlina, poco menos amarillo
que la empleada, saltó Trampeta con una mano sangrando de la cortadura
de un cristal. Los del cupé, gente aldeana, descendían aturdidos de
sorpresa. En el mismo instante llegaba Juncal, á todo correr, al pie de
la diligencia volcada.
--¿Qué es eso, hombre? ¿qué es eso?--preguntó á Trampeta.
--Ya lo ve, Máximo... Hoy nacimos todos...--respondió el cacique sin
poder hablar del susto.--Míreme aquí, hom, si tengo cortada la vena...
--Qué vena ni qué caracoles... Acudir á los que quedan dentro, hombre...
¿Queda alguien? A ver...
Con ayuda de los estudiantes, tenía ya el mayoral casi apaciguado el
tiro, y sólo le faltaba reducir á una mula que, habiéndose cogido la
cabeza entre dos correas, á fuerza de patear se empeñaba en ahorcarse.
El médico miró hacia el fondo de la berlina. Salía de allí un ahogado y
entrecortado ronquido, tan hondo como el registro más grave de un
órgano; y el médico vió á un viajero de buenas trazas metido en la ardua
faena de mover la masa gigante del señor Arcipreste, y empujarla hacia
la portezuela. Momentos antes Máximo Juncal se sentía animado de los más
siniestros propósitos contra la Iglesia en general y el clero diocesano
en particular; pero la vista del lastimoso cuadro le ablandó las
entrañas, que más que dañadas tenía curtidas por la hiel de un
temperamento bilioso, y sin hacer caso de la herida de Trampeta, que
éste liaba con el pañuelo, acudió en auxilio del viajero enguantado, á
quien veía de espaldas, llamando al notario para refuerzo.
--Empújelo usted hacia acá... Yo tiraré por la pierna... ¡Eh! señor
escriba, aguante usted aquí... coja este pie... así... quietos... ya
pasó un muslo... ¡Arráncate nabo! Ey... que me hundo, que me hundo!
¡Apuntáleme, escriba de los demonios!
Salió en vilo, sostenida por los puños de Juncal y los fuertes brazos
del notario, la mole del desventurado Arcipreste, que dormido durante la
catástrofe, no comprendía lo que pasaba, y se veía con sus compañeros de
viaje encima, y una astilla de la destrozada caja hincándosele en un
costado. Tal fué su estupor, que se le cortó el habla, y sólo exhalaba
sordos ronquidos de agonía. Apareció hecho una lástima, con el rostro
amoratado y congestionado, en desorden los venerables cabellos blancos,
la cabeza y manos no ya temblonas, sino perláticas, y el balandrán roto.
Juncal torció el gesto, y falló para sí:
--A sus años, esto echa á un hombre á la sepultura.
El caritativo viajero salió á su vez; tiempo era ya. De la brega tenía
destrozados los guantes y descompuesto el traje; con los esfuerzos, se
le había coloreado la tez y animado el rostro, quitándole, como suele
decirse, diez años de encima, ó mejor dicho revelando su verdadera edad,
más alrededor de los treinta y pico que de los cuarenta. Aproximósele
Juncal muy solícito, y al fijar los ojos en él, se echó atrás admirado.
--Usted dispense...--pronunció.--¡Soy capaz de aventurar algo bueno á
que es usted de la familia de la difunta señora de Ulloa, doña Marcelina
Pardo!
El viajero se sorprendió también.
--Su hermano para servir á usted--contestó.--¿Tanto me parezco?
--Facción por facción, no señor: pero el aire, es una cosa, como dicen
aquí, escupida... Con que es usted...
--Gabriel Pardo de la Lage, para lo que usted guste mandar. No cree
usted que ahora convendría...
--Lo que conviene es que todos los pasajeros se vengan á Cebre, y allí
se curarán los heridos, y los asustados tomarán un trago y un bocado
para tranquilizarse... Al mayoral y al zagal les mandaremos gente que
ayude á enderezar el coche, y á llevar los caballos á la cuadra, que
falta les hace también... A bien que en Cebre ya de todas las maneras
tenían que mudar tiro... Hay herrero que empalme la lanza rota, y
carpintero que eche un remiendo á la caja... El coche no ha sufrido
grandes desperfectos... Fue más el ruido que las nueces... El que tenga
que curar algo, á mi casa enseguidita... ¿Usted ha salido ileso, señor
de Pardo?
--Noto un dolor en este codo... Alguna rozadura.
--Veremos... Usted no se va á la posada, que se viene á mi choza...
Espero en Dios que podrá usted seguir el viaje.
--Mi propósito era bajarme en Cebre. Y en efecto me he bajado, sólo más
aprisa de lo que pensé.
Sonrióse al decir esto, y Juncal le encontró «templado» y simpático. La
caravana se puso en marcha: los estudiantes, de los cuales sólo uno
tenía un chichón en la frente, iban locuaces y jaraneros, metiendo á
barato el percance; la moza, antecogiendo su cestilla de quesos, que al
fin había logrado rescatar; la mujer del empleado cargada con su rorro,
que se abría á puros llantos, sin que la madre le diese más consuelo que
decirle--calla que se lo hemos de contar á papá... á papaíto,--Trampeta
con la mano liada, seguro ya de no desangrarse y nuevamente cebada la
curiosidad al saber que el enguantado viajero era el propio cuñado del
marqués de Ulloa; el notario de Cebre, tan arrimadito á la moza chata,
como la moza á sus quesos; y el Arcipreste, cogido del brazo de Juncal,
flaqueándole las piernas, temblándole el cuerpo todo, gimiendo y
resoplando.
VII
Los que no tenían casa ni amigos en Cebre, hubieron de dar con sus
molidos cuerpos en el mesón que allí toma nombre de fonda; el Arcipreste
fué á pedir hospitalidad á su correligionario el cacique Barbacana; y al
viajero de los guantes, ó sea don Gabriel Pardo, se lo llevó consigo el
médico, sin permitir que se cobijase bajo otro techo sino el suyo,
porque desde el primer instante le había _entrado_ el cuñado del
marqués,--y cuenta que no simpatizaba fácilmente con las personas el
bueno de Juncal.
Agasajó á su huésped lo mejor que pudo y supo, diciéndole á cada rato
que su _señora_ estaba ausente, pero volvería dentro de un ratito, y
entonces se sentarían á _hacer penitencia_. A pesar de las ideas
avanzadísimas de Juncal, que con la revolución se habían acentuado aún
más en sentido anticlerical y biliosamente demagógico, guardóse bien de
informar á don Gabriel de que la susodicha _señora_ (nombre con que se
llenaba la boca), había sido una panadera de las famosas del pueblo de
Cebre: cierto que la de más almidonadas enaguas, limpias medias,
rollizos mofletes y alegres y _churrusqueiros_ ojos que tenía el país.
Por sus muchos pecados, tropezó Juncal en aquel dulce escollo desde su
llegada á Cebre, y al fin, después de unos cuantos años de
enharinamiento ilícito, un día se fué, como el resto de los mortales, á
pedir al párroco la sanción de lo comenzado sin su venia. Y justo es
añadir que á su mujer, tan jovial y sencilla ahora como antes, se le
daba un ardite de la posición social, y solía decir á menudo:--Cuando
yo llevaba el pan á casa de don Fulano, ó de don Zutano...--Hasta por un
resto de afición á las cosas del oficio, había persuadido á su esposo á
que adquiriese y explotase un molino, poco distante del prado en que el
médico presenció el vuelco de la diligencia. Mientras el marido leía ó
descansaba, la buena de _Catuxa_, que así llamaba todo Cebre á la señora
de don Máximo, era dichosa ayudando al molinero á cobrar las maquilas,
midiendo el grano, regateando la molienda á sus antiguas colegas,
charlando con ellas á pretexto del negocio, y viviendo perpetuamente en
la atmósfera de fino polvillo vegetal á que sus poros estaban hechos.
Envuelta venía aún en flor de harina cuando entró en la salita donde la
esperaban Máximo y Gabriel; traía los brazos remangados y el pelo gris
como si se lo hubiesen recorrido con la borla impregnada, de polvos de
arroz, lo cual hacía más brillantes sus ojos, más límpido el sano carmín
de sus trigueñas mejillas. Saludó sin cortedad, con expansiva lisura, y
don Gabriel por su parte empezó á tratarla con tan reverente cortesía
como á la más encopetada ricahembra; pero en breve comprendió que la
complacería mudando de tono, y hablóle con llaneza festiva, sin
renunciar por eso á mostrarse deferente y cortés. Ambos matices los notó
Juncal, que no tenía pelo de tonto, y creció su inclinación hacia el
viajero, que le parecía ahora tan discreto como caritativo antes.
Comieron en una ancha sala con pocos muebles: Catuxa cerró casi del todo
las maderas de las ventanas, por las cuales se colaba una delgada cinta
de luz, y ofreció á cada convidado una rama de nogal con mucho follaje,
para que mientras comían no se descuidasen en espantar las moscas. No
hizo ascos á la comida don Gabriel, y alabó como se merecían algunos
platos muy gustosos, los pollitos tiernos aderezados con guisantes, las
sutiles mantequillas trabajadas en figura de espantable culebrón, con
ojos de azabache y una flor de borraja hincada de trecho en trecho en
el escamoso lomo. Tales primores gastronómicos revelaron á don Gabriel
que la señora de Juncal trataba bien á su marido y le hacía grata la
vida: así era en efecto, moral y físicamente, y por humillante que
parezca esta confusión de fuerzas tan distintas, el genio apacible y las
mantequillas suaves de Catuxa influían á partes iguales en sosegar la
bilis del médico.
Mientras duró el festín, Juncal y su huésped hablaron mucho del lance
del vuelco, del escándalo de que menudeasen tanto, de que en no multando
á las empresas, éstas hacían su gusto, riéndose de quejas de viajeros y
piernas rotas. Informóse don Gabriel de los antecedentes de su curioso
compañero de viaje, y al referirle Juncal algunas de sus caciquescas
hazañas, se rió recordando la indignación con que Trampeta condenaba en
Barbacana otras muy parecidas. A los postres, notó el médico que su
huésped parecía molestado, aunque haciendo esfuerzos para disimularlo.
--¿Usted no se encuentra bien?
--No es nada... Parece como si este brazo se me hubiese resentido un
poco; me cuesta trabajo moverlo. No se apure usted ahora... Cuando nos
levantemos de la mesa tendrá la bondad de reconocérmelo, á ver qué ha
sido.
Quería Juncal verificarlo al punto, mas el huésped afirmó que no valía
la pena de darse prisa, y el médico en persona preparó el café con una
maquinilla de espíritu de vino, mientras Catuxa subía de la bodega una
botella de ron muy añejo, guarnecida de telarañas. Tal regalo fué, como
suele decirse, pedir el goloso para el deseoso; porque si bien don
Gabriel no se negó á gustar el rancio néctar, el caso es que Juncal le
hizo la razón con tanta eficacia, que se bebió de él casi la mitad.
Siempre había sido Juncal, aun en tiempos en que no se le caía de la
boca la higiene, grande amigo del licor de la Jamaica; pero, desde que
se unió en santo vínculo á Catuxa, la ignorante panadera le obligó á
practicar lo que predicaba, cerrando bajo siete llaves el ron y
dándoselo por alquitara, ó en ocasiones muy singulares, como la
presente.
Alzados los manteles, retiráronse Juncal y don Gabriel al despacho del
primero, donde había estantes de libros profesionales, una cabeza
desollada y asquerosísima, con un ojo cerrado y otro abierto, que
representaba el _sistema venoso_, estuches y carteras de lancetas y
bisturíes, y no pocos números del _Motín_ y _Las Dominicales_ rodando
por sillas, pupitre y suelo. Despojóse don Gabriel de su americana de
paño gris á cuadros; desabrochó el gemelo de su camisa y la levantó para
mostrar el brazo lastimado. Lo palpó Juncal, se lo hizo mover, y observó
concienzudamente, por las manifestaciones del dolor, de qué índole y en
qué punto residía la lesión. Dos ó tres veces notó en el semblante del
viajero indicios de que reprimía un _¡Ay!_ Con seriedad é interés le
dijo:
--No repare usted en quejarse... Estamos á saber qué le duele, y cuánto
y cómo.
--Si he de ser franco--respondió sonriendo don Gabriel--me escuece unas
miajas. Se conoce que al tratar de mover á aquel buen señor de
Arcipreste, todo el peso de su cuerpo y del mío juntos cargó sobre este
brazo, que hacía fuerza en la delantera de la berlina... Será una
dislocación del hueso.
--No señor; creo que no tiene usted nada más que un tendón relajado,
aunque el pronóstico de esta clase de lesiones es muy aventurado
siempre, y se lleva uno cada chasco, que da la hora. Si usted fuese un
labriego...
--¿Qué sucedería?
--Se lo voy á decir á usted con toda franqueza, por lo mismo que estoy
hablando con una persona que me parece altamente ilustrada....
--Por Dios...
--No, no, mire usted que tengo buena nariz, y ciertas cosas se conocen
en el olor. Pues lo que haría si usted fuese uno de esos que andan
arando, sería llamar á un _atador_ ó _algebrista_, de los infinitos que
hay por aquí....
--Curanderos?
--Componedores; son al curandero lo que al médico el cirujano operador.
Justamente aquí cerca tenemos uno, el más famoso diez leguas en
contorno, que hace milagros. Cuando yo llegué de la Universidad, llegué
lleno de fantasía, y me enfadaba si me decían que los algebristas pueden
reducir una fractura sin dejar cojo ó manco al paciente; después me fuí
convenciendo de que la naturaleza, así como es madre, es maestra del
hombre, y que el instinto y la práctica obran maravillas.... Con cuatro
emplastos y cocimientos, y sobre todo con la destreza manual, que esa
raya en admirable...
Decía todo esto Juncal mientras aplicaba compresas empapadas en árnica y
vendaba el brazo de don Gabriel.
--Creo--respondió el paciente--que usted habla así por lo mismo que
domina su arte y no teme competencias. No todos los médicos pensarán
como usted en ese punto...
--Pensar, tal vez, pero no quieren confesarlo; hasta los hay que
persiguen de muerte á los algebristas. Los más encarnizados aún no son
los médicos, sino los veterinarios,--porque los atadores curan
indistintamente á hombres y animales, no reconociendo esta división
artificial creada por nuestro orgullo. Eh?
El médico miró á don Gabriel como reclamando su aquiescencia á este
rasgo de osadía científica. Don Gabriel sonrió. Se había terminado la
cura, y bajaba la manga para vestirse otra vez.
--Y decir--murmuraba el médico ayudándole á pasar un brazo por una
manga--que se ha llevado usted ese barquinazo por meterse á redentor de
un hipopótamo de cura,..... de un parroquidermo! Suerte tuvo en dar con
usted. Yo lo dejo allí en escabeche para toda su vida.
Esto lo insinuaba Juncal con la secreta esperanza de provocar al viajero
á espontanearse en política, para saber cómo pensaba y tener el gusto
de discutir; pero se llevó chasco, pues don Gabriel no se dió por
aludido, contentándose con hacer un leve ademán, que podía
significar:--Usted y cualquiera persona regular obraría como yo.
--Ahora--ordenó Máximo--procure usted no hacer con ese brazo movimiento
alguno, pues estas lesiones las cura la paciencia. Quietud y más
quietud.
--¡Qué diablura!--exclamó don Gabriel incorporándose.--El caso es que
para montar á caballo, tendré sin remedio que usar de él... Porque es el
izquierdo.
--Bah! Las caballerías de aquí, lo mismo se rigen con la derecha que con
la zurda. Mejor dicho, con ninguna de las dos. Ellas hacen lo que les da
la real gana, y salen disparadas así que ven una hembra, y muerden, y
bailan el walse, y otros excesos.... ¿A dónde quería usted ir? Si no es
indiscreción.
--De ninguna manera. Tengo que ir á la rectoral de Ulloa, y después á
los Pazos, á casa de... mi cuñado.
En el rostro del médico se pintó un segundo la irresolución, el temor de
_sobrar_ ó _faltar_ que tanto acucia á los que llevan mucho tiempo de
vida campestre, sin trato que pueda llamarse social. Al fin se
determinó, y dijo con cordialidad suma:
--Don Gabriel, no me creerá tal vez, pero desde que le ví me ha
inspirado simpatía... vamos, yo soy así; soy muy raro; hay gentes que no
me llenan nunca, y usted me llenó incontinenti... Estoy con usted ya
como si le hubiese tratado toda la vida... No le pondero... Soy franco,
y lo que ofrezco lo ofrezco de corazón... Hoy es muy tarde ya para ir á
donde usted quiera; ni tampoco conviene que mueva el brazo, al menos en
las primeras veinticuatro horas. Ya que está en mi pobre choza, tenga la
dignación de quedarse en ella. Sábanas lavadas y cena limpia, no le han
de faltar. Mañana por la fresca, después que descanse, le doy mi
yegüecita, que la gobernará con la punta de un dedo, cojo otra hacanea,
y le acompaño hasta la rectoral de Ulloa... ó hasta el cabo del mundo,
si se precisa!
No era don Gabriel hombre capaz de contestar con mil y tantos
cumplimientos á una improvisación semejante. Tomó la diestra del médico,
la apretó, y dijo con sencillez afectuosa:
--Aquí me quedo, amigo Juncal... Y crea usted que doy por bien empleado
el percance.
Sintió Juncal que se ponía colorado de placer... Para disimular la
emoción, echó á correr hacia la puerta, gritando:
--Catalina.... Catalina!... Esposa.... Catalina!
Presentóse la lozana panadera, de mandil blanco lo mismo que en sus
buenos tiempos, con el pelo alborotado y una sonrisa complaciente en su
bermeja y apetecible boca.
--Prepararás la cama en el cuarto del armario grande... Don Gabriel nos
hace el favor de se quedar esta noche.
La sonrisa del ama de casa fué al oirlo más alegre todavía; sus ojos
chispearon, y pronunció con el acento gutural y cantarín de las
muchachas de Cebre:
--De hoy en un año vuelva á quedarse, señor, y que sea con salú.
--_Tray_ un pañuelo de seda, mujer...--murmuró su esposo.--Hay que
hacerle un sostén para el brazo malo.
Con prontitud y no sin gracia se quitó _Catuxa_ el que llevaba á la
garganta, que era carmesí con lista negra, y ella misma lo ató al cuello
del forastero, diciendo mimosamente, con suavidad del todo galiciana:
--¿Queda así á _gustiño_, señor?
Don Gabriel agradeció sonriendo. El diminutivo, el calor de la seda que
había estado en contacto con la piel de la arrogante moza, le produjeron
el efecto de una caricia del país natal, á donde volvía por vez primera
después de una ausencia muy prolongada.
VIII
El cuarto que dió Juncal á su huésped era en la planta baja, cerca del
comedor, y tenía puertecilla de salida á una especie de patio ó corral,
donde por el día escarbaba media docena de gallinas á la sombra de un
emparrado. Don Gabriel, al retirarse después de una cena no menos
regalada que la comida, sintió deseo de respirar el aire fresco de la
noche; apagó la vela, y alzando el pestillo se encontró en el corral.
Sentóse en el banco de piedra entoldado por la parra, y encendiendo un
papelito y recostándose en la pared, tibia aún del sol de todo el día,
empezó á mirar á la oscuridad. La cual era completa, intensísima, sin
que la disipase estrella alguna; una de esas noches como boca de lobo,
en que le parece á uno más infinito el espacio, más alto é inaccesible
el cielo, y la tierra menos real, pues al perder sus apariencias
sensibles, sus variadísimas formas y colores, diríase que se funde y
desvanece, sin que en ella quede existente más que nuestra imaginación
soñadora.
En aquellas remotas y negras profundidades nada vió al pronto don
Gabriel, pero al poco rato, fuese merced á los generosos espíritus del
añejo ron de Juncal, ó á que era para don Gabriel uno de esos momentos
en que hace crisis la vida del hombre, y éste se da cuenta exacta de que
entra en un camino nuevo y el porvenir va á ser muy diferente del
pasado, comenzó á alzarse del oscuro telón de fondo una especie de
niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero, rojiza después, y
en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas
de su existencia.
Primero se vió niño, en un gran caserón de un pueblo triste, pero no en
brazos de su madre, pues no recordaba haberla conocido jamás, sino en
los de otra niña casi tan chica como él. Aquella niña era pálida; tenía
los ojos grandes y negros, y algo bizcos; solía estar malucha; pero,
sana ó enferma, no se apartaba una línea de él. Acordábase de que le
llamaba _mamita_, y la hacía rabiar y desquerer con sus travesuras. Un
recuerdo sobre todo estaba fijo en su mente. Además de la niña pálida,
vivían en el caserón otras niñas sonrosadas, enredadoras y alegres, que
le trataban con menos blandura, y aun le cascaban las liendres con el
menor pretexto. Un día--podría tener entonces Gabriel cinco años,--se le
había ocurrido entrar en el cuarto de la mayor de sus hermanas, Rita, la
cual poseía un canario domesticado que cantaba á maravilla y á quien
llamaban _el músico_. Gabriel se moría por el canario, y soñaba siempre
con imitar á Rita: sacarlo de la jaula, montarlo en el dedo, darle
azúcar, y que se pusiese á redoblar y trinar allí. ¡Era tan gracioso
cuando meneaba la cabecita á derecha é izquierda, cuando se sacudía
erizando las plumas de oro! Para lograr su deseo, aprovechaba la ocasión
de un domingo por la mañana: todo el mundo estaba en misa: momento
decisivo y supremo. Escurríase al cuarto de su hermana, y divisaba la
jaulita de alambre azul balanceándose ante la vidriera, con su hoja de
lechuga entre los hierros, y el pájaro que saltaba de la varilla
central, descendía al comedero á triturar un grano de alpiste, y vuelta
á la varilla. Contempló ansiosamente el lindo avechucho. ¿Cómo llegarle?
Ocurriósele una idea luminosa. Poner una silla sobre la cómoda de su
hermana. Mi dicho, mi hecho. Colocarla más ó menos trabajosamente,
trepar, encaramarse, echar mano al garfio que sujetaba la jaula, todo se
hizo en un verbo. Sólo que la silla, mal afianzada no conservó el
equilibrio al inclinarse Gabriel, y ¡oh dolor! cuando ya tenía en sus
manos el deseado _músico_, pataplín! se fué de cabeza al suelo, jaula
en mano, desde una regular altura. Recibió el golpe en la frente, y
quedóse breves momentos aturdido. Al recobrar los espíritus se encontró
con que tenía asida la jaula por la argolla... La jaula sí: pero el
músico? Gabriel miró hacia todas partes, y al pronto nada vió, ó por
mejor decir, vió algo que le paralizó de terror: en una esquina, el
gatazo de la casa, tendido en postura de esfinje que acecha, contemplaba
inmóvil un punto de la estancia... Gabriel siguió la dirección de
aquellas pupilas de esmeralda, y divisó al músico, todo anhelante aún
del golpe y del susto, hecho un ovillo entre los pliegues del cortinaje
que cubría la vidriera.... El niño perdió completamente la sangre fría,
y loco de miedo, púsose á hacer lo más conveniente para el gato: sacudir
la cortina y espantar al pajarillo. El aturdido músico revoloteó un
momento, dió contra los cristales de la ventana, y dolorido y exánime,
vino á caer sobre la almohada de la cama de Rita.... Horror!.... el
gato en acecho pega un brinco de tigre.... ¡Adiós, musica!
Gabriel, como Caín después de matar á su hermano, había corrido á
esconderse al cuarto más oscuro de la casa, en que se guardaban baúles y
trastos, y donde no tardó en descubrirle Rita al volver de misa y
encontrarse con la jaula por tierra y algunas plumas amarillas,
espeluznadas y sanguinolentas, revoloteando sobre su lecho...--Pícaro,
infame! te he de desollar vivo, muñeco del demonio! te he de estirar las
orejas hasta que sangren!--Los oídos de Gabriel apenas pudieron recoger
el sonido de estas ternezas, porque al mismo tiempo diez deditos recios
y furiosos le tiraban con cuanta fuerza tenían de las orejas... Y luego
pasaban á los carrillos, escribiendo allí los mandamientos, y después
bajaban á parte que es ocioso nombrar, y se daban gusto con la mejor
mano de azotaina que recuerdan los siglos; y en pos las uñas, por no
quedar desairadas, se ejercitaron en pellizcar y retorcer la carne, ya
hecha una amapola, hasta acardenalarla de veras, y en seguida, sin
darle al culpable tiempo ni á gritar, le asieron de las muñecas, le
llevaron arrastrando al desván, le metieron allí, echaron la llave... Al
punto mismo se oyó en la puerta el altercado de dos vocecillas, y en pos
la brega de dos cuerpos... Giró la llave otra vez, y la _mamita_ pálida,
la hermana protectora, entró anhelante, desgreñada y victoriosa, cogió
en brazos á su niño, lo arrebató á su cuarto, lo curó, lo calmó, se lo
comió á besos y á caricias....
¡Qué ojeriza le profesó desde aquel día Gabriel á la hermana mayor!
¡Cómo se acostumbró á envolverse en las faldas de la pequeña, hasta que
fué adquiriendo su autonomía al desarrollársele el vigor masculino, con
el cual, á los diez ó doce años podía más él solo que lo que llamaba
despreciativamente el gallinero de sus hermanas!
Se veía concurriendo al Instituto de segunda enseñanza, aprendiéndose
por la noche de malísima gana la conferencia que había de dar al día
siguiente, y merced á la fuerza y precisión con que se nos presentan
ciertos recuerdos, en la negra inmensidad nocturna veía destacarse, como
en el cristal de un claro espejo, al estudiantino inclinado sobre el
libro enfadoso, dando tormento con nerviosa mano á los mechones de pelo
que le caían sobre la frente, ó pintando soldados con fusil al hombro y
barcos y todo género de monigotes sobre el margen de las páginas,
mientras torturaba la memoria para incrustar en ella por ejemplo, los
_pretéritos_ y _supinos de la segunda conjugación, moneo, mones, monere,
monui, mónitum, avisar_... que los compañeros de clase se apuntaban unos
á otros de esta manera: _mono, mona, monitos, monitas, micos_... Al
recordar semejantes puerilidades, se sonreía don Gabriel... ¡Cuántas
veces recordaba haberse levantado y llamado á su hermana!
--Nucha, tómame la lección, que me parece que ya la sé.
Luego una impresión imborrable: la marcha de Santiago, el ingreso en el
colegio de artillería de Segovia, los días terribles de la _novatada_,
la sujeción al _galonista_, el llanto de furor reconcentrado que le
abrasó las pupilas cuando por primera vez tuvo que limpiarle y
embetunarle las botas... Y siempre el recuerdo de su hermana, para la
cual, más bien que para su padre, se hizo fotografiar apenas vistió,
radiante de orgullo y alegría, el uniforme del cuerpo, y de la cual
hablaba á sus primeros amigos de colegio con tal insistencia y
exageración, que alguno de ellos, sin conocerla, se puso á escribirle
cartitas amorosas que leía á Gabriel... Luego, la confusión abrumadora
de los primeros estudios serios, de las matemáticas sublimes, de tanta
abstrusidad como tenían que meterse en la divina chola para los
exámenes... Ahora que Gabriel reflexionaba acerca de tales estudios y
mentalmente pasaba lista á sus compañeros de academia, maravillábase
pensando que de aquella hueste nutrida desde sus tiernos años con tanta
trigonometría rectilínea, tanta álgebra y tanta geometría del espacio,
no había salido ningún portentoso geómetra, ningún autor de obras
profundas y serias, ni siquiera ningún estratégico consumado, y al
contrario, por regla general, apenas se encontraba compañero suyo que al
terminar la carrera se distinguiese por algún concepto, ó rebasase del
nivel de las inteligencias medianas... Mucho caviló sobre el caso don
Gabriel, y vino á dar en que la balumba algebraica, el cálculo, las
geometrías y trigonometrías se las aprendían los más de memoria y
carretilla, á fuerza de machacar, para vomitarlas de corrido en los
exámenes; que los alumnos salían á la pizarra como sale el
prestidigitador al tablado, á hacer un juego de cubiletes en que no toma
parte el entendimiento; y que esta material gimnasia de la memoria sin
el desarrollo armonioso y correlativo de la razón, antes que provechosa
era funesta, matando en germen las facultades naturales y apabullando la
masa encefálica que venía á quedarse como un higo paso. Todo esto se le
había ocurrido á _posteriori_. En el colegio estaba lleno su corazón de
esa buena fe absoluta de los primeros años de la vida, y ni soñaba en
discutir las opiniones admitidas y las fórmulas consagradas: creía
cuanto creían sus compañeros, viviendo persuadido como ellos de que
ciertos profesores eran pozos de ciencia, aunque no se les conocía lo
bastante, por encontrarse un tantico _guillados_ del abuso de las
matemáticas... Con el pundonor innato que le obligaba en Santiago á
repasar de noche la lección, Gabriel se aplicó á aprender todas aquellas
diabluras del programa, y como su inteligencia era sensible y fresca su
retentiva, adelantó, adelantó... Recordaba, no sin cierta lástima de sí
mismo, que había hecho unos estudios brillantes. Le alabaron los
profesores, despertósele la emulación, no perdió curso...
Sólo hubo una temporada, poco antes de salir á teniente, en que atrasó
bastante, poniéndose á dos dedos de ser _perdigón_. Fué al recibir la
noticia de la muerte de su mamita, su hermana Nucha... Se la escribió su
padre en persona, cosa que no ocurría sino en las ocasiones solemnes,
pues el hidalgo de la Lage no se preciaba mucho de pendolista. Gabriel
recordaba que en el primer momento sólo había sentido un asombro muy
grande al ver que semejante desgracia no le producía más efecto. Con la
carta abierta en la mano, miraba en torno suyo, pasando revista á todos
los muebles del gran dormitorio artesonado, contando los hierros de las
camas. Hasta recordaba haber acabado de abrocharse los botones de la
levita de uniforme, faena interrumpida cuando llegó la carta fatal.
Luego, de repente, daba dos ó tres pasos vacilantes, sepultaba el rostro
en la almohada de su lecho, y empezaba á llorar á gotitas menudas,
rápidas, que se le metían entre el naciente bigote y de allí se le
colaban á los labios, con un sabor tan amargo!
¡Su pobre _mamita_! ¡Con qué vanidad le había él enviado su retrato; con
qué orgullo había comprado, de sus economías, una sortija de oro para
regalársela en su boda! ¡Qué admiración gozosa, unida á unos asomos de
infantiles celos, había sentido al saber que su hermana tenía una
chiquilla... ¡Monada como ella! ¡Una chiquilla! Y ahora... fría,
callada, apagados aquellos dulces y vagos ojos, metida en un ataúd,
muerta, muerta, muerta!
Bien seguro estaba de no haber querido probar bocado en dos días, ¡Cómo
le mortificaban los consuelos de sus compañeros y amigotes! Eran bien
intencionados, eso sí; pero indiscretos, inoportunos, fuera de sazón,
como suelen ser los afectos en la zonza é ingrata edad de la
adolescencia. Empeñábanse en divertirlo, en llevárselo al café, ó á ver
una compañía de zarzuela... ¡De zarzuela! Gabriel necesitaba un médico.
A los ocho días se le declaraba una fiebre nerviosa, en la cual le
contaron que había delirado con su _mamita_, diciendo que quería irse
junto á ella, al cielo ó al infierno, donde estuviese... Pronto
convaleció, y quedó más fuerte y más hombre, como si aquella fiebre
hubiera sido la solución de una crisis lenta de pubertad tardía, acaso
retrasada por estudios prematuros... Salió á teniente, y recordaba el
orgullo de los galones y el de un hermoso bigote castaño, ya poblado,
que se propuso no afeitar nunca.
Pasó de la academia al siglo con la entidad moral que imprimen los
colegios de carreras especiales, y señaladamente el de artillería:
segunda naturaleza, de la cual sólo se desprenden, andando el tiempo,
los que poseen gran espontaneidad ó cierto instinto crítico, y que
sobrevive aun en los que se retiran, aun en los mismos que reniegan de
la carrera y manifiestan que les causa hondo hastío el uniforme...
Volviendo atrás la vista, Gabriel se asombraba de ser aquel muchacho que
salió del colegio tan artillero, tan imbuído de ciertas altaneras
niñerías que se llaman espíritu de cuerpo, tan convencido de la inmensa
superioridad del arma de artillería sobre todas las demás del ejército
español y aun del mundo, y en particular tan arisco, tan dado á esa
cosa particular que en el cuerpo llaman _la peña_, tendencia mixta de
orgulloso retraimiento y de feroz insociabilidad, que en él llegaba al
extremo de pasarse tres horas en la esquina de una calle de Segovia,
atisbando el momento en que saliesen de su casa unas señoras á quienes
su padre le ordenaba visitar, para cumplir con dejarles una tarjeta en
la portería.
¡Y que apenas era él entonces reaccionario, como los demás individuos
del noble cuerpo! Sentía un odio profundo hacia las ideas nuevas y la
revolución, la cual justo es decir que se hallaba en su más desatentado
y anárquico período. Lo que Gabriel no le perdonaba á la setembrina
maldecida, era el haberle echado á perder su España, la España histórica
condensada en su cabeza de estudiante asiduo y formal, una España épica
y gloriosa, compuesta de grandes capitanes y monarcas invictos, cuyos
bustos adornaban el Salón de los Reyes en el Alcázar. Gabriel se tenía
por heredero directo de aquellos héroes acorazados, esgrimidores de
tizona. Arrinconados el montante y la espada, la artillería era el arma
de los tiempos modernos. ¡Qué de ilusiones y de fermentaciones locas
producía en Gabriel el solo nombre de batalla! Á la idea de barrer a
cañonazos un reducto enemigo, le parecía no caberle el corazón en el
pecho, y un frío sutil, el divino escalofrío del entusiasmo, le serpeaba
por la espina dorsal. En esta disposición de ánimo le incorporaban á una
batería montada y le enviaban á la guerra contra los carlistas en el
Norte....
Quince días á lo sumo recordaba que duraron sus fantasías heroicas. No
eran aquellas las marciales funciones que había soñado. Si en las rudas
montañas de Vasconia no faltaban las fatigas propias de la vida militar,
los fríos, los calores, el agua hasta el tobillo, la nieve hasta media
pierna, las raciones malas y escasas, el dormir punto menos que en el
suelo, la ropa hecha girones, cuanto constituye el poético aparato de
la campaña, en cambio no veía Gabriel el elemento moral que vigoriza la
fibra y calienta los cascos; no veía flotar la sagrada bandera de la
patria contra el odiado pabellón extranjero. Aquellas aldeas en que
entraba vencedor, eran españolas; aquellas gentes á quienes combatía,
españolas también. Se llamaban carlistas, y él amadeísta: única
diferencia. Por otra parte la guerra, aunque civil, se hacía sin saña ni
furor; en los intervalos en que no se disparaban tiros, los
destacamentos enemigos, divididos sólo por el ancho de una trinchera, se
insultaban festivamente, llamándose _carcas_ y _guiris_; también se
prestaban pequeños servicios, pasándose _El Cuartel Real_ y _El
Imparcial_ de campo á campo; y en los frecuentes ratos de tregua,
bajaban, se hablaban, se pedían fuego para el cigarro, y el teniente de
artillería _guiri_ fraternizaba muy gustoso con los oficiales _carcas_,
tan buenos mozos y tan elegantes y marciales con sus guerreras orladas
de astracán, á cuyo lado izquierdo lucía el rojo corazón del _detente_,
y sus boinas con borla de oro, gentilmente ladeadas. A menudo hasta le
sucedía á Gabriel dudar si el deber y la patria estaban del lado acá ó
del lado allá de la trinchera. A pesar de las burlas con que sus
compañeros acogían los _pepinillos_ carlistas, en el campamento se
contaban maravillas de la improvisada artillería de don Carlos,
organizada en un decir Jesús, por un par de oficiales que habían
ingresado en sus filas y algunos cabos y sargentos listos; cosa que
inducía á Gabriel á pensar que no se necesitaban tantas matemáticas de
colegio para santiguar al enemigo á cañonazos. Sí; Gabriel cumplía con
su obligación; pero sin calor ni fe. Batirse, corriente, para eso vestía
el uniforme; otra cosa que no se la pidieran. Un casco de metralla
saltaba los sesos á su asistente, aragonés más cabal que el oro, á quien
Gabriel profesaba entrañable cariño, y su muerte le causaba la impresión
de haber presenciado un aleve asesinato, más bien que un episodio
bélico.
Entre la oscuridad nocturna, Gabriel Pardo sonreía á la reminiscencia de
un recelo que le apretó mucho por entonces. Al encontrarse tan frío en
medio de las escaramuzas, al conocer que le hastiaba la guerrilla y la
tienda, recordó que se había interrogado á sí mismo con un miedo
atroz... de tener miedo.
--¿Si seré un cobardón? ¿Si tendré la sangre blanca?
Al ver cómo le felicitaban unánimemente los jefes y los compañeros por
su _serenidad_, comprendió que lo que padecía era atrofia del
entusiasmo. Y así le cogió la disolución del cuerpo de artillería por
decreto revolucionario. Casi se alegró. Ya no tenía cariño al uniforme.
Y sin embargo, todavía el _espíritu de cuerpo_ le dominaba. Le cruzó por
las mientes irse al campo carlista, y no lo hizo, porque los compañeros
habían determinado «aguardar, estar á ver venir.» Se fué á Madrid,
hospedándose en casa de unos parientes encumbrados, un título primo de
su madre.
¡Cuántos recuerdos se le agolpaban! La noche oscura parecía poblarse de
estrellas y constelaciones, de centelleos misteriosos.... Gabriel sentía
una impresión, frecuente en las personas á quienes la viveza de la
fantasía y de la sensibilidad hacen pasar, durante una existencia
relativamente corta, por muchas y muy variadas fases psíquicas.
Admirábase del cambio producido en él por aquellos meses de residencia
en Madrid, y al mismo tiempo, se sorprendía _ahora_ de lo que se había
realizado en él _entonces_, y no creía ser la misma persona, sino evocar
la historia de otro hombre. Él no fué ni pudo jamás el brillante y
frívolo mancebo á quien tan especiales agasajos y tan lisonjera acogida
dispensaron las damas de alto copete, que le obsequiaban por oficial del
cuerpo hostil á la Revolución y por hidalgo provinciano, pero de vieja
cepa, de veintitantos abriles y gallarda figura. ¡Cuán dulces bromas le
habían sido disparadas entonces por risueños labios, recalcadas por el
guiño semi-altanero y semi-picaresco de algunos flecheros ojos de rica
hembra, á propósito de su afición á _la peña_, entonces erigida en
sociedad reaccionaria, ojalatera del alfonsismo! Gabriel en el fondo se
sentía muy _peñasco_, igual que antes, y abominaba de saraos y visitas
de cumplido, de andar poniéndose el frac y el ramito en el ojal, de
saludos en la Castellana y bailes por todo lo fino; pero el asunto es
que iba, iba, iba, seguía yendo, arrastrado por una blanca mano cuya
piel suave le causaba mareos deliciosos..... Era una viuda, hermana de
la mujer de su primo, en cuya casa vivía; hermosa hembra de treinta y
tantos, dotada de ingenio, oro y blasones... Gabriel no había tenido
sino aventuras de alojamiento ó de días de salida en Segovia. Volvióse
loco, y un día, con la mente y la sangre caldeadas, habló de bodas, para
asegurar hasta el fin de la vida la dicha actual... Se le rieron
blandamente, y como insistió, le pusieron de patitas fuera del paraíso.
¡Qué crujida, Dios! Gabriel, al pensar en ella, se admiraba de su
juventud, de su sincera pasión y de sus románticos desvaríos. Lo de
menos era no dormir, no comer, sufrir abrasadora calentura, beber y
jugar para aturdirse.... ¿Pues no se le ocurrió cierta mañana mirar con
ojos foscos y extraviados un par de pistolas inglesas?... Aquello sí que
tuvo gracia! discurría hoy el hombre de pelo ralo acordándose de las
fogosidades del teniente...
El caso es que con el desengaño amoroso, se había vuelto más peñasco que
nunca. Por entonces, apartado ya del gran mundo y de sus pompas y
vanidades, sin que le quedase más rastro que los buenos modales
adquiridos, ese baño delicadísimo que sobre la corteza brusca del
tenientillo recién salido de la academia derrama el trato con damas y el
ingreso familiar en círculos selectos--baño permanente cuando se recibe
en la primera juventud--empezaron para Gabriel estudios libres que se
impuso á sí propio. Convencido de que podía beber bastante alcohol sin
emborracharse, y de que la embriaguez en él jamás era completa,
dejándole siempre cierta lucidez dolorosa; de que el _fatal tapete
verde_ no le divertía, y de que las mujeres, no queriéndolas mucho, le
eran casi indiferentes, se dió á la lectura por recurso, y en ella
encontró la deseada distracción, y la convalecencia de aquella herida al
parecer tan profunda, y que en realidad no pasaba de la epidermis.
Con los libros sí que se había emborrachado de veras. Eran obras de
filosofía alemana, unas traducidas al francés, otras en pésimo y bárbaro
castellano. Pero Gabriel, más reflexivo que artista, más sediento de
doctrina que de placer, no se entretenía con la forma; íbase al fondo, á
la médula. Las matemáticas del colegio le tenían divinamente preparado
para las peliagudas ascensiones de la metafísica y las generosas
quintesencias de la ética. Eran sus actuales estudios lo que el riego á
la planta tierna cuyas raíces penetran en terreno bien cultivado y
removido ya. La inteligencia de Gabriel se abría, comprendiendo períodos
enrevesados y diabólicos, y lisonjeaba su orgullo el que los demás
afirmasen no poder entender semejante monserga. Sus nuevas aficiones le
pusieron en contacto con muchos jóvenes, prosélitos de la entonces
flamante y boyante escuela krausista. Y resolvió que él era kantiano á
puño cerrado, pero sin aplicar el método critico del maestro, como
entonces se decía, más que á las cosas de _la ciencia_; para las de _la
vida_ se agarró con dientes y uñas á la ética de Krause. No sólo renegó
de las aventuras, los naipes y el absintio, sino que empezó á aquilatar
con más que monjiles escrúpulos la trascendencia y móvil de sus menores
actos, á tener por grave delito el asistir á una corrida de toros ó á un
baile de máscaras. Ponía cuidado especial en que no saliese de sus
labios ni siquiera una mentira oficiosa, en no defraudar á nadie, en
vivir de tal manera que sus acciones fuesen claras como el agua,
honradas y serias... ¡La seriedad sobre todo!... Por las noches hacía
examen de conciencia; por las mañanas elevaba, al despertarse, el
pensamiento á Dios--al Dios impersonal y sin entrañas! Reprimidos los
impulsos y ardores juveniles por la especie de fiebre filosófica que le
abrasaba dulcemente el cerebro, sentía en las iglesias, á donde asistía
con frecuencia suma, impulsos místicos, ternuras inexplicables, ganas de
llorar, y entonces se creía _íntimo con el sér_...
¿Cuánto había durado? ¿Cuánto? Las cosas políticas se encrespan; la
demagogia y el cantonalismo escupen fuego y sangre; los carlistas
medran, pululan, brotan por todas partes con armamento y municiones;
Castelar llama á los artilleros; Gabriel duda, recela, se alarma ante la
perspectiva de verter sangre humana; por fin sus nuevas ideas liberales
y una carta de su padre le deciden; va otra vez al Norte. Rodéanle sus
antiguos amigos; en la maleta del teniente vienen sin duda la
_Analítica_, la _Crítica del juicio_, la _Crítica de la razón pura_, la
_Teoría de lo infinito_; pero á la primer marcha forzada, á la primer
bocanada de aire montañés, al primer encuentro, á la primer tertulia en
la tienda de campaña, parécele que entre él y los maestros de su
entendimiento se interpone una muralla, un velo oscuro, y que en su alma
se derrumba, sin saber cómo, un edificio vasto. Y con el bienestar
físico que producen el ejercicio y la actividad después de una vida
contemplativa y sedentaria; y la reacción violenta, propia de los
temperamentos nerviosos y los caracteres impresionables, á los pocos
días el teniente no se acuerda de Kant, da al diablo los _Mandamientos
de la humanidad_, y muy á gusto se deja arrastrar á las distracciones
del compañerismo, á los lances de la campaña y los episodios de
alojamiento. La guerra se hace ya con más empuje, en vista del
desaliento y merma de las fuerzas carlistas: Gabriel bate el cobre con
fe, persuadido de que el orden y la libertad están en las negras
entrañas de los cañones de su batería; fraterniza con bandidos
contra-guerrilleros, lee con afán los periódicos políticos, vive de
acción y de lucha, y todas las mañanas se levanta determinado á salvar
á España... España le había dado en cambio la efectividad de capitán.
Mas el golpe de Estado de Pavía y luego la proclamación de don Alfonso,
que tanto alegraron á todo el noble cuerpo, le cortaron las alas del
espíritu á Gabriel Pardo, que era republicano teórico y andaba entonces
vuelto tarumba por un orden de cosas muy recto y sensato, al modo sajón.
Al otro día de recibir el grado de comandante, viendo la guerra próxima
á su fin, desilusionado más que nunca y sin gusto para pelear, recordaba
haber tomado el camino de la corte.
¡Qué vida tan sosa al principio la suya! Mal visto entre sus compañeros
á causa de sus opiniones políticas; sin trato con sus antiguas
relaciones; sin ánimos para volver á sepultarse en los libros de
metafísica que eran hoy para él lo que la envoltura de la oruga cuando
ya voló la mariposa, sintió de repente, convirtiendo los ojos hacia sí
mismo, que no le quedaba en lo más íntimo sino descreimiento y
cansancio. Quién ó qué le había demostrado la inanidad de sus
filosofías? Nadie. La fe no se destruye con razones: es error imaginar
que hay argucia que eche abajo un sentimiento. La fe es como el
amor--bien lo advertía Gabriel.
¿Hay en el mundo del pensamiento algún asidero firme?--discurrió
entonces. Casualmente empezaban las corrientes positivistas: hablábase
de realidades científicas, de doctrinas basadas en hechos de
experimentalismo. El comandante se propuso estudiar á fondo alguna
ciencia, como se estudian las cosas para saberlas de verdad, y adquirir
la suspirada certeza. Tenía un amigo, ex-profesor de geología en la
Universidad, de donde le expulsara el decreto de Orovio. Se puso bajo su
dirección, y consagró seis horas diarias á trabajos de pormenor. Hacía
unos cortes en las piedras y luego se desojaba mirándolos al
microscopio. Se cansó á cosa de medio año. La certeza consabida, por las
nubes. Encontraba relaciones lógicas y armoniosas entre lo creado, leyes
impuestas á la materia por voluntad al parecer inteligente, dependencia
y conexión en los fenómenos; pero el enigma seguía, el misterio no se
disipaba, la sustancia no parecía, la cantidad de _incognoscible_ era la
misma siempre. Gabriel tenía sobrada imaginación para sujetarse á la
severa disciplina científica sin esperanza ni objeto, y fueron
disminuyendo sus visitas al laboratorio de su amigo. ¿Y no había otra
razón?.... Pues, á decir verdad....
Muy aficionado á la música, Gabriel estaba abonado á una butaca del
Real--tercer turno. Resplandecía el regio coliseo con la animación que
le prestaba la buena sociedad ya completa y la restaurada monarquía: y,
más que teatro, parecía elegante salón cuajado de beldades. Al lado de
Gabriel sentábanse un machucho brigadier de artillería y su joven
esposa, deidad murciana, de árabes ojos, que á cada acorde de la música,
ó á cada nota de los amorosos dúos, se posaban en los del comandante,
deteniéndose un poco más de lo necesario. El brigadier, fumador
empedernido, no recelaba salir en los entreactos dejando á su esposa
bajo la salvaguardia del subalterno. ¡Bendito señor, pensaba Gabriel, y
cómo lo hizo Dios de confiado! Á lo mejor el brigadier fué destinado á
Filipinas, y partió llevándose á su cara mitad. Gabriel, medio loco,
según su costumbre en casos tales, habló de pedir el traslado... la
hermosa brigadiera se negó, afirmando que su marido ya tenía sospechas,
que el viaje era celosa precaución, y que si se encontraba con el
comandante llovido del cielo en Manila, habría la de Dios es Cristo. Y
el enamorado la vió partir sin que nublase aquellos ojazos de terciopelo
la humedad más leve... No, lo que es de esta vez, el comandante no hacía
memoria de haber pensado en suicidios, pero cayó en misantropía amarga,
rabiosa y prolongadísima que paró en un ataque de ictericia de los de
padre y muy señor mío. Destinado á Barcelona... ¡qué temporada la que
pasó en la ciudad condal! ¿Cómo es posible aburrirse tanto y quedar con
vida? A enfrascarse otra vez en los libros: no de filosofía ya, sino de
ciencia militar, estudiando las propiedades formidables de las materias
explosivas que nuestro siglo refina y concentra á cada paso, lo mismo
que si el objeto supremo de tanto adelanto, de tanto progreso, fuese una
conflagración universal. A leerse cuanto encontró sobre el asunto en
revistas alemanas é inglesas, encargando obras especiales, y escribiendo
dos ó tres artículos en que lo resumía y exponía con bastante claridad,
publicados en los periódicos y que le valieron ser citado como una
gloria del cuerpo. Por más señas que entonces fué cuando se le chamuscó
la cara probando pólvora, y se le metieron unos cuantos granos en la
mejilla. Ocurrióle la idea de gestionar que le diesen una comisión para
el extranjero; la consiguió, viajó por Francia, Alemania, Inglaterra,
países que él creía cifra y compendio de la civilización posible. Al
pronto, impresión pesimista: Francia era una gran tienda de modas,
Alemania un vasto cuartel, Inglaterra un país de egoístas brutales y de
hipócritas noños. Pero al regresar á España, al notar el dulce temblor
que sólo las almas de cántaro pueden no sentir en el punto de hollar
otra vez tierra patria, mudó de opinión sin saber por qué: echó de menos
el oxigenado aire francés, y le pareció entrar en una casa venida á
menos, en una comarca semi-salvaje, donde era postiza y exótica y
prestada la exigua cultura, los adelantos y la forma del vivir moderno,
donde el tren corría más triste y lánguido, donde la gente echaba de sí
tufo de grosería y miseria... Al acercarse á Madrid y atravesar los
páramos que lo rodean, al subir por la cuesta de Areneros, al ver las
calles estrechas, torcidas, mal empedradas, el desanimado comercio, al
oir el canturrear de los ciegos y el pregón de la lotería, pensó
encontrarse en uno de esos prehistóricos poblachones de Castilla,
fosilizados desde el tiempo de los moros... Madrid! Ese era Madrid...
esa era España... la España santa de sus ensueños de adolescente!
Empezó á hablar, mejor dicho, á perorar donde quiera que encontraba
auditorio, proponiendo una campaña activísima, especie de coalición de
todos los elementos intelectuales del país, á fin de civilizarlo é
impulsarlo hacia senderos donde no quería el muy remolón sentar el
pie... Un día, en el Centro militar, al caer la tarde, Gabriel
sorprendió un diálogo de sofá á butaca.
--¿Y el comandante Pardo?--preguntaba el sofá.--¿Le ha visto usted desde
que ha llegado de su excursión por tierras de extrangis?
--Ayer me le encontré en la Carrera...--respondía la butaca.
--¿Y qué cuenta? ¿Viene entusiasmado?
--¿Entusiasmado? Decidido á que crucen por doquier caminos y canales.
Siempre dije yo que se guillaba; pero ahora, me ratifico. Sonámbulo.
Chifladísimo.
--De remate--confirmó el sofá.
No hizo falta más para que el gran reformador entrase á cuentas consigo
mismo.--¿Será cierto, Gabriel? ¿Serás tú un chiflado, un badulaque que
se mete á arreglar lo que no entiende, que todo lo intenta y de todo se
cansa, y que se acerca ya á la madurez sin encontrar ancla donde amarrar
el bajel de la vida? Soldadito de papel, ¿cuántos caballos te han matado
ya? Pero, ¿es culpa tuya si esos caballos no los montas frescos, sino
rendidos y exánimes? ¿Has pedido tú tantas gollerías? Verbigracia: ¿qué
le pediste al amor? Sinceridad y firmeza: qué diantre! tú ibas derecho
al término de la pasión, que se sobrepone y debe sobreponerse á
intereses mezquinos... Y á la filosofía, á la ciencia? Certidumbre: una
regla moral para seguirla, un Dios en quien creer, á quien elevar el
alma. Y al uniforme que vistes, y á la patria á quien sirves, y á las
convicciones políticas que profesas? Un ideal á quien sacrificar todas
las energías, todo el calor que te sobraba... ¡Vive Dios! Que á cada
cosa le pedías tú lo justo, lo que puede y debe contener, y nada más.
¿Es culpa tuya si el amor es distracción frívola, la ciencia nombre
pomposo que disfraza nuestra ignorancia trascendental y la política
farsa más triste y vil que toda?
Al llegar á esta parte de sus recuerdos autobiográficos, alzó Gabriel la
vista al cielo, como buscando huellas del poder augusto que rige nuestro
destino terrestre. Y eso que él sabía que aquel gran espacio oscuro que
le envolvía por todas partes no era más que el firmamento astronómico,
con sus millares de millares de soles, de planetas, de mundos chicos y
grandes...
¿Tendrán razón los que creen que andan las almas viajando por
ahí?--pensaba, al acordarse de la muerte de su padre. Por cierto que no
la había sentido con la misma fuerza que la de su hermana, porque
Gabriel y don Manuel Pardo eran naturalezas que no simpatizaban:
pertenecían á dos generaciones muy diversas, y en realidad no se
entendían; con todo, vino el dolor natural y justo, pues siempre hace
su oficio la sangre. Bastante abatido llegó Gabriel á Santiago... Y
apenas hubo puesto el pie en el caserón solariego--ya suyo,--de los
envejecidos muebles, de los cuadros cuyo asunto tenía clavado en la
memoria, de las cortinas de apagado color, de los rincones familiares,
se alzó radiante, amorosa, poetizada por la muerte y la distancia, la
imagen, no de su padre, sino de su hermana Marcelina, la _mamita_, la
única mujer que con desinteresado amor le había querido; y aquellas
lágrimas que un día lloró el alumno, el mancebo colegial, subieron ahora
más que á los párpados, al corazón de Gabriel, derramándose en benéfico
rocío. Recorrió toda la casa: buscaba en ella no sé qué; tal vez un
fantasma--el del tiempo pasado! El caserón estaba solitario, triste, sin
otros moradores que una criada antigua, cuyas perezosas chancletas, así
como el hálito de un cascado reloj de pared, era lo único que pugnaba
con el alto silencio de los salones y corredores vacíos. Ninguna de las
tres hermanas que tenía vivas Gabriel había acudido allí para
acompañarle: todas estaban casadas, la menor mal, con un estudiante de
medicina, hoy médico de un partido; la otra con un hidalgo rico de la
montaña; la mayor con un ingeniero andaluz, con quien residía en una
provincia distante. Gabriel escudriñaba todas las habitaciones, tocaba
con una especie de devoción y de pueril curiosidad los objetos que por
allí andaban diseminados. En el que fué cuarto de su _mamita_ encontró
detrás del tocador horquillas, una caja de polvos, un alfiler grueso: lo
manoseó todo: probablemente sería _de ella_. Sobre la cabecera del
difunto don Manuel campeaba un ramo de pensamientos trabajado en pelo
negro, encerrado en un marco de madera oscura: abajo decía en letrita
cursiva y muy regarabateada: _Nucha á su querido papá_. Gabriel pegó los
labios al cristal, besando religiosa y lentamente la reliquia. Después
se dejó caer en una butaca que tenía los muelles rotos, vencidos del
enorme peso de don Manuel Pardo de la Lage, y sus meditaciones tomaron
un giro inusitado.
¿Cómo no se le habría ocurrido antes? ¿Por qué, hasta que circunstancias
fortuitas le arrojaron al hogar viejo, no le cruzó por las mientes idea
tan sencilla... perogrullada semejante? ¿Es posible que se pase un
hombre la vida con la linterna de Diógenes en la mano, buscando sendas y
probando derroteros, cuando la felicidad le está prevenida en el
cumplimiento de la ley natural? La esposa, el hijo, la familia; arca
santa donde se salva del diluvio toda fe; Jordán en que se regenera y
purifica el alma.
Varias veces había notado don Gabriel la irresistible tendencia de su
imaginación viva, ardorosa y plástica, á construir, con la vista de un
objeto, sobre la base de una palabra, un poema entero, un sistema, una
teoría vasta y universal, llegando siempre á las últimas y extremas
consecuencias: propensión que le explicaba fácilmente los muchos
desengaños sufridos y aquello que llamaba él _caérsele muertos los
caballos_. Le sucedía también que la experiencia no le enseñaba á
cautelar, y cada nueva construcción la emprendía con igual lujo y
derroche de ilusiones y esperanzas. En la vieja poltrona paterna, ante
la cama de dorado copete donde tal vez había venido al mundo, comenzó á
edificar un palacio conyugal, sintiendo el tiempo perdido y lamentando
no haber caído antes en la cuenta de que todo sujeto válido, todo
individuo sano é inteligente, con mediano caudal, buena carrera é
hidalgo nombre, está muy obligado á _crear una familia_, ayudando á
preparar así la nueva generación que ha de sustituir á ésta tan
exhausta, tan sin conciencia ni generosos propósitos.
--Yo no soy un chiflado--pensaba don Gabriel, respirando sin percibirlo
por la herida.--Yo soy víctima de mi época y del estado de mi nación, ni
más ni menos. Y nuestro destino corre parejas. Los mismos desencantos
hemos sufrido; iguales caminos hemos emprendido, y las mismas esperanzas
quiméricas nos han agitado. ¿Fué estéril todo? ¿Hemos perdido malamente
el tiempo? ¿Sentenciados vivimos á no producir ni fundar cosa alguna?
Cansados, sí, porque el cansancio sigue á la lucha; pero ¿no hemos
aprendido, ni progresado nada? Yo, sin ir más lejos, ¿soy el mismo que
cuando salí del colegio? ¿No ha ganado algo mi educación externa desde
qué frecuenté el gran mundo? El suceso de mis amoríos malogrados ¿no me
curó y preservó de ilícitos y torpes devaneos? Aquellos libros que no me
dieron la certeza, ¿por ventura no me cultivaron y ensancharon el
entendimiento, no me hicieron más recto, más tolerante y más reflexivo?
Mis sueños de gloria militar, mis rachas políticas, ¿no sirven, cuando
menos, para probarme á mí mismo que aspiro á algo superior, que me
intereso por mi raza y por mi patria, que siento y que vivo? No,
Gabriel, lo que es de eso no hay por qué arrepentirse. Y á no ser por
tus años de peregrinación y aprendizaje, ¿valdrías hoy para fundar casa,
para contribuir en la medida de tus fuerzas á la regeneración de la
sociedad y á la depuración de las costumbres... para formar á tus
hijos... ¡si Dios...!
Cuando el nombre divino surgía, ya que no de los labios, del espíritu
del comandante, iba el crepúsculo lento de una tarde del mes de Mayo
difuminando los objetos y haciendo más melancólica la soledad del vacío
dormitorio paternal. Sintió Gabriel que el corazón se le llenaba de
ternura, y no sabiendo cómo desahogarla, llamó cariñosamente á la
decrépita servidora, y en tono festivo, en voz casi humilde, pidióle que
trajese luz.
Así que la bujía quedó colocada sobre la cómoda de su padre, fijáronse
los ojos de Gabriel en el antiguo mueble, muy distinto de los que hoy se
construyen. La cubierta hacía declive, y recordaba Gabriel que al
abrirse formaba un escritorio, descubriendo una especie de templete con
columnas, y múltiples cajoncitos adornados de raras herrajes, que
ocultaban _secretos_. ¡Secretos! De niño, esta palabra le infundía
curiosidad rabiosa y una especie de terror... ¡Secretos! Sonrióse, sacó
del bolsillo un llavero, probó varias llavecicas.... Una servía.... Cayó
la cubierta, y los dedos impacientes de Gabriel empezaron á escudriñar
los famosos _secretos_ de la cómoda, cual si en ellos se encerrase algún
escondido tesoro... Los buenos de los secretos no tenían mucho de tales,
y cualquier ratero, por torpe que fuese, lograría como Gabriel hacer
girar sobre su base las dos columnas del templete, y poner patente el
hueco que existía detrás. Calle... pues había algo allí. Rollos de
dinero.... Los deshizo: eran moneditas de premio, Carlos terceros y
cuartos, guardados sin duda por su padre para evitarles la ignominia de
la refundición... Y allá, en el fondo, muy en el fondo, un papel
amarillento ya por las dobleces, atado con una sedita negra...
Maquinalmente lo cogió, lo abrió, rompió la sedita. Cayó una sortija de
oro con perlas menudas, y vió Gabriel, cuyo corazón literalmente
brincaba contra la carne del pecho, que el papel era una carta, escrita
con tinta ya descolorida, y letra no muy suelta. Sus ojos, vidriados por
un velo de humedad, leyeron casi de una ojeada:--«Querido papá, felicito
á usted los días; sabe Dios quien vivirá el año que viene; hágame el
favor, si me empeoro, de darle á mi hermano Gabriel la sortijita
adjunta, y que mucho me acuerdo de él y le quiero; que si yo llego á
faltar, ahí queda mi niña. Usted y él no dejarán de mirar por ella:
moriré tranquila confiando en eso...»--Una lágrima, una verdadera
lágrima, redonda y rápida en su curso, se precipitó sobre la firma--«Su
amante hija, Marcelina Pardo.»
El comandante apoyó el papel contra los ojos al esconder la cara en las
manos, y se reclinó en la cómoda, vencido por uno de esos terremotos del
corazón que modifican las actitudes y las elevan á la altura trágica sin
que lo advirtamos nosotros mismos... Pasados quince minutos, alzó la
frente, con una firme resolución y una promesa.
La misma que repetía ahora á la majestuosa noche.
IX
Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su
huésped, que al día siguiente quiso entrarle en persona el chocolate,
varios periódicos, un mazo de tolerables regalías y una calderetilla con
agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco
encontrar á don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador!
¡Y en ayunas! ¿Qué tal el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en
la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel dijo que sí, que lo
prefería.
Razón llevaba en ello, porque la mañanita estaba fresca, el azahar
trascendía á gloria, y sobre la rústica mesilla de piedra encandilaba
los ojos y excitaba el paladar la vista de la bandeja con el pocillo de
Caracas, la pella de manteca recién batida, que aún rezumaba suero, el
vaso de agua serenada en el pozo, el pan de dorada corteza y las
lengüetas rubias de los bizcochos finamente espolvoreados de azúcar.
--Su señora de usted es una gran ama de casa--observó jovialmente don
Gabriel al sorber el último residuo del aromático chocolate.--Nos trata
á cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que se come en el campo, y
qué bien sabe todo. Parece que se le quitan á uno diez años de encima.
Con efecto, fuese por obra del campo ó por otras causas, semejaba
remozado el huésped de Juncal.
--¿Usted quiere ir esta tarde á casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No
sería mejor descansar otro diita en mi choza?
--Me urge, amigo Juncal. Pero si usted por esa ojeriza que profesa al
clero no quiere acompañarme...--murmuró don Gabriel risueño, limpiándose
los bigotes con encarnizamiento, á fuer de hombre pulcro.
--¿Quién? ¿yo? ¿á casa del cura de Ulloa? ¡Por vida del chápiro verde!
Si todos fuesen como ese... me parece que acabaría por volverme beato.
--No todos pueden ser iguales, señor don Máximo, usted bien lo sabe.
--Mire usted, natural sería que el clero... Digo, creo que les tocaba
dar ejemplo á los demás.
--El clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos. No estamos ahora
en los primeros siglos del cristianismo--replicó con cierta malicia
discreta don Gabriel mirando á Juncal que echaba lumbres con un eslabón
para darle mecha encendida, pues á causa del viento y de las caminatas,
el médico había proscrito los fósforos.
--Ríase usted de cuentos... Bien gordos y repolludos andan los tales
parrocetáceos--refunfuñó Máximo empleando el vocabulario peculiar del
_Motín_--á cuenta de nuestra bobería... Más tocino tiene el Arcipreste
encima de su alma, que siete puercos cebados.
--Pues en realidad, la profesión es de las menos lucrativas que hoy se
pueden seguir. ¿Por ambición, quién diablos va á hacerse clérigo? Amigo,
seamos razonables. Antaño, decir canónigo era decir hombre de vida
regalona y riñón cubierto; hogaño el canónigo á quien le alcanza el
sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por
dichoso. Un cura de aldea es un pobre de solemnidad: cuando más, llegará
á donde llegue un labriego acomodado: á tener la despensa regularmente
abastecida; y eso, para un hombre que recibió cierta instrucción y tiene
por consecuencia necesidades que no tiene el labriego.... ya usted
ve.... Esto lo sabrá usted mejor que yo, porque hasta ahora mi carrera
me mantuvo alejado de Galicia.
--¿Es usted artillero, señor don Gabriel?
--Para servir á usted.
--Por muchísimos años. ¿Grado?
--Comandante efectivo. Hoy excedente, á petición mía. Convénzase usted:
al clero no le podemos exigir tantas cosas.
--Pero usted también sabe de sobra... ¿porque usted habrá viajado? ¿eh?
--Sí, he estado algún tiempo en el extranjero.
--En otras partes, la ilustración, la moralidad...
--Moralidad... Sí... Pero el hombre es hombre en todas partes. El clero
protestante, en Inglaterra por ejemplo, alardea de muy moral; sólo que
un vicario protestante, en resumidas cuentas, es un hombre casado, un
empleado con buen sueldo y respetadísimo; ¿qué ha de hacer? ¿Tendría
usted disculpa si incurriese en algún desliz, amigo Juncal, con esa
bella, complaciente y hacendosa mitad, y esta dorada medianía que goza?
Y además toma usted un chocolate... ¡Cuántas veces habrá usted echado
en cara á los frailes la afición á chocolatear! ¡Pues lo que es usted...
no se descuida!
Dijo esto don Gabriel golpeando familiarmente en el hombro del médico,
porque veía á éste colgado de su boca y oyéndole como á un oráculo, y no
quería poner cátedra. Sucedíale á veces avergonzarse del calor que
involuntariamente tenían sus palabras al discutir ó afirmar, y para
disimularlo recurría á la ironía y á la broma. Juncal se extasiaba
encontrando tanta sencillez y llaneza en aquel hombre cuya superioridad
intelectual, social y hasta psíquica le había subyugado desde el primer
instante.
--Vamos--pensaba para su capote,--que aunque fuese mi hermano no estaría
más contento de tenerle aquí. Y todo cuanto dice me convence... No sé
disputar con él, ¡qué rábano!--Echóse el sombrero atrás con un
papirotazo del dedo cordial sobre la yema del pulgar, ademán muy suyo
cuando quería explicar detenidamente alguna cosa, y añadió:--Mire
usted, así que conozca al cura de Ulloa y le compare con los demás... Se
quita la camisa por dársela á los pobres: no alza los ojos del suelo:
dicen que hasta trae cilicio... Apenas quiere cobrar á los feligreses ni
oblata, ni derechos, ni nada, y su criado (porque ese no entiende de
amas ni de bellaquerías) está que trina, como que les falta á veces
hasta para arrimar el puchero á la lumbre.
--Bien, ese ya es un santo--repuso Gabriel.--¡Si abundase tal género,
qué mayor milagro! Pero en general, ¿qué va usted á exigirle, señor don
Máximo, á una clase tan mal retribuída? ¿Que instrucción, dice usted?
¿Sabe usted lo que cuesta la carrera de un seminarista? Una futesa,
porque si costase mucho, la Iglesia no podría sostenerlos...
Instrucción! ¿Dónde se recluta la clase sacerdotal? Entre los labriegos
ó los muchachos más pobres de las poblaciones. La clase media, que es la
cantera de que se extraen hoy los sabios, buena gana tiene de enviar al
seminario sus hijos.... Los manda á las universidades, y de allí, si
puede, al Parlamento, caminito del Ministerio, ó al menos del destino
pingüe...... En las clases altas, por milagro aparece una vocación al
sacerdocio: ¡los tiempos no son de fe! La aristocracia es devota, mas no
lo bastante para producir otro duque de Gandía. Y los pocos que se
inclinan á la Iglesia, van á las órdenes, en particular á los jesuítas.
Así y todo, nuestro episcopado, señor de Juncal, le aseguro á usted que
compite con cualquiera de Europa, en luces y en piedad... Y nuestro
clero parroquial, aunque algo atrasado y díscolo, posee virtudes y
cualidades que no son de despreciar.
--Es usted...--preguntó Juncal con la cara más afligida del mundo--es
usted.... neocatólico, por lo visto.
--No, nada de eso--respondió apaciblemente Gabriel.--Soy, platónicamente
hablando, avanzadísimo; tengo ideas mucho más disolventes que las de
usted solamente... Pero ¡qué limoneros tan hermosos!
Tomó una rama y respiró con delicia los cálices blancos, de pétalos
duros como la cuajada cera.
--Estoy encantado con mi tierra, don Máximo... Es de los países más
poéticos y hermosos que se pueden soñar. Yo no conocía ni esa parte de
Vigo, tan pintoresca, tan amena, ni esto de aquí; y lo poco que ya he
visto, me seduce... El suelo y el cielo, una delicia; el entresuelo...
gente amable y cariñosa hasta lo sumo; las mujeres parece que le
arrullan á uno en vez de hablarle.
--¿Mecha otra vez?
--Gracias, no fumo más. ¿Vamos á saludar á la señora? Aún no le hemos
dado los buenos días.
--Catalina apreciará tanto... Pero á estas horas.... _va en_ el molino,
de seguro. Así que alistó el chocolate, le faltó tiempo para recrearse
con aquel barullo de dos mil diablos que arman las parroquianas...
Una mariposilla blanca, la vanesa de las coles que abundaban por allí,
vino revoloteando á posarse en el sombrero de Juncal. Don Gabriel
tendió los dedos índice y pulgar entreabiertos, para asirla de las alas.
La mariposa, como si olfatease aquellos amenazadores dedos, voló con
gran rapidez, muy alto, entre la radiante serenidad matutina. Don
Gabriel la siguió con los ojos estirando el pescuezo, y el médico reparó
en lo bien cuidada (sin afeminación) que traía la barba el comandante.
Cada pormenor acrecentaba la simpatía en el médico, que estancado en la
cultura de los años universitarios, arrinconado en un poblachón,
olvidado ya, á fuerza de bienestar material y de pereza mental, de sus
antiguas lecturas científicas, y sus grandes teorías higiénicas,
conservaba no obstante la facultad de respetar y admirar, en un grado
casi supersticioso, cuando veía en alguien la plenitud de circulación y
el oxígeno intelectual que él había ido perdiendo poco á poco. Además,
¡era tan cortés, resuelto, despejado y afable aquel señor!
Gabriel permanecía con los ojos medio guiñados, como cuando seguimos un
objeto distante. Sin embargo, la mariposa había desaparecido hacía
tiempo. El artillero se volvió de repente.
--Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente á varias
preguntas que tengo que hacerle?
--Señor de Pardo, por Dios... Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda
servir....
--Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que
usted me hace de él, temo... ¿cómo diré?... temo que sea uno de esos
seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que no le sacan á uno de
dudas... y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal á la
gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más
enérgicamente con la cabeza el médico, murmurando--por ahí--por ahí!)
Usted es un hombre inteligente y honrado, Juncal...
Ruborizóse éste como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta
por las sienes, y con algo atragantado en la nuez, murmuró:
--Honrado... eso sí... Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto
como el que más.
--Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto
de casarme...
Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.
--....Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.
--La señorita de Moscoso?--exclamó el médico apenas repuesto de la
sorpresa.--¿Qué me dice, don Gabriel? La señorita Manolita? No sabía ni
lo menos!
--Ya lo creo--repuso Gabriel soltando la risa.--Como que tampoco lo
sabía yo mismo pocos días hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la
primera persona á quien se lo cuento.
Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro
satisfecho, trató de formular varias preguntas, que Gabriel atajó
adelantándose á ellas.
--Diré á usted, para que comprenda mi propósito, que la persona á quien
más quise yo en el mundo fué mi pobre hermana Marcelina, la que casó con
don Pedro Moscoso; y si hay cielo--aquí le tembló un poco la voz á don
Gabriel--allí debe estar pidiendo por mí, porque fué una... már... una
santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre
falleció. Yo me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos
ni lazos que me aten, con regular hacienda y deseoso del calor de una
familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío... no está
autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le
repugno á mi sobrina y quiere ser mi mujer... Estoy determinado á
casarme cuanto antes.
Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió
vagamente, cual si hablase consigo mismo:
--En efecto.... no hay duda que.... Realmente, ¿quién mejor? La verdad
es...
Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se
dilataba dulcemente con la confidencia, y se le ocurría que por la
serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso, columpiado en el
espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición
popular cree nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz
del día hacía centellear en ellos filamentos de derretido oro. Se había
guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como suelen los
miopes cuando la claridad les deslumbra.
--Francamente, Juncal, no conozco á mi sobrina Manuela ni sé.... ¿Cómo
es?
--El retrato de su difunta madre, que esté en gloria--respondió muy
cristianamente el tremendo clerófobo Juncal.
--¡De su madre!--repitió el artillero extasiado.
--Pero más buena moza, no despreciando á la pobre señorita... La madre
era... algo bisoja y delgada... Esta mira derecho, y tiene unos ojazos
como moras maduras.... Alta, carnes apretaditas, morena con tanto andar
al sol... buenas trenzas de pelo negro... y bien constituída. No
digamos que sea una chica hermosísima, porque no tiene las
_perfecciones_ allá hechas á torno; pero puede campar en cualquier
parte... Vaya si puede.
--Si se parece á Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.
--Y á usted se parece también, no se ría, señor de Pardo... Ya sabe que
á usted lo saqué yo ayer en el coche, por su hermana.
--Siempre hay eso que se llama aire de familia... Don Máximo, mire usted
que aún no he empezado, como quien dice, á preguntar lo que quiero
saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted lo será conmigo?
--No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.
--Diga usted. Mi cuñado...
X
Juncal terminó la semblanza y biografía de don Pedro Moscoso y Pardo de
la Lage, conocido por marqués de Ulloa, con las siguientes filosóficas
reflexiones:
--No todos sus defectos hay que imputárselos á él, sino (hablemos claro)
á la crianza empecatada que le dieron... Sería mejor que se educase él
solito ó con los perros y las liebres, que en poder de aquel tutor tan
animal, Dios me perdone... y tan listo para sus conveniencias... Y se
llamaba como usted, don Gabriel!
El comandante sonrió.
--Maldito lo que se parecen... Como iba diciendo, yo, hace años, muchos
años, que no pongo los pies en los Pazos de Ulloa; desde aquellas
elecciones dichosas en que anduve contra don Pedro... porque lo primero
de todo son las ideas y los principios, ¿verdad, don Gabriel?
--Sin duda, sobre todo cuando uno los ha pesado y examinado y está
seguro de su bondad--respondió el artillero.
--Tiene usted razón... á veces se calienta la cabeza, y hace uno
disparates... pero en fin, yo soy liberal desde que nací, y en vez de
enfriar con los años, me exalto más.
--¿Dice usted que no va usted por allí? ¿Cómo anda de salud... mi
cuñado?
--Regular... está muy grueso y padece bastante de la gota, como el
difunto tío, por lo cual dicen que gasta muy mal humor, y que ha perdido
la agilidad, de manera es que no puede salir á caza como antes.
--Y... acuérdese usted de que me ha prometido ser franco! ¿Y... esa
mujer que tiene en casa?
--Mire usted, como yo no voy por allí... con repetirle lo que se
cuenta... y unos hablan de un modo y otros de otro; pero yo me atendré á
lo que dicen los más formales y los que acostumbran ir á los Pazos.
Usted ya sabe que tal mujer estaba en la casa antes de casarse su señor
cuñado; enredados los dos, por supuesto, y el padre siendo el verdadero
mayordomo y en realidad el dueño de la casa, aunque por _plataforma_
trajeron allí al infeliz del cura de Ulloa, que no sirve para el caso...
Había un chiquillo precioso, y pasaba por hijo del marqués. Pero resultó
que después de la boda de don Pedro, la muchacha por su parte se empeñó
en casarse con un paisano de quien estaba enamoradísima, y á quien le
colgó, ¿usted se entera? el milagro del rapaz. Este paisano, que ahora
anda hecho un caballero, siempre de tiros largos, se llama el _Gallo_ de
apodo, y nadie le conoce sino por el apodo ó por el _Gaitero de Naya_,
porque lo fué; y el remoquete de _Gallo_ se lo pusieron sin duda por lo
bien plantado y arrogante mozo, que lo es, mejorando lo presente. Un
poco antes mataron al padre de la muchacha...
--¿No le asesinaron por una cuestión electoral?
--Justo.... Según eso está usted en autos?
--Uno que venía conmigo en la berlina... el Arcipreste no... el otro...
--_¿Trampeta?_
--Pequeño, vivaracho, entrecano...
--El mismo. Pues le contó verdad. Al gran pillastre de Primitivo me lo
despabilaron de un trabucazo, en venganza de que los había vendido á
última hora, tanto que les hizo perder la elección (Juncal bajó la voz
involuntariamente). Ve usted aquellas tapias, pasadas las primeras...
donde asoman las ramas de un cerezo con fruta? Pues son las del huerto
de Barbacana, el cacique más temible que hubo en el país... Dicen que
ese ordenó la ejecución, aunque el verdugo fué una especie de
facineroso que anda siempre á salto de mata, de aquí á Portugal y de
Portugal aquí...
Gabriel meditaba, sepultando la quijada en el pecho. Luego se caló
distraidamente los quevedos.
--Así somos, amigo Juncal... Un país imposible, en ese terreno sobre
todo. Antes que aquí se formen costumbres en armonía con el
constitucionalismo, tiene que ir una poca de agua á su molino de
usted... Decía cierto hombre político que el sistema parlamentario era
una cosa excelente, que nos había de hacer felices dentro de setecientos
años... Yo entiendo que se quedó corto. Al caso; dígame todo lo
concerniente á la historia...
--Hoy en día, á Barbacana ya lo llevan acorralado, y se cree que trata
de levantar la casa é irse á morir en paz á Orense... Porque va viejo, y
no le dejan respirar sus enemigos. El que vino con usted, Trampeta, con
el aquel de protegido de Sagasta, es ahora quien sierra de arriba... En
fin, todo ello para nuestro cuento importa un comino. Así que mataron
al padre, la muchacha se casó con su Gallo, y cuando se creía que el
marqués los iba á echar con cajas destempladas, resulta que se quedan en
la casa, ellos y el rapaz, y que está su señor cuñado contentísimo con
tal muñeco... Esto fué antes, muy poco antes de morir la señorita su
hermana...
Gabriel suspiró, juntando rápidamente el entrecejo.
--No había quedado nada fuerte desde el nacimiento de la niña: yo la
asistí, y necesité echar mano de todos los recursos de la ciencia para
que...
--¿Usted asistió á mi hermana?--exclamó el artillero, cuyos ojos
destellaron simpatía, casi ternura, humedeciéndose con esa humedad que
es como el primer vaho de una lágrima antes de subir á empañar la
pupila.
--Entonces, sí señor; que después, como dije á usted, el marqués hizo
punto en no volverme á llamar... La pobre señora se quedó, según dicen,
como un pajarito; se le atravesaron unas flemas en la garganta...
Los ojos de Gabriel, ya secos, ardientes y escrutadores, se posaron en
Juncal.
--Don Máximo, cree usted en su conciencia que mi hermana murió de muerte
natural?--pronunció con tal acento, que el médico tartamudeaba al
contestar:
--Sí señor... sí señor! sí señor! Puedo atestiguarlo con solo una vez
que la ví en la feria de Vilamorta, donde estaba comprando no sé qué,
allá unos seis meses antes de la desgracia. La fallé y dije (puede usted
creerme como estamos aquí y Dios en el cielo):--No dura medio
año esta señorita.--(Pasóse Gabriel la mano por la frente). Don
Gabriel--prosiguió el médico,--¿qué le hemos de hacer? Su hermana era
delicada; necesitaba algodones; encontró tojos y espinas... De todas las
maneras, ella siempre fué poquita cosa... Volviendo á la niña, no
digamos que su padre la maltrate, pero apenas le hace caso... Él contaba
con un varón, y recuerdo que cuando nació la pequeña, ya renegó y echó
por aquella boca una ristra de barbaridades... Al que adora es al
chiquillo de la Sabel. Si lo querrá, que hasta se ha empeñado en que
estudie, y lo manda á Orense al Instituto, y piensa enviarlo á Santiago
á concluir carrera... El muchacho anda lo mismo que un mayorazgo: su
buen reloj de oro, su buena ropa de paño, la camisola fina, el
bastoncito ó el látigo cuando va á las ferias... y yegua para montar, y
dinero en el bolsillo...
Asió Juncal con misterio la solapa de la americana de don Gabriel, y
arrimando la boca á su oído susurró:
--Dicen que le quiere dejar bajo cuerda casi todo cuanto tiene...
En vez de fruncir el ceño el artillero, despejóse su encapotada
fisonomía, y contestó en voz serena:
--Ojalá. ¿Se admira usted de mi desinterés? Pues no hay de qué. Es
cierto que considero obligación del hombre sostener la familia que crea
al casarse; pero no soy de esos tipos que tanto les gustan á los
autores dramáticos de ahora, que no se casan con una mujer de quien
están perdidamente enamorados, sólo porque es rica. En el caso presente
me alegro, porque cuantas menos esperanzas de riqueza tenga mi sobrina,
más fácilmente se avendrán á dármela, á mí que no he de exigir dote...
Confieso que tenía yo mis miedos de que me diese calabazas mi señor
cuñado. Verdad es que como no me las dé Manolita, soy abonado hasta para
robarla... ni más ni menos que en las novelas de allá del tiempo del rey
que rabió.
Miró Juncal la fisonomía del artillero, á ver si hablaba en broma ó en
veras. Revelaba cierta juvenil intrepidez, y la resolución de poner por
obra grandes hazañas, á pesar de los blancos hilos sembrados por la
barba y el pelo que escaseaba en las sienes.
--Si ella no me quiere... y bien puede ser, que al fin soy viejo para
ella... (Juncal hizo con manos y rostro furiosos signos negativos)...
entonces... no habrá rapto. De todos modos, por cuestión de cuartos, no
se ha de deshacer la boda: yo lo fío. Aparte de que, siendo ese chico
hijo del marqués, natural me parece que le toque algo de la fortuna
paterna.
--¿Quién sabe de quién es el chico? Y es como un pino de oro.
--¿Más lindo que mi sobrina? Mire usted que voy á defender, sin haberla
visto, como el ingenioso hidalgo, que es la más hermosa mujer de la
tierra.
--De fea no tiene nada: pero de vestir, la traen... así... nada más que
regular. Muchas veces no se diferencia de una costurerita de Cebre...
Vamos, la pobre tuvo poca suerte hasta el día.
--A arreglar todo eso venimos--contestó Gabriel levantándose, como
deseoso de echar á andar sin dilación en busca de su futura esposa. Su
huésped le imitó.
--Entonces, ¿á qué hora de la tarde quiere usted salir para la rectoral
de Ulloa?--preguntó muy solícito.
--He mudado de plan; ya no voy... Iré dentro de un par de días á
saludar al señor cura. Tengo por usted cuantos informes necesito, y
puedo presentarme hoy mismo en los Pazos de Ulloa sin inconveniente
alguno.
--¿Le corre tanta prisa?
--¿Qué quiere usted? Cuando uno está enamorado...
Juncal se rió, y volvió á mirar á su interlocutor, gozándose en verle
tan animoso. El sol ascendía, la proyección de sombra de las tapias y el
emparrado empezaba á acortarse. Por la puerta del huerto asomó una
figura humana inundada de luz, de frescura y color: era una mujer,
Catuxa, con el delantal recogido y levantado, lleno de aechaduras de
trigo que arrojaba á puñados en torno suyo chillando agudamente:--Pitos,
pitos, pitos..., pipí, pipí, pipí... Seguíanla los pollos nuevos,
amarillos como canarios, con sus listos ojillos de azabache, con sus
corpezuelos que aún conservaban la forma del cascarón, columpiados sobre
las patitas endebles. Detrás venía la gallina, una gallina pedreña,
grave y cacareadora, honrada madre de familia, llena de dignidad. A la
nidada seguía una horda confusa de volátiles: pollos flacos y belicosos,
gallinas jóvenes muy púdicas y modestas, muy sumisas al hermosísimo
bajá, al gallo rojizo con cresta de fuego y ojos de ágata derretida, que
las custodiaba y les señalaba con un cacareo lleno de deferencia el
sustento esparcido, sin dignarse probarlo. Don Gabriel se detuvo muy
interesado por aquel cuadro de bodegón, que rebosaba alegría. El gallo
le recordó el mote del marido de Sabel y, por inevitable enlace de
ideas, los Pazos de Ulloa. Y al pensar que estaría en ellos por la tarde
y conocería á la que ya nombraba mentalmente _su novia_, la circulación
se le paralizó un momento, y sintió que se le enfriaban las manos, como
sucede en los instantes graves y decisivos.
--Fantasía, fantasía!--pensó.--Cuidadito... no empieces ya á hacer de
las tuyas!
XI
Antes de salir de Cebre á caballo, rigiendo una yegua y una mulita,
detuviéronse cortos momentos Juncal y don Gabriel en el _alpendre_ ó
cobertizo del patio del mesón donde remudaba tiro la diligencia. Yacían
allí las víctimas del siniestro, una mula con una pata toda
entablillada, y no lejos, sobre paja esparcida, cubierto con una manta,
temblando aún de la bárbara cura que acababan de hacerle, el infeliz
delantero, no menos entablillado que la mula. A su cabecera (llamémosle
así) estaba el facultativo, que no era sino el famoso señor Antón, el
algebrista de Boan. Máximo dió un codazo á don Gabriel, advirtiéndole
que reparase en la peregrina catadura del viejo, el cual no se turbó
poco ni mucho al encontrarse cogido infraganti delito de usurpación de
atribuciones; saludó, sacó de detrás de la oreja la colilla, y empezó á
chuparla, á vueltas de inauditos esfuerzos de su barba, determinada á
juntarse de una vez con la nariz.
Miró Gabriel al pobre mozo que gemía, con los ojos cerrados, la cabeza
entrapajada y una pierna tiesa del terrible aparato que acababan de
colocarle, y consistía en más de una docena de _talas_ ó astillas de
caña de cortas dimensiones, defensa de la bizma de pez hirviendo que le
habían aplicado. La criada y el amo del mesón se limpiaban aún el sudor
que les chorreaba por la frente, cansados de ayudar á la operación de la
compostura tirando con toda su fuerza de la pierna rota hasta hacer
estallar los huesos, á fin de _concertar_ las articulaciones, mientras
el paciente veía todos los planetas, incluso los telescópicos.
--Mire si tenía razón--murmuró Máximo.--Estoy ahí á la puerta, y han
preferido mandar llamar á éste de más de tres leguas... Es verdad que él
ha curado de una vez al muchacho y á la mula, cosa que yo no haría.
Gabriel observaba al algebrista como se observa un tipo de cuadro de
género, de los que trasladó al lienzo para admiración de las edades el
pincel de Velázquez y Goya.
--Me gustaría darle palique si no tuviésemos el tiempo tan
tasado--indicó al médico.
--¡Bah! No tenga miedo, que al señor Antón se lo encontrará usted á cada
paso por ahí... Raro es que pase un mes sin que dé una vuelta por los
Pazos: como hay mucho ganado...
Antes de ponerse en camino, don Gabriel sacó de la petaca algunos
cigarros, que tendió al atador. Tomólos éste con su flema y reposo
habituales; y arrojando la ya apurada colilla, se tocó el ala del
grotesco sombrero, mientras con la izquierda cogía el vaso colmado de
vino que le brindaba la mesonera.
Los jinetes refrenaron el primer ímpetu de sus cabalgaduras, á fin de no
cansarlas ni cansarse, y adoptaron una ambladura pacífica. Era la tarde
de esas del centro del año, que en los países templados suelen ostentar
incomparable magnificencia y hermosura. Campesinos aromas de saúco
venían á veces en alas de una ligerísima brisa, apenas perceptible. La
yegua de Juncal, que montaba el comandante, no desmentía los encomios de
su dueño. Regíala Gabriel con la diestra, y bien pudiera dejarle flotar
las riendas sobre el pescuezo, pues aunque lucia y redondita de ancas,
gracias al salvado de Catuxa, era la propia mansedumbre. Sólo se
permitía de rato en rato el exceso de torcer el cuello, sacudir el
hocico y rociar de baba y espuma los pantalones del jinete; pero aun
esto mismo lo hacía con cierta docilidad afectuosa.
Gabriel se dejaba columpiar blandamente, penetrado de un bienestar
intenso, de una embriaguez espiritual, que ya conocía de antiguo, por
haberla experimentado cuantas veces se divisaba en su vida un horizonte
ó un camino nuevo. Era una especie de eretismo de la imaginación, que al
caldearse desarrollaba, como en sucesión de cuadros disolventes, escenas
de la existencia futura, realzadas con toques de poesía, entretejidas
con lo mejor y más grato que esa existencia podía dar de sí, con su
expresión más ideal. En la fantasía incorregible del artillero, los
objetos y los sucesos representaban todo cuanto el novelista ó el autor
dramático pudiese desear para la creación artística, y por lo mismo que
no desahogaba esta ebullición en el papel, allá dentro seguía
borbotando. Si la realidad no se arreglaba después conforme al modelo
fantástico, Gabriel solía pedirle estrechas cuentas; de aquí sus
reiteradas decepciones. Soñador tanto más temible cuanto que guardaba
sepulcral silencio acerca de sus ensueños, y á nadie comunicaba sus
fracasos--los _caballos muertos_, que decía él para sí.--Conociéndose,
solía proponerse mayor cautela, y echar el torno á la imaginación. Pero
esta llevaba siempre la mejor parte.
Verbigracia, en el caso presente. ¿Pues no habíamos quedado en que el
pedir la mano de su sobrina era el cumplimiento de un austero deber, un
tributo pagado á la memoria de un sér querido, un acto sencillo y grave?
¿Bastarían dos ó tres frases de Juncal, el olor de las flores silvestres
y el hervor de su propia mollera para edificar sobre la base de la
obligación moral el castillo de naipes de la pasión? ¿Por qué pensaba en
su sobrina incesantemente, y se la figuraba de mil maneras, y discurría,
enlazando experiencias y recuerdos, cómo sorprenderla, interesarla y
enamorarla, hablando pronto? ¿Por qué se deleitaba en imaginar la
inocencia selvática de su sobrina, su carácter algo arisco, y el
rendimiento y ternura con que, después de las primeras esquiveces, le
caería sobre el corazón más blanda que una breva; y porqué se veía
disipando poco á poco su ignorancia, educándola, formándola, iniciándola
en los goces y bienes de la civilización, y otras veces volvía la torta,
y se veía á sí propio hecho un aldeano, y á Manolita, con los brazos
arremangados como Catuxa, dando de comer á las gallinas, ó... ¡celeste
visión, espectáculo inefable! arrimando al blanco y redondo pecho una
criaturita medio en pelota, toda bañada de sol...
La naturaleza se asemeja á la música en esto de ajustarse á nuestros
pensamientos y estados de ánimo. No le parecieron á Gabriel tristes y
lúgubres ni los abruptos despeñaderos que se suspenden sobre el río
Avieiro, ni los pinares negros cuya mancha limitaba el horizonte, ni los
montes calvos ó poblados de aliaga, ni los caminos hondos, que cubría
espesa bóveda de zarzal. Al contrario, miraba con interés los pormenores
del paisaje, y al llegar al crucero de piedra y al copudo castaño que le
formaba natural pabellón, exclamó con entusiasmo:
--Qué hermoso sitio! Ni ideado por un pintor escenógrafo de talento.
--Cerquita de aquí--advirtió Juncal--mataron al excomulgado de
Primitivo, el mayordomo de los Pazos. Mire usted: debió ser por allí,
donde blanquea aquel paredón... El chiquillo, el nieto, el Perucho, lo
estuvo viendo muy agachadito detrás de las piedras... Se le ha de
acordar cada vez que pase por aquí... si es que tiene valor de pasar.
Gabriel se volvió un poco sobre la silla española que vestía su yegua, y
exclamó como el que pregunta algo de sumo interés que se le ha olvidado:
--¿Qué tal índole es la de ese chico? ¿Maltrata á mi sobrina? ¿La
mortifica? ¿Le tiene envidia? ¿Hace por malquistarla con mi cuñado?
--Él maltratarla! A su sobrina! Pues si no ha habido en el mundo cariño
más apretado que el de tales criaturas. Desde que nació la niña, Perucho
se volvió chocho, lo que se llama chocho, por ella; la señora y el ama
no sabían cómo hacer para quitarse de encima al chiquillo, que no hacía
sino llorar por la nené. Allí estaba siempre, como un perrito faldero;
ni por pegarle; le digo á usted que era mucho cuento tal afición. Y
después de fallecer la señora, Dios nos libre! El niñero de la señorita
Manolita en realidad ha sido Perucho. Siempre juntos, correteando por
ahí. ¡Pocas veces me los tengo encontrados por los sotos, haciendo
_magostos_, por las viñas picando uvas, ó chapuzando por los pantanos! Y
que no sé cómo no se mataron un millón de veces ó no rodaron por los
despeñaderos al río. El chiquillo es fuerte como un toro ¡más sano y
recio! Un hijo verdadero de la naturaleza. Sólo una enfermedad le
conocí, y verá usted cuál. Cátate que se le pone en la cabeza al
marqués, y otros dicen que al farolón del _Gallo_, enviar al rapaz á
Orense para que estudie; y quién le dice á usted que el primer año,
cuando tocaron á separarse, los dos chiquillos cayeron malos qué sé yo
de qué... de una cosa que aquí llamamos _saudades_... ¿Usted comprende
el término? porque usted lleva años de faltar de Galicia...
--Sí, ya sé qué quiere decir _saudades_. Los catalanes llaman á eso
_anyoransa_. En castellano no hay modo tan expresivo de decirlo.
--Ajajá. Pues el chiquillo, el primer año, se desmejoró bastante y vino
todo encogido, como los gatos cuando tienen _morriña_; pero así que
volvieron á sus correrías, sanó y se puso otra vez alegre. Y á cada
curso la misma función. Siempre triste y rabiando en Orense (parece que
la cabeza no la tiene el chico allá para grandes sabidurías) y, apenas
_pintan_ las cerezas y toma las de Villadiego, otra vez más contento que
un cuco, y á corretear con su...
Juncal dudó y vaciló al llegar aquí. Por vez primera acaso, se le vino á
las mientes una idea muy rara, de esas que hacen signarse aun á los
menos devotos murmurando--Ave María!--de esas que no se ocurren en mil
años, y una circunstancia fortuita sugiere en un segundo...
Cruzáronse sus miradas con las de don Gabriel, que le parecieron reflejo
de su propio pensamiento, reflejo tan exacto como el del cielo en el
río; y entonces el artillero, sin reprimir una angustia que revelaba el
empañado timbre de la voz, terminó el período:
--Con su hermana.
Calló Juncal. Lo que ambos cavilaban no era para dicho en alto.
Reinó un silencio abrumador, cargado de electricidad. Estaban en sitio
desde el cual se divisaba ya perfectamente la mole cuadrangular de los
Pazos de Ulloa, y el sendero escarpado que á ellos conducía. Juncal dió
una sofrenada á su mula.
--Yo no paso de aquí, don Gabriel... Si llego hasta la puerta,
extrañarán más que no entre... y la verdad, como está uno así...
político... no me da la gana de que piensen que aproveché la ocasión
para meter las narices en casa de su señor cuñado. Mañana vendrá el
criado mío á recoger la yegua...
Gabriel tendió la mano sana buscando la del médico.
--Me tendrá usted en Cebre cuando menos lo piense, á charlar, amigo
Juncal... A usted y á su señora les debo un recibimiento y una
hospitalidad de esas... que no se olvidan.
--Por Dios, don Gabriel... No avergüence á los pobres... Dispensar las
faltas que hubiese. La buena voluntad no escaseaba: pero usted pasaría
mil incomodidades, señor.
--Le digo á usted que no la olvidaré...
Y el rostro del artillero expresó gratitud afectuosa.
--Cuidar el brazo, no hacer nada con él!--gritaba Juncal desde lejos,
volviéndose y apoyando la palma sobre el anca de la mula. Y diez minutos
después aún repetía para sí:--¡Qué simpático... qué persona tan
decente!... Qué instruído... qué modos finos!...
El médico, después de volver grupas, apuró lo posible á la mulita con
ánimo de llegar pronto á su casa. Iba pesaroso y cabizbajo, porque
ahora le venía el trasacuerdo de que no había preguntado al comandante
Pardo sus opiniones políticas y su dictamen acerca del porvenir de la
regencia y posible advenimiento de la república.
--¿Cómo pensará este señor?--discurría Juncal, mientras el trote de la
mula le zarandeaba los intestinos.--¿Qué será? Liberal ó carcunda?
Vamos, carcunda es imposible... Tan simpático... qué había de ser
carcunda! Pues sea lo que quiera... debe de estar en lo cierto.
XII
Por delante de los Pazos cruzaba un mozallón conduciendo una pareja de
bueyes sueltos, picándoles con la aguijada á fin de que anduviesen más
aprisa. Gabriel le preguntó, para orientarse, pues ignoraba á cuál de
las puertas del vasto edificio tenía que llamar. Ofrecióse el mozo á
guiarle adonde estuviese el marqués de Ulloa, que no sería en casa, sino
en la era, viendo recoger la cosecha del centeno. Arrendando el
artillero su dócil montura, echó detrás del mozo y de los bueyes.
Dieron vuelta casi completa á la cerca de los Pazos, pues la era se
encontraba situada más allá del huerto, á espaldas del solariego
caserón. Gabriel aprovechó la coyuntura de enterarse del edificio, en
cuyas trazas conventuales discernía rastros de aspecto bélico y feudal,
aire de fortaleza, por el grosor de los muros, la angostura de las
ventanas, reminiscencia de las antiguas saeteras, las rejas que
defendían la planta baja, las fuertes puertas y los disimulados
postigos, las torres que estaban pidiendo almenas, y sobre todo, el
montés blasón, el pino, la puente y las sangrientas cabezas de lobo.
Indicaba desde lejos la era la roja cruz del hórreo; se oía el coro
estridente de los ejes de los carros, que salían vacíos para volver
cargados de cosecha. Era la hora en que los bueyes, rociados con unto y
aceite como preservativo de las moscas, cumplen con buen ánimo su pesada
faena, y se dejan uncir mansamente al yugo, mosqueando despacio el ijar
con las crinadas colas. Gabriel se tropezó con dos ó tres carros, y al
emparejar con ellos, pensó que su chirrido le rompiese el tímpano.
Delante de la era se apeó ayudado por su guía; entrególe las riendas, y
entró.
Un enjambre de fornidos gañanes, vestidos solamente con grosera camisa y
calzón de estopa, alguno con un rudimentario chaleco y una faja de lana,
empezaban á elevar, al lado de una _meda_ ó montículo enorme de mies,
otro que prometía no ser más chico. Dirigía la faena un hombre de
gallarda estatura, moreno y patilludo, de buena presencia, vestido á lo
señor, con americana, cuello almidonado, leontina y bastón, y muy zafio
y patán _en el aire_; Gabriel pensó que sería el mayordomo, el Gallo.
Sentado en un banquillo hecho de _un tablón grueso_, cuyas patas eran
cuatro leños que, espatarrándose, miraban hacia los cuatro punto
cardinales, estaba otro hombre más corpulento, más obeso, más entrado en
edad ó más combatido por ella, con barba aborrascada y ya canosa, y
vientre potente, que resaltaba por la posición que le imponía la poca
altura del banco. A Gabriel le pasó por los ojos una niebla: creyó ver á
su padre, don Manuel Pardo, tal cual era hacía unos quince ó veinte
años; y con mayor cordialidad de la que traía premeditada, se fué
derecho á saludar al marqués de Ulloa.
Este alzó la cabeza muy sorprendido; el Gallo, sin volverse, giró sus
ojos redondos, de niña oscura y pupila aurífera, como los del sultán del
corral, hacia el recién llegado; los mozos suspendieron la faena, y
Gabriel, en medio del repentino silencio, notó en las plantas de los
pies una sensación muelle y grata, parecida á la del que entra en un
salón hollando tupidas alfombras. Eran los extendidos haces de centeno
que pisaba.
El hidalgo de Ulloa se puso en pie, y se hizo con la mano una pantalla,
porque los rayos del sol poniente daban de lleno en la cara de Gabriel,
y no le permitían verla á su gusto. El comandante se acercó más á su
cuñado, y alargó la diestra, diciendo:
--No me conocerás... Te diré quien soy... Gabriel, Gabriel Pardo, el
hermano de tu mujer.
--Gabriel Pardo?
Revelaba la exclamación de don Pedro Moscoso, no solamente sorpresa,
sino hosco recelo, como el que infunden las cosas ó las personas cuya
inesperada presencia resucita épocas de recuerdo ingrato. Viendo Gabriel
que no le tomaban la mano que tendía, hízose un poco atrás, y murmuró
serenamente:
--Vengo á verte y á pedirte posada unos cuantos días... ¿te parece mal
la libertad que me tomo? ¿Me recibirás con gusto? Di la verdad; no
quisiera contrariarte.
--Jesús... hombre!--prorrumpió el hidalgo esforzándose al fin por
manifestar cordialidad y contento, pues no desconocía la virtud
primitiva de la hospitalidad.--Seas muy bienvenido: estás en tu casa.
Angel!--ordenó dirigiéndose al _Gallo_,--que recojan el caballo del
señor, que le dén cebada... Quieres refrescar, tomar algo? Vendrás
molestado del viaje. Vamos á casa enseguida.
--No por cierto. De Cebre aquí á caballo, no es jornada para rendir á
nadie. Siéntate donde estabas; si lo permites, me quedaré aquí; lo
prefiero.
--Como tú dispongas; pero si estás cansado y... Ey, Angel!--gritó al
individuo que ya se alejaba:--á tu mujer que prepare tostado y unos
bizcochos. Vaya, hombre, vaya!--añadió volviéndose á Gabriel.--Tú por
acá, por este país...
--He llegado ayer--contestó Gabriel comprendiendo que una vez más se le
pedía cuenta de su presencia y razón plausible de su venida.--Estaba en
la diligencia que volcó--y al decir así, señalaba su brazo replegado,
sostenido aún por el pañuelo de seda de Catuxa.--Ha sido preciso
descansar del batacazo.
--Hola, con que en la diligencia que volcó! Ey, tú, Sarnoso!--exclamó el
hidalgo dirigiéndose á uno de los gañanes.--No dijiste tú que vieras
entrar en Cebre ayer una mula y un delantero estropeados?
--Con perdón--respondió el Sarnoso tocándose una pierna--llevaban esto
_crebado_, dispensando usted.
--Sí, es verdad; hoy se les hizo la cura--confirmó Gabriel.
El vuelco de la diligencia empezó á dar mucho juego. El Sarnoso agregó
detalles; Gabriel añadió otros; el marqués no se saciaba de preguntar,
con esa curiosidad de los acontecimientos ínfimos propia de las personas
que viven en soledad y sin distracción de ninguna clase. Gabriel le
examinaba á hurtadillas. Para los cincuenta y pico en que debía frisar,
parecíale muy atropellado y desfigurado el marqués, tan barrigón, con la
tez tan inyectada, con el pescuezo y nuca tan anchos y gruesos, con las
manos tan nudosas por las falanges como suelen estar las de los
labriegos que por espacio de medio siglo se han consagrado á beber el
hálito de la tierra, y á rasgarle el seno diariamente. A modo de maleza
que invade un muro abandonado, veía el artillero en el conducto
auditivo, en las fosas nasales, en las cejas, en las muñecas de su
cuñado, que teñía de rojo el sol poniente, una vegetación, un musgo
piloso, que acrecentaba su aspecto inculto y desapacible. El abandono de
la persona, las incesantes fatigas de la caza, la absorción de humedad,
de sol, de viento frío, la nutrición excesiva, la bebida destemplada, el
sueño á pierna suelta, el exceso en suma de vida animal, habían
arruinado rápidamente la torre de aquella un tiempo robustísima y
arrogante persona, de distinta manera pero tan por completo como lo
harían las excitaciones, las luchas morales y las emociones febriles de
la vida cortesana. Tal vez parecía mayor la ruina por la falta de
artificio en ocultarla y remediarla. Ceñido aquel mismo abdomen por una
faja, bajo un pantalón negro hábilmente cortado; desmochada aquella
misma cabeza por un diestro peluquero; raídas aquellas mejillas con
afiladísima navaja, y suavizada aquella barba con brillantina; añadido á
todo ello cierto aire entre galante y grave, que caracteriza á las
personas respetables en un salón, es seguro que más de cuatro damas
dirían, al ver pasar al marqués de Ulloa:--Qué bien conservado! Cuarenta
años es lo más que representa.
Lo cierto es que Gabriel, al ver en su cuñado señales evidentes del peso
de los años y del esfuerzo con que iba descendiendo ya el agrio repecho
de la vida, sintió por él esa compasión involuntaria que inspiran á los
corazones generosos las personas aborrecidas ó antipáticas, cuando se ve
que caminan al desenlace de las humanas tribulaciones, flaquezas é
iniquidades--la muerte.
--Yo que le tenía por un castillo!--pensó.--Pero también los castillos
se desmoronan.
De su parte el marqués, lleno de curiosidad y suspicacia, estaba que
daría el dedo meñique por saber qué viento traía á su cuñado. Pensaba en
recriminaciones, en acusaciones, en cuentas del pasado ajustadas ahora
por quien tenía derecho de ajustarlas, y pensaba también en cosa más
inmediata y práctica, en una discusión referente á las partijas que se
hallaban incoadas y pendientes desde el fallecimiento del señor de la
Lage. Por más que el aire abierto y franco que traía Gabriel decía á
voces--no vengo aquí á ocuparme en cuestiones de intereses--el marqués
de Ulloa se fijó en la última hipótesis, y la dió por segura, y empezó á
tirar mentalmente sus líneas y á combinar su estrategia. Con los años,
el marqués de Ulloa había contraído las aficiones de los labriegos
viejos, para los cuales no hay plato más gustoso que una discusión de
pertenencia, un litigio, un enredo cualquiera en que si no danza el
papel sellado, esté por lo menos en ocasión de danzar.
Como anticipándose á indicar el verdadero objeto de su venida, Gabriel,
habiéndose quitado su sombrero hongo de fieltro, que le dejaba una raya
roja en la frente, y pasándose con movimiento juvenil la mano por el
cabello para arreglarlo y calados mejor los quevedos, preguntó:
--Y... ¿qué tal mi sobrina Manuela? Estoy deseando verla. Debe ser toda
una mujer... ¿estará guapísima?
El marqués de Ulloa gruñó, creyendo que el gruñido era la mejor manera
de contestar á lo que juzgaba cumplimiento. Al fin articuló:
--Ahora la verás... Milagro que no anda por aquí. Estarán ella y
Perucho... como dos cabritos, triscando. Los pocos años, ya se ve...
Cuando vamos viejos se acaba el humor... Más tengo corrido yo por esos
vericuetos, que ningún muchacho de hoy en día... Pero á cada cerdo le
llega su San Martín, como dicen... Todos vamos para allá--dijo apoyando
su grueso mentón en el puño de su palo, y señalando con la cabeza á
punto muy distante.
Gabriel se entretenía contemplando el espectáculo de la era, que le
parecía, acaso por la gran plenitud de su corazón y el rosado vapor en
que sabía bañar las cosas su fantasía incurable, henchida de soberana
quietud y paz. La puesta del sol era de las más espléndidas, y los
últimos resplandores del astro inundaban de rubia claridad la cima de
las _medas_, convertían en cinta de oro bruñido la atadura de los haces,
daban toques clarísimos de esmeralda á la copa de los árboles, mientras
las ramas bajas se oscurecían hasta llegar al completo negror. Se oían
los últimos pitíos de los pájaros, dispuestos ya á recogerse, el canto
ritmado del pas-pa-llás! en el barbecho, el arrullo de las tórtolas, que
se dejaban caer por bandadas en los sembrados, en busca del rezago de
granos y espigas que allí había derramado la hoz, y la lamentación
interminable del carro cargado, tan áspera de cerca como melodiosa de
lejos. A trechos se escuchaba también otra queja prolongadísima, pero
humana, un ala laaaá! de segadoras, y todo ello formaba una especie de
sinfonía--porque Gabriel no discernía bien los ruidos, ni podía decir
cuáles salían de laringe de pájaro y cuáles de femenina garganta--una
sinfonía que inclinaba á la contemplación y en la cual sólo desafinaba
la voz enronquecida del marqués de Ulloa.
Incorporóse éste, haciendo segunda vez pantalla de la mano.
--¿No preguntabas por tu sobrina? Me parece que ahí la tienes. ¡Vela
allí!
--¿En dónde?--preguntó Gabriel, que no veía nada ni oía más que un
discordante quejido, que poco á poco iba convirtiéndose en insoportable
estridor.
Entre el marco que dos higueras retorcidas, cargadas de fruto, formaban
á la puerta de la era, desembocó entonces una yunta de amarillos y
lucios bueyes, tirando de un carro atestado de gavillas de centeno.
Reparó Gabriel con sorpresa la forma primitiva del carro, que mejor que
instrumento de labranza parecía máquina de guerra: la llanta angosta, la
rueda sin rayos, claveteada de clavos gruesos, el borde hecho con
empalizada de agudas estacas, donde para sujetar la carga, descansa un
tosco enrejado de mimbres, de quitaipón. Pero al alzar la vista de las
ruedas, fijó su atención un objeto más curioso: un grupo que se
destacaba en la cúspide del carro, un mancebo y una mocita, tendidos más
que sentados en los haces de mies y hundido el cuerpo en su blando
colchón; una mocita y un mancebo risueños, morenos, vertiendo vida y
salud, con los semblantes coloreados por el purpúreo reflejo del Oeste
donde se acumulaban esas franjas de arrebol que anuncian un día muy
caluroso. Y venía tan íntima y arrimada la pareja, que más que carro de
mies, parecía aquello el nido amoroso que la naturaleza brinda
liberalmente, sea á la fiera entre la espinosa maleza del bosque, sea al
ave en la copa del arbusto. Gabriel sintió de nuevo una extraña
impresión; algo raro é inexplicable que le apretó la garganta y le
nubló la vista.
XIII
Primero se bajó de un salto Perucho, y tendiendo los brazos, recibió á
Manuela, á quien sostuvo por la cintura. Cayó la chica con las sayas en
espiral, dejando ver hasta el tobillo su pie mal calzado con zapato
grueso y media blanca. Al punto mismo de saltar vió al desconocido, y se
detuvo como indecisa. Perucho también pegó un respingo de animal montés
que encuentra impensadamente al cazador. Gabriel clavó en su rostro la
mirada, impulsado por ansia secreta é indefinible de saber si merecía su
fama de belleza física el que él llamaba entre sí, con asomos de
humorismo, el bastardo de Moscoso.
Para el escultor y el anatómico, belleza era, y de las más perfectas y
cumplidas, aquel cuerpo bien proporcionado y mórbido, en que ya, á pesar
de la juventud, se diseñaban líneas viriles, bien señaladas paletillas,
vigorosos hombros, corvas donde se advertía la firmeza de los tendones;
y rasgo también de belleza clásica y pura, la poderosa nuca redondeada,
formando casi línea recta con la cabeza y cubierta de un vello rojizo;
el trazo de la frente que continuaba sin entrada alguna; la vara de la
correcta nariz; los labios arqueados, carnosos y frescos como dos
mitades de guinda; las mejillas ovales, sonrosadas, imberbes; la nariz y
barba que ostentaban en el centro esa suave pero marcada meseta ó
planicie que se nota en los bustos griegos, y que los artistas modernos
no encuentran ya en sus modelos vulgares, y por último el monte de
bucles, digno de una testa marmórea, de los cuales dos ó tres se
emancipaban hasta flotar sobre las cejas y estorbar á los ojos.
Para Gabriel, más pensador é idealista que artista y pagano, y además
hombre moderno en toda la extensión de la palabra, aficionado á la
expresión, prendado sobre todo, en el sexo varonil, de las cabezas
reflexivas, de las frentes anchas en que empieza á escasear el cabello,
de las fisonomías que son una chispa, una llama, una idea hecha carne,
que habla por los ojos y se imprime en cada facción y se acentúa
enérgicamente en la ahorquillada ó puntiaguda barba, de los cuerpos en
que la disposición atlética y la hermosura de los miembros se disimula
hábilmente bajo la forma de la vestidura usual entre gente bien educada;
para Gabriel, decimos, fuese por todas estas razones ó por alguna otra
que ni él mismo entendía, no solamente resultó incomprensible la lindeza
de Perucho, sino que á pesar de su predisposición á la simpatía, sobre
todo hacia la gente de posición inferior á la suya, le pareció hasta
antipática é irritante aquella cabeza de joven deidad olímpica, aquella
frescura campesina y tosca, aquella cara tallada en alabastro, pero
encendida por una sangre moza y ardiente, savia vital grosera y propia
de un labriego (así pensaba Gabriel); y sobre todo aquellos modales
aldeanos, aquel vestir lugareño, aquella extracción evidentemente
rústica, revelada hasta en el modo de andar y en el olor á campo que le
había comunicado la mies.
En cambio--¡oh transacciones de la estética!--Gabriel se indignó de que
alguien hubiese dudado de la hermosura de Manolita. ¡Manolita! Manolita
sí que era guapa. Así como á Perucho se le estaba despegando la
americana y el pantalón, y su musculatura pedía á voces el calzón de
estopa de los gañanes que erigían la meda, á Manolita (seguía pensando
Gabriel) no le cuadraba bien el pobre vestidillo de lana, y su fino
talle y su airosa cabecita menuda reclamaban un traje de _cachemir_ de
corte elegante y sencillo, un sombrero _Rubens_ con plumas negras--que
lo llevaría divinamente.--¿Parecido con su madre? Sí; mirándola bien, se
parecía, se parecía mucho á la inolvidable _mamita_; los mismos ojazos
negros, las mismas trenzas, la frente bombeada, el rostro larguito...
pero animado, trigueño, con una vida exuberante que la pobre _mamita_ no
gozó nunca. Y además, serena é intrépida y despegada y arisca. Al
decirle su padre:--Este señor es tu tío Gabriel Pardo, el hermano de tu
mamá,--la montañesa apuntó á boca de jarro las pupilas, y murmuró con
desdeñosa gravedad:
--Tenga usted buenas tardes.
Sin más conversación, volvió la espalda, deslizándose tras de la meda.
Gabriel se quedó algo sorprendido de semejante conducta por parte de su
sobrina. Entre los números del programa trazado por su imaginación, se
contaba el del recibimiento. Con el candor idílico que guardan en el
fondo del alma los muy ensoñadores, durante el camino se había imaginado
una escena digna del buril de un grabador inglés: una doncella
candorosa aunque algo brava y asustadiza, que se ruborizase al verle,
que le hiciese muy confusa y bajando los ojos varios saludos y
reverencias, que luego consultase con tímida mirada á su padre, y
autorizada por una seña de éste, saliese precipitadamente, volviendo á
poco rato con una bandeja de frutas y refrescos que brindar al
forastero... ¡Sí, buenos refrescos te dé Dios! Maldito el caso que le
hacía Manolita; y su padre, en vez de mostrar que extrañaba semejante
comportamiento, ni lo notaba y seguía conversando con Gabriel,
informándose asiduamente de ¿cómo había encontrado los asuntos de su
padre, al hacerse cargo de ellos? ¿Cómo andaba el partido H y los foros
X? El artillero contestaba; pero de soslayo observaba atentamente lo que
acontecía en la era. A su sobrina no la veía entonces; sí á Perucho, que
en mangas de camisa, habiendo echado la americana sobre el yugo de los
bueyes, ayudaba á descargar el carro, mostrando deleitarse en la
actividad muscular, que esparcía su sangre y la enviaba en olas á
enrojecer su pescuezo y su frente blanca y lisa. Así que la carga del
carro estuvo por tierra, llegóse á la meda empezada, en cuya cima vió
Gabriel alzarse, como estatua en su pedestal, á Manolita. Cruzáronse
entre los dos muchachos frases, risas y una especie de gracioso reto; y
empuñando Perucho con resolución una horquilla de palo, dió principio al
juego de levantar con ella un haz y arrojárselo á la chica, que lo
recibía en las manos como hubiera podido recibir una pelota de goma, sin
titubear, y se lo pasaba al punto á un gañán encaramado también sobre la
meseta de la meda, el cual lo sentaba y colocaba, espiga adentro,
_medando_ hábil y rápidamente.
Gabriel no tenía ojos ni oídos más que para el juego. Su cuñado seguía
habla que te hablarás, en el tono llano y cansado del hombre para quien
pasó la edad de los retozos y no cree que ya le importen á nadie. Y
Gabriel se consumía, contestando cortésmente, pero distraído, con el
alma á cien leguas de la plática. Al fin no pudo contenerse, y se
levantó.
--¿Tú querrás descansar? ¿Tomas algo? ¿Cenas?....--interrogó
obsequiosamente el marqués, dando muestras de querer llevarse á su
huésped hacia casa.
--No... Sí... Quisiera...--murmuró Gabriel un tanto confuso, porque al
verse de pie le pareció ridículo decir:--Lo que estoy deseando, á pesar
de mi brazo vendado, es ponerme también á echar haces á la _meda_...--Y
no atreviéndose á confesar el capricho, se dejó guiar resignado hacia la
gran mole de la casa solariega. Al salir siguió escuchando durante
algunos segundos las risas de la pareja, el ¡jeeem! triunfal que
dilataba la cavidad pulmonar de Perucho al lanzar los haces, y el
impaciente--¡venga otro!--de Manolita cuando tardaban.
XIV
Al entrar en los Pazos experimentó Gabriel la impresión melancólica que
sentimos al acercarnos á la sepultura de una persona querida, y la
emoción profunda que nos causa ver con los ojos sitios que desde hace
mucho tiempo visita nuestra imaginación. En sus años de colegio, Gabriel
se representaba la casa de su hermana como una tacita de plata,
elegante, espaciosa, cómoda; después sus ideas variaron bastante; pero
nunca pudo figurársela tan ceñuda y destartalada como era en realidad.
A la escalera salieron á hacerle los honores el Gallo y su esposa, la
ex-bella fregatriz Sabel, causa de tantos disturbios, pecados y
tristezas. Quien la hubiese visto cosa de diez y ocho años antes, cuando
quería hacer prevaricar á los capellanes de la casa, no la conocería
ahora. Las aldeanas, aunque no se dediquen á labrar la tierra, no
conservan, pasados los treinta, atractivo alguno, y en general se ajan y
marchitan desde los veinticinco. Sus extremidades se deforman, su piel
se curte, la osatura se les marca, el pelo se les vuelve áspero como
cola de buey, el seno se esparce y abulta feamente, los labios se secan,
en los ojos se descubre, en vez de la chispa de juguetona travesura
propia de la mocedad, la codicia y el servilismo juntos, sello de la
máscara labriega. Si la aldeana permanece soltera, la lozanía de los
primeros años dura algo más; pero si se casa, es segura la ruina
inmediata de su hermosura. Campesinas mozas vemos que tienen la
balsámica frescura de las hierbas puestas á serenar la víspera de San
Juan, y al año de consorcio no es posible conocerlas ni creer que son
las mismas, y su tez lleva ya arrugas, las arrugas aldeanas, que parecen
grietas del terruño. Todo el peso del hogar les cae encima, y adiós risa
alegre y labios colorados. Las coplas populares gallegas no celebran
jamás la belleza en la mujer después de casada y madre: sus requiebros y
ternezas son siempre para las _rapazas_, las _nenas bunitas_.
Sabel no desmentía la regla. A los cuarenta y tantos años, era lastimoso
andrajo de lo que algún día fué la mejor moza diez leguas en contorno.
El azul de sus pupilas, antes tan claro y puro, amarilleaba; su tez de
albérchigo era piel de manzana que en el madurero se va secando; y los
pómulos sobresalientes y la frente baja y la forma achatada del cráneo
se marcaban ahora con energía, completando una de esas cabezas de
aldeana de las cuales dice cualquiera: «Más fácil sería convencer á una
mula que á esta mujer, cuando se empeñe en algo.»
Con todo, su marido Angel de Naya, por remoquete _Gallo_, la tenía no
sólo convencida, sino subyugada y vencida por completo, desde los
tiempos ya lejanos en que anhelaba dejar por él su puesto y corte de
sultana favorita en los Pazos, é irse á cavar la tierra. Era una
devoción fanática, una sumisión de la carne que rayaba en
embrutecimiento, y una simpatía general de epidermis grosera y alma
burda, que hacían de aquel matrimonio el más dichoso del mundo. El
varón, no obstante, calzaba más puntos que la hembra en inteligencia, en
carácter, y hasta en ventajas físicas. Ajada y lacia ella, él conservaba
su tipo de majo á la gallega y su triunfadora guapeza de sultán de
corral: el andar engallado, el ojo claro, redondeado y vivo, las rizosas
patillas y la _fachenda_ en vestir y el empeño de presentarse con cierta
dignidad harto cómica. Es de saber que el Gallo, sin madurar los vastos
y mefistofélicos planes de su antecesor y suegro el terrible Primitivo,
no era ajeno á miras de engrandecimiento personal, que delataban
indicios evidentes. El Gallo vestía de _señor_, lo que se dice de
_señor_; encargaba á Orense camisolas, corbatas, pañuelos, capa, reloj,
botitos, y por nada del mundo se volvería á poner su pintoresco traje de
terciopelo de rizo azul, con botones de filigrana de plata, y la montera
con plumas de pavo real, ni á oprimir bajo el sobaco el _fol_ de la
gaita á cuyo sonido habían danzado tantas veces las mozas. Paisano
trasplantado á una capa superior, todo el afán del Gallo era subir más,
más aún, en la escala social. Nadie le obligaría á coger una horquilla ó
una azada: dirigía la faena agrícola, nunca tomaba parte activa en ella,
porque soñaba con tener las manos blancas y no _esclavas_, como él
decía. Otra de sus pretensiones era leer óptimamente y escribir con
perfección. Como todos los labriegos que aprenden á leer y escribir de
chiquillos, su iniciación en esta maravillosa clave de los conocimientos
humanos era muy relativa: saber leer y escribir no es conocer los signos
alfabéticos, nombrarlos, trazarlos; es sobre todo poseer las ideas que
despiertan esos signos. Por eso hay quien se ríe oyendo que para
civilizar al pueblo conviene que todos sepan escritura y lectura; pues
el pueblo no sabe leer ni escribir jamás, aunque lo aprenda. En
resolución, el Gallo se despepitaba por alardear de lector y pendolista
y acostumbraba por las noches, antes de acostarse, leerle á su mujer, en
alta voz, el periódico político á que estaba suscrito y que
proporcionaba una satisfacción profunda á su vanidad, al imprimir en la
faja--Sr. D. Angel Barbeito--Santiago--Cebre.--Por supuesto que leía de
tal manera, que no sólo al caletre algo obtuso de Sabel, sino al más
despierto y agudo, le sería difícil sacar nada en limpio; porque
suprimía radicalmente puntos y comas, se comía preposiciones y
conjunciones, se merendaba pronombres y verbos, casaba sin dispensa
palabras y repetía cuatro y seis veces sílabas difíciles, siendo de ver
lo que se volvían en labios suyos las noticias referentes, verbigracia,
al _Mahdi_, á los _nihilistas_, al rey Luís de Baviera ó á los
_fenianos_ y _liga agraria_. Y todos estos sucesos, batallas,
asolamientos y fieros males, cuanto más lejanos y más inaccesibles,
razonablemente hablando, á su comprensión, más le deleitaban,
interesaban y conmovían; y era curioso oírselos explicar, en tono
dogmático, á otros labriegos menos enterados que él de la política
exterior europea en cierta tertulia que solía juntarse en la cocina de
los Pazos. Respecto á sus pretensiones de pendolista, había empezado á
satisfacerlas del modo siguiente: encargando á Orense una resmilla de
papel de cartas bien lustroso, de canto dorado, y mandando plantificar
en mitad de cada hoja un A. B. cruzado, tamaño como la circunferencia de
un duro; y ya provisto de papel tan elegante y de escribanía y cabos de
pluma en armonía con él, dió en escribir, para ejercitar la letra,
cartas y más cartas á todo bicho viviente, tomando por pretexto, ya el
felicitar los días, ya cualquier motivo análogo. También era para él
gran preocupación el hablar, pues se esforzaba á que sus labios
olvidasen el dialecto á que estaban avezados desde la niñez, y no
pronunciasen sino un castellano que sería muy correcto si salvásemos las
innumerables _jeadas_, contracciones, diptongos, barbarismos y otros
lunarcillos de su parla selecta. Y cuanto más se empeñaba en sacudirse
de los labios, de las manos, de los pies, el terruño nativo, la oscura
capa de la madre tierra, más reaparecía, en sus dedos de uñas córneas,
en sus patillas cerdosas y encrespadas, en sus muñecas huesudas y en sus
anchos pies, la extracción, la extracción indeleble, que le retenía en
su primitiva esfera social! Si él lo comprendiese sería muy infeliz. Por
fortuna suya creía todo lo contrario.
Incapaz de los vastos cálculos de Primitivo, había dedicado á comprar
tierras todo el dinero heredado de su difunto suegro, que no era poco y
andaba esparcido por el país en préstamos á un rédito usurario. El Gallo
amaba las fincas rústicas á fuer de labriego de raza. Instalado en los
Pazos de Ulloa, la casa más importante del distrito, vió desde luego lo
ventajoso de su situación para _papelonear_; y como el Gallo antes
pecaba de pródigo que de mezquino, condición frecuente en los gallegos,
dígase lo que se quiera, su sueño dorado fué subir como la espuma, no
tanto en caudal cuanto en posición y decoro; y se propuso, ya casado con
Sabel, convertirse en _señor_ y á ella en _señora_, y á Perucho en
señorito verdadero... Aquí conviene aclarar un delicado punto. Era de
tal índole la vanidad del buen Gallo, que dejándose tratar de _papá_ por
Perucho y sin razón alguna para regatearle el título de hijo, la idea de
que por las venas del mozo pudiese circular más hidalga sangre, le ponía
tan esponjado, tan hueco, tan fuera de sí de orgullo, que no había
anchura bastante para él en toda el área de los Pazos. Lo pasado, el
ayer de Sabel en aquella casa, lejos de indignarle ó disgustarle, era el
verdadero atractivo que aún poseía á sus ojos una mujer marchita y
cuadragenaria.
El matrimonio salió á esperar al huésped en la meseta de la escalera,
deshaciéndose en obsequiosos ofrecimientos al «señorito». Parecían los
verdaderos dueños de la casa. Aunque Sabel no guisaba ya, ¡pues no
faltaría otra cosa! se enteró minuciosamente de lo que el huésped podía
apetecer para su cena. ¿Una ensaladita? Tortilla? Lonjas de carne?
Chocolate? Gabriel repetía que cualquier cosa, que él comía de todo; y
en esta porfía me lo iban llevando de habitación en habitación, á cual
más destartalada, y sin muebles. En el comedor dieron fondo, y según la
costumbre del país, sentáronse ante la mesa libre de manteles,
presenciando cómo la _cubrían_. Gabriel, al comprender que se trataba de
cenar, buscó con los ojos algo que no parecía por el comedor. Y al fin
no pudo contenerse.
--¿Y Manolita?--preguntó.--Y Manolita? No cena?
--La chiquilla?... Busca! Quién cuenta con ella?--respondió el marqués
de Ulloa, como si dijese la cosa más natural y corriente del
mundo.--¿En tiempo de siega? Echarle un galgo. Ahora se juntarán en la
era todas las segadoras, y armarán un bailoteo de cuatrocientos mil
demonios, y pandereta arriba y pandereta abajo, y copla va y copla
viene, y habiendo una luna hermosa como hay, tenemos broma hasta cerca
de las diez.
No replicó palabra Gabriel, por lo mismo que se le ocurrían infinidad de
objeciones: pero no era ocasión de soltar la sin hueso allí delante de
la criada que entraba y salía llevando platos, vasos y servilletas. Su
impulso era decir:--Pues mira, vámonos á la era, y luego cenaremos
juntos,--pero se contuvo: todo le parecía prematuro, indelicado y fuera
de sazón mientras no tuviese con su cuñado una entrevista, lo que se
llama una entrevista formal.
Trató de entretenerse observando. Le parecía poético aquel comedor tan
distinto de los que se ven en todas partes, sin aparadores, sin platitos
japoneses ó de Manises colgados por la muralla, sin cortinas ni
chimenea; por todo adorno, barrocas pinturas al fresco, desconchadas y
empalidecidas, representando pájaros, racimos, panecillos, ratones que
subían á comérselos, y otros caprichos de la fantasía del pintor; y en
el centro, frente á la vasta mesa de roble y á los bancos duros, de
abacial respaldo, el péndulo solemne. También la mesa se le antojó que
tenía _carácter_ ó _cachet_, ese no sé qué de arcaico que enamora á las
cansadas imaginaciones modernas, y se confirmó en ello al fijarse en el
plato que le pusieron delante, en cuyo fondo campeaban emblemas
curiosísimos, que le trajeron á la memoria su edad infantil, pues en su
casa siendo niño había visto loza idéntica. Era en efecto resto de dos
docenas de platos traídos por doña Micaela, la madre del marqués, que
debían formar parte de alguna soberbia vajilla hecha para un Pardo
virrey ó magnate: tenía en el centro el escudo de los Pardos de la Lage
dividido en dos cuarteles; en el de la derecha se encabritaban dos
leones rampantes en campo de gules, y en el de la izquierda otro león y
cuatro cruces de Malta en campo de oro. Un casco con una cruz de
Caravaca por cimera remataba el escudo: sobre él se leía en una
banderola la divisa: _Fortis in fide et regi fidelis_; bajo el escudo,
en otra banderola, _Per cruces ad triumphos_. ¡Resto de algo glorioso,
esculpida y dorada proa que recuerda al buque náufrago! Distrajo á
Gabriel de la contemplación del plato, su cuñado que con inmenso
cucharón de plata le servía una sopa de pan humeante, grasienta y
doradita. La sopa cubrió en un momento los lemas heroicos y los fieros
leones, y no quedó ni señal de la pluma flotante del casco, ni de los
airosos picos en que se bifurcaban al extremo las gallardas banderolas
de las divisas.
Si Gabriel pudiese recordar otras épocas de los Pazos, notaría, no sólo
en aquella exhibición de vajilla blasonada, sino en mil detalles más,
que allí reinaba cierta suntuosidad desconocida cosa de veinte años
antes. Y no era que don Pedro Moscoso se hubiese pulido y civilizado
algo; al revés: con la mengua de sus fuerzas físicas, con el paso de la
vida nómada de cazador á la más sedentaria de hidalgo que cultiva sus
tierras, con el terror de la gota, de la vejez y de la muerte, terror
que se iba escribiendo en su huraño semblante, le había entrado mayor
indiferencia que nunca por las finuras y elegancias: en cambio la
materia le dominaba, cogiéndole por el flaco de la gula, y como todos
los gotosos, apetecía justamente los platos y vinos que más daño podían
causarle. El ramo de pompas y vanidades corría de cuenta del insigne
Gallo, en quien latía la inclinación más irresistible al fausto y
esplendor, y que procuraba deslumbrar al huésped con la vajilla y con
cuanto pudiese.
Cuando después de reposar la cena fumando un par de cigarrillos, pedía
Gabriel á don Pedro una entrevista confidencial para el día siguiente,
retirábase el Gallo á sus habitaciones en compañía de su mujer, la cual
acababa de disponer todo lo necesario al alojamiento del huésped. Nada
menos que á sus habitaciones que eran en la planta baja, muy apañadas y
cucas, con divisiones nuevecitas de barrotillo y enlucido de yeso. Todo
lo que antes fué madriguera del zorro Primitivo, lo había convertido el
presuntuoso Gallo en corral digno de sus espolones y fachenda. Y cuanto
tenían de destartalados y tristes los aposentos de arriba, que habitaba
el señor, otro tanto de cómodos y alegres los de abajo, el nido que se
labraba el mayordomo. Llenitas como un huevo, nada faltaba en ellas: ni
los cómodos armarios recién pintados, ni las útiles perchas, ni las
sillas y sofá de _yute_, ni el espejo grande en la salita, ni las
fotografías harto ridículas, en sus marcos dorados, ni cromos de frailes
y majas, ni muñequitos de porcelana tocando el violín, ni calendario
americano, ni, en suma, ninguno de los objetos que componen el falso
bienestar y el lujo de similor que hoy penetra hasta en las aldeas. La
cama de matrimonio era negra _maqueada_, es decir, con unos pecaminosos
medallones dorados y unas inicuas guirnaldas de rosas; á cada viaje que
el Gallo hacía á Orense, se le acrecentaba el deseo de trocarla por una
dorada enteramente, lo cual era á sus ojos el colmo de la ostentación y
sibaritismo humano; pero un vago recelo de lo que podría decir la gente
envidiosa y chismosa, le contenía siempre, reduciendo su vehemente
capricho al estado de sueño, de aspiración imposible, y por lo mismo más
seductora.
Las pollitas, ó sean las hijas del Gallo, de siete y nueve años de edad,
dormían ya como sardina en banasta en una misma cama, la una en posición
natural, la otra con los pies hacia la cabecera; dormían con los ojos
colorados y los carrillos hechos un tomate de tanto becerrear y llorar,
porque querían ir á la era, á oir tocar la pandereta y cantar la
_encomienda_; pero su padre, que profesaba las más severas ideas
respecto al decoro de las _señoritas_, no se lo había permitido. Sabel
empezaba á soltarse los cordones de las innumerables sayas que vestía
según la costumbre aldeana: y el Gallo, sentado en una butaca, al lado
de una mesa que sustentaba la lámpara de petróleo (una lámpara nada
menos que de imitación de porcelana japonesa) tomó el periódico que á la
sazón recibía, y era si no mienten las crónicas _El Globo_, y comenzó á
chapucear sueltos, asombrándose mucho del calor que hacía en Nueva York,
y exclamando:
--¡Ave María de gracia!... ¡Dice que están á noventa... y cin... y
cin... co _farengues_... (95° Fahrenheit se cree que sería), y trin...
trienta y ci... cinco y ciento gra... dos!... (35° centígrados, supongo
que rezaría la hoja.) Mujer... ¡qué pasmo!
Sabel, que se acostaba entonces, respondió con una especie de
complaciente gruñido, estirándose gustosa entre las sábanas, pues sin
saber cuántos _farengues_ de calor se gastaban por allí, sabía que había
sudado el quilo el día entero. Y con ese género de gruñidos salía del
apuro siempre que su consorte se empeñaba en enseñarle el santito, el
grabado, ó mejor dicho el borrosísimo cliché del periódico, para hacerle
admirar cuatro chafarrinones y media docena de rayas en que una fantasía
ardiente podía reconocer, ya una _Aldea rusa á orillas del Volga_, ya la
_Vista de Constantinopla tomada desde el Bósforo_, con otros primores
artísticos de la misma laya. Aquella noche, después de pagar el
imprescindible tributo á la política exterior y al movimiento europeo,
ambos cónyuges, después de apagar el quinqué soplando fuertemente en la
boca del tubo, entre el silencio y la oscuridad y el bienestar del
lecho, que refuerza muchísimo la potencia discursiva, se echaron á
indagar, comunicándose sus reflexiones, qué demonios sería aquella
venida del señorito don Gabriel.
XV
La primer noche de los Pazos fué para Gabriel Pardo noche de fiebre.
Fiebre de impaciencia, fiebre de cólera, fiebre de recuerdos, de
esperanzas, de curiosidad, de indefinible y hondo temor, y además...
¿por qué negarlo? ¿por qué dudarlo? ¡fiebre amorosa!
¡Amorosa! ¡Una niña á quien había visto un cuarto de hora, que le había
dicho _buenas tardes_ por junto y enseguida á recoger gavillas de
centeno sin mirarle más á la cara! ¡Una niña cuyos rasgos fisiognómicos
le sería imposible recordar con exactitud!
--No soy yo quien se enamora, es mi imaginación condenada--pensaba el
comandante.--Parezco un cadete. Pero es que en esa chiquilla he cifrado
yo muchas cosas. La familia pasada y la futura, mi _mamita_ y mi hogar,
mis ya casi desvanecidas memorias de cariño y mis justas aspiraciones á
los afectos santos que todo hombre tiene derecho á poseer... Por eso me
ha entrado así, tan fuerte.
Cabalmente le habían dado el cuarto de su _mamita_--¡el cuarto en que
había muerto! Él no lo sabía. Por una especie de convenio tácito consigo
mismo, y á fuer de persona recta, le repugnaba hacer ninguna pregunta
hostil ó desagradable en una casa adonde venía en són de paz; así es que
no había querido ni enterarse de _cuál era el cuarto_. Se lo dieron
porque, arreglado poco antes de la boda, se encontraba más presentable
que el resto de la desmantelada huronera, tan invadida por las aficiones
agrícolas del dueño, que en algún salón la cosecha de maíz sobrante se
amontonaba á ambos lados en rimero de oro.--Allí la cama barroca, con
su dorado copete figurando el sol; allí el biombo con inverosímiles
pinturas de casas y árboles; allí todavía el canapé de estilo Imperio en
que se reclinaba la enferma, la honda ventana junto á la cual se sentaba
á leer en un sillón de gutapercha ya descascarado; sobre la cabecera
estampas de su devoción, un rosario de azabache con engarce de plata...
todo había sido conservado allí, no por respeto ni por ternura, sino por
la indiferencia de la vida campesina, por el tamaño del gran caserón,
donde se pasaba un año sin que fuesen visitados algunos aposentos.
Gabriel velaba revolviéndose en la cama, escuchando el silencio, ese
silencio campesino en que vibran siempre ladridos de canes vigilantes,
murmullos de agua y brisa, coros de ranas, y antes de la aurora, gemir
de carros, y á la aurora, dianas de gallos de sangre ligera. Calculaba
qué línea de conducta le convendría adoptar al día siguiente; al fin
optó por la más leal. Hablaría con el hidalgo francamente, se lo diría
todo, obraría de acuerdo con él y previo su consentimiento. Y si le
negaba autorización para hacerse querer de la niña... bien, entonces le
asistiría el derecho de tomársela.
Llegó al cabo el amanecer y sucedióle á Gabriel lo que á todos los que
se pasan la noche en blanco suspirando por el día: que se quedó profunda
é invenciblemente dormido. El marqués de Ulloa, inveterado madrugador
gracias á sus hábitos de caza y siesta, vino con impertinente celo á
despertar á su cuñado, aguijoneándole ya la curiosidad de saber el
objeto de la venida del comandante. Gabriel fué llamado al mundo real
cuando más á su sabor se encontraba en el de las quimeras. Propuso el
marqués, á guisa de armisticio, que la conversación fuese de cama á
butaca, pero Gabriel rechazó las sábanas, y empezó á vestirse y lavarse
en un aguamanil tan chico como incómodo, con dos tohallas no mayores que
pañuelos de narices. Convinieron en que la entrevista se celebraría
dentro de media hora en el despacho y archivo del marqués de
Ulloa--archivo que ya volvía á encontrarse punto más punto menos, en su
pristino estado, antes de arreglarlo cierto capellán.
El artillero acudió puntualmente, y sin saber cómo, el diálogo que
Gabriel se había propuesto que fuese sumamente correcto y formal, tomó
en seguida giro humorístico, descarado y hostil por ambas partes.--Me
dejas pasmado.--No sé por qué.--Pero, vamos claros: tú tienes gana de
broma?--Nada de eso: con nadie, y menos contigo.--¿En qué quedamos; me
pides ó no á Manolita?--No te la pido; lo que hago es advertirte que voy
á intentar tomarla, porque me parece desleal proceder de otra manera: al
fin eres su padre.--¿Tomarla? ¿Cómo se entiende eso de tomarla?--¿Cómo
se entiende? No como lo entiendes tú, sino de otro modo: y para
explicártelo mejor, voy á ver si logro que la chica me quiera, y
entonces... entonces sí que te la pido.--Sólo faltaba que tampoco me la
pidieras entonces.--Pues bien mirado, si ella quiere darse, es cuando
menos falta me hace que me la dés tú; pero... yo soy así.--Tú eres por
lo visto una buena pieza.--Nada de eso; al contrario; por sencillez y
por honradez te cuento á ti todo esto.--Pero... ¿estará decente que
andes tú por ahí acompañando á la chica, después de saber que tienes
tales proyectos?--Mis proyectos son muy honestos, y no parece sino que
tu hija anda muy recogida y pierniquebrada.--Hombre... hombre!--La has
criado como un marimacho, sin recato ninguno, ¿sabes? Y muy mal, por no
decir infernalmente.--Y á ti ¿quién te da vela?...--Poca cosa: como que
intento ser su marido, y como que soy el hermano de su madre.--Manolita
es una chiquilla, y además.... no anda sola.--No, ya sé que la
acompaña... el hijo del mayordomo.--(Aquí los ojos de ambos cuñados
cruzaron una mirada singular, y don Pedro acabó por bajarlos).--Siempre
anduvieron juntos ella y ese rapaz desde pequeñitos.--Bonita razón! En
fin, al grano; ¿me permites, sí ó no, que pruebe á agradar á
Manolita?--¿Y si no te lo permito?--Lo haré sin tu permiso; sólo que lo
haré desde fuera de tu casa, porque no me parecerá regular venir á
meterme en ella para obrar contra tu gusto.--Y si te doy permiso y le
agradas ¿te casarás con ella?--Hombre! ese es mi propósito: pero y si
tratada, no me gusta? No puedo empeñarte mi palabra.--Me estás
proponiendo cosas raras.--Aún voy á proponerte otra más rara que todas
las demás. Si se arregla la boda, no le dés un céntimo á tu hija de
presente, y dispón tu testamento como te dé la gana y á favor de quien
se te antoje.--Eh.... Ni un cént.... Quieto, quieto; mi hija no está en
la calle; por de pronto tiene... la legítima materna.--(Por ahí te
duele, pensó Gabriel cuando oyó esto).--La legítima materna de Manolita
te la cederé: yo le señalaré de mi patrimonio, en carta dotal, otro
tanto como le corresponda por herencia de su madre.--Yo... en realidad
de verdad... así Dios me salve...--He dicho que ni un céntimo de
presente, ¿cómo se dicen las cosas?... Y el día de mañana... lo que te
dicte tu conciencia... y nada más.--(La cara del marqués se dilataba, su
barba gris temblaba de placer).--Vaya, vaya con don Gabriel Pardo! ¿Y
cómo ha sido ese repentón de gustarte la chica?--Tres meses hace que me
gusta.--¿Sin verla?--¡Se entiende! Casi no la he visto aún á estas
horas. A ti, ¿qué te importa eso? Es cuenta de ella y mía. No se te pide
sino la aquiescencia y nada más.--Pues... por mí... trato hecho.--Trato
hecho... Acabáramos!
--Ya tengo--pensó Gabriel al volver á su cuarto--campo libre y carta
blanca. Pasábase el cepillo por la cabeza á fin de alisar y distribuir
mejor sus cabellos finos y escasos, cuando el corazón le dió un brinco
absurdo, inverosímil: unos dedos menudos herían aprisa la puerta, una
voz que le era imposible confundir ya con otra alguna, preguntaba:
--¿Hay permiso?
Manolita entró. Venía vestida con algún más esmero que el día anterior,
y su traje de percal color garbanzo salpicado de cabecitas de perros,
látigos y gorras de jockey, revelaba pretensiones de _seguir la moda_ y
procedencia orensana ó pontevedresa. El peinado también indicaba más
larga elaboración que la víspera, y había un lazo azul de raso al
extremo de las trenzas. La muchacha se adelantó sin cortedad alguna por
el cuarto de su tío, y con cierta sequedad le dijo, de carretilla y en
tono uniforme, á manera de chico que recita la lección:
--Buenos días. ¿Cómo ha descansado usted? Yo... bien. Dice papá que le
lleve á ver el huerto y la casa toda.
--Gracias, niña... Y para venir conmigo te has compuesto así?
--Mandó papá que me pusiese el vestido nuevo para acompañarle á usted.
--¿Te sería igual tutearme... ó te parezco demasiado viejo? Di--añadió
con unos visos de melancolía.
--Algo viejo es... y me da vergüenza.
Gabriel se quedó encantado de la contestación. «Ella me tuteará»--pensó
para sí;--y añadió en voz alta:
--Pues cuando tengamos más confianza. Ahora, vámonos por ahí, al
huerto... Tengo más ganas de aire libre que de ver la casa. ¿quieres mi
brazo?
--¡Brazo! Ay qué chiste! Tengo los dos que Dios me dió. Puede que...
--¿Qué?
--Que si fuésemos por ahí... por montes... le tuviese yo que dar la
mano.
--Pues mira... Justamente quería pedirte ese favor. Que me enseñases
paseos largos, sitios bonitos... Tú que conoces todo este país como tu
propio cuarto.
--Sí; pero á esta horita--notó la muchacha castañeteando los
dedos--quién se atreve á pasar más allá del bosque? No se aguantará la
calor, y usted que no tiene costumbre...
--Pues al bosque ahora, y á la tarde... me llevarás á donde gustes,
chiquilla.
Volvióse la muchacha con un movimiento de malhumor y aspereza, que ya
dos veces había observado en ella Gabriel; y este síntoma infalible de
detestable educación, en vez de desalentar al artillero, le atrajo
más.--Es un terreno inculto, virgen, lleno de espinos, ortigas,
zarzales... ¡Pobre huérfana, y pobre hermana mía! Si viviese... A falta
suya, yo desbrozaré esa maleza, á fuerza de paciencia y de cariño.
La montañesa echó delante, ágil y airosa como una cabrita montés, y su
tío la seguía, rumiando aquello del terreno virgen, y observando con
gran placer que era aplicable así á lo moral como á lo físico de la
muchacha. La cintura de Manolita, en vez de ser de forma cilíndrica,
tenía las dos planicies delante y detrás, que suelen delatar la
inocencia del cuerpo; su nuca (descubierta por la raya que dividía las
trenzas colgantes), su nuca, esa parte del cuerpo femenino que el arte
moderno ha rehabilitado devolviéndole todo su valor expresivo, era de
las más tranquilizadoras, por su delgadez y pureza, y lo raro y lacio
del pelo corto que la sombreaba; su andar era andar de cervatilla, sin
languidez alguna, y sus sienes rameadas de venas azules y su frente
convexa la hacían semejante á las santas mártires ó extáticas que se ven
en los museos.
--¡Cuánto tengo aquí que enmendar, que enseñar, que
formar!--reflexionaba Gabriel, muy encariñado ya con su oficio de
preceptor.--Pero hay terreno, hay sujeto... ¡La han descuidado tanto! Lo
que exista aquí de bueno ha de ser bueno de ley, por deberse
exclusivamente á la fuerza é influjo del natural, á la rectitud del
instinto. Más fácil es habérselas con esta niña, entregada á sí misma
desde que nació, que con esas chicas criadas en una atmósfera
artificial, y á quienes la solicitud y los sabios... ó hipócritas
consejos de las mamás, tías, y amiguitas, han cubierto de un barniz tan
espeso y compacto, que el demonio que sepa lo que hay debajo de
él.--¿Con que á dónde me llevas? al bosque? Pero qué modo de
correr!--exclamó en voz alta, viendo que Manolita atravesaba velozmente
las habitaciones de la casa, bajaba las escaleras de cuatro saltos, y
sin aflojar el paso se metía por el huerto.
--Corra también--respondió la niña casi sin volver la cara:--¡todo esto
de la casa y la huerta es más cargante! Ya iremos despacio por el
soto... Allí da gusto.
Realmente el huerto parecía un horno. El día amenazaba ser del todo
canicular, y en la superficie del estanque, los mismos _escribanos de
agua_ tenían pereza de echar complicadas firmas con sus largos zancos, y
adormecidos sobre las verdosas plantas palúdicas se entregaban al goce
de beber sol. Los átomos del aire vibraban, prontos á inflamarse cuando
el astro ascendiese á su zenit; innumerables insectos zumbaban entre la
hierba; gorjeaban con viveza y regocijo los pájaros, seguros de que con
aquel día tropical la espiga se abriría sola y los surcos se llenarían
de derramada simiente; de cuando en cuando, una bandada de mariposas
ejecutaba en el ambiente de fuego una figura de rigodón, y luego se
desvanecía. Gabriel, sofocado, se había quitado el hongo, y abanicábase
con él. Sin pararse, de soslayo la chica lo vió.
--Va á pillar un _soleado_... ¡Ave María Purísima! Coja una hoja de
berza y métala en el sombrero, que sino... mañana á estas horas está en
la cama con un mal.
Obedeció el sabio consejo el artillero, y colocó dentro de su hongo una
hoja de col bien aplicada.
--¿Y tú?--exclamó en seguida.--¿Por qué no coges un _soleado_ tú? No
llevas nada en la cabeza.
--¡Uy! Yo! Yo ya tengo confianza con el sol.
A lo lejos, más allá de los frutales del huerto, que apenas daban
sombra, destacábase el soto, como una promesa de frescura y bienestar;
el soto de castaños floridos, donde los rayos del sol no tenían acceso.
Pero Gabriel, fuese por detenerse un minuto, ó porque realmente el paseo
convidaba á refrescar la boca, se detuvo al pie de un ciruelo cargado
de fruta, y llamó á su sobrina.
--Manuela?
Ella se volvió, asaz impaciente.
--Sabes que de buena gana comería un par de ciruelas?
--Pues cómalas, y buen provecho--respondió la chica encogiéndose de
hombros.
--Escógemelas; ten compasión de un pobre cortesano ignorante.
--_Seque_ no diferencia las verdes de las maduras?
--No... Sé un poco amable. Ayúdame.
Con el ceño fruncido, el ademán entre hosco y burlón, la chica alargó
los dedos, bajó una rama, fué tentando ciruelas... y en un abrir y
cerrar de ojos, dejó caer una docena, como la pura miel, amarillas por
la cara que miraba al sol y reventadas ya de tan dulces, en el pañuelo
limpio, marcado con elegante cifra, que Gabriel tenía cogido por las
puntas.
--Mil gracias... Ahora...
--¿Ahora qué?
--Cómete tú una primero, para que me sepan mejor las demás.
--No me da la gana... Estoy harta de ciruelas.
--Pues dispensa... Una más ó menos, no te produciría indigestión, y al
comerla, cumplirías un deber.
--_¿De qué?_--preguntó ella fijando con dureza en Gabriel sus ojos
ariscos.
--El deber de las señoritas, que es hacerse agradables y simpáticas á
todo el mundo, y con mayor razón á los huéspedes que tienen en casa, y
todavía más si son sus tíos y vienen á verlas.
Una ojeada más fiera que las anteriores fué la respuesta de Manolita,
que echó á andar apretando el paso, tanto que á Gabriel le costaba
trabajo seguirla.
--Chica, chica.....--gritó.--Mira que he trepado por los vericuetos de
las Provincias, pero tú eres un gamo..... Aguarda un poco.
Paróse la muchacha, y agarrándose al tronco de un peral, y estribando en
la pierna izquierda, con la punta del pie derecho describía
semicírculos sobré la hierba. Al alcanzarla su tío, no dijo palabra;
suspiró con resignación, y siguió andando con menos ímpetu, pero sin
hacer caso del forastero.
Dejado atrás el huerto, pisaron la linde del bosque, alfombrada por las
panojas amarillentas de la flor del castaño, que empezaba á desprenderse
aquellos días y había impregnado el aire de un olorcillo que sin ser
embriagador perfume, tiene algo de silvestre, de fresco, de forestal, de
húmedo y refrigerante, por decirlo así, encantador para los que han
nacido ó vivido largo tiempo en la región gallega. No pecaba el soto de
intrincado; como más próximo á la casa, había sido plantado con cierto
orden y simetría, y los troncos de sus magníficos árboles formaban
calles en todas direcciones, aunque los obstruyese la maleza, dejando
sólo relativamente limpia la del centro, atajo que solían tomar los
peatones que descendían de la montaña, para llegar á los Pazos más
pronto. El ramaje era tan tupido y formaba tan espesa bóveda, que sólo
casualmente le atravesaba la claridad solar, engalanándolo con una
estrella de oro de visos irisados, trémula sobre la cortina verde.
Manolita andaba y andaba, pero más despacio ya, con el involuntario
recogimiento que produce la frescura y la oscuridad de un bosque.
Gabriel emparejó con ella, y señalándole el repuesto y solitario lugar y
la mullida hierba, le dijo:
--¿Vamos á sentarnos un poco? Esto está envidiable.
--Bien--contestó lacónicamente la muchacha, siempre con la misma agrazón
en el acento y el gesto; y se tumbó como de mala gana en el blando
tapiz.
XVI
--Cortezuda es la pobrecilla!--pensaba Gabriel mientras su sobrina
callaba arrancando uno tras otro los pétalos de una flor silvestre. La
flor, que era una margarita, le contestó--mucho--pero la muchacha, que
nada tenia de romántica, no le habla preguntado cosa alguna.
--Manuela (esto ya iba dicho en voz alta y con dulzura y
ansiedad)--dispénsame que te haga una pregunta. ¿Estás así, incomodada y
de mal humor, por culpa mía, por tener que acompañarme? Mira, dímelo
francamente, porque... no tendrá nada de particular, sabes?
Lo que se dice nada. Un pariente forastero que llega ayer, llovido del
cielo; á quien tú no has visto jamás ni probablemente oído nombrar dos
veces en toda tu vida; que no conoce tus gustos y costumbres, ni tú las
de él... más viejo... mucho más viejo que tú; y que va tu padre y te
manda que... lo acompañes, ¿no es eso? Hija, comprendo, comprendo
perfectamente que reniegues de mí.
Manuela bajó los ojos, que tenía clavados en el ondeante pabellón de las
ramas, y miró á su tío primero con cierta sorpresa, después con
atención. Gabriel, habiéndose quitado los quevedos, concentraba en sus
expresivas pupilas toda la vida de su espíritu.
--Como lo comprendo, no pienses que me he de enfadar contigo... Lo que
te dije antes, cuando te pedí que comieses las ciruelas, fué pura broma.
Yo no me enfado por sentimientos naturales y cosas propias de la edad;
además, nada que venga de ti puede enfadarme, niña. Tú puedes hacer de
mí lo que quieras.
--¿Por qué?--preguntó la montañesa, cuya negra pupila se dilató de
asombro.
--Porque eres un ángel, y los ángeles no ofenden á nadie... y porque
aunque fueses un diablillo, yo... te querría, ¿sabes? Lo mismo que te
quiero... con toda el alma... con toda el alma!
Fué dicha la frase con tan sabrosa mezcla de calor y galantería, de
ternura paternal y fuego profano, que Manuela se sintió poco á poco
enrojecer desde la punta de la barbilla hasta la raíz del cabello, y su
infalible instinto femenil le dijo que había allí _algo_ inusitado, algo
distinto de lo que podía decir un tío á una sobrina en el fondo de un
bosque. Y otra vez se juntaron sus cejas, y su boca de finos labios
adquirió expresión severísima.
--Tu madre--añadió Gabriel como para atemperar el encendimiento de sus
palabras--fué mi hermana del corazón, y he conservado de ella tal
memoria, que sólo por ser tú hija suya, besaría la tierra que pisas...
¿te ríes, chiquilla? Pues verás como lo hago, ahora mismo.
Y sin más preliminares, Gabriel, que estaba recostado un poco más bajo
que la niña, se volvió, llegó el rostro á las yerbas en que el pie de
ésta reposaba, y aplicóles un sonoro beso.
La gravedad de la montañesa se disipó como el humo. Ver á aquel señor,
tan elegante, tan fino, tan formal, que aunque no era precisamente
viejo, parecía «persona de respeto,» y que sin más ni más besuqueaba el
suelo delante de ella, le arrancó una viva y sonora carcajada. Gabriel
le hizo coro.
--¡Gracias á Dios que te veo reir!--dijo al disiparse el primer
alborozo.--Gracias á Dios! Todo lo que sea no estar con aquella cara de
juez de antes, me gusta. Á tu edad se debe reir... es lo natural. ¡Qué
contento me da verte así! Sobrina mía... te declaro solemnemente que
eres muy bonita cuando te ríes. (Ya lo sabía la niña, y aunque
montañesa, no ignoraba que al reir se le ahondaba un par de graciosos
hoyos en las mejillas y se lucían sus dientes, que en lo blancos y
parejos afrentaban á los piñones). Por lo demás--siguió Gabriel--á mí,
como te quiero, me pareces siempre muy linda... Sí, sobrinita. Antes de
verte ya me gustabas...
--¿Antes de verme?--interrogó la chiquilla con serenidad burlona,
enjugándose con las yemas de los dedos lágrimas de risa.
--Antes. ¿De qué te pasmas? ¿Te acuerdas tú de tu mamá?
--No... ¡Era yo tan _cativa_ cuando se murió la pobre!
--¿Y cómo te la figuras tú? Fea ó bonita?
--¡Qué pregunta! Ya se sabe que bonita.
--Pues... lo mismo me pasaba á mí contigo antes de verte. Ea: ¿están
hechas las paces? ¿Somos amigos?
--Sí señor--respondió Manuela entornando los párpados.
--¿No estás disgustada por tener que acompañarme?
--No señor...
--Sí señor, no señor... ¡Ay, ay, ay! Qué sonsonete! Mira que si me
enfado... te hago reir otra vez. Ya que no quieres tutearme... al menos,
no me digas _señor_: díme _Gabriel_, que es mi nombre.
--¿Tío Gabriel?
--Bueno, _tío Gabriel_, si así te parece que te podrás ir acostumbrando
á llamarme _Gabriel_ á secas. Y ahora, que ya estamos con más confianza
(Gabriel apoyó el codo sano en el suelo y se reclinó cómodamente),
vamos, díme por qué estabas de mal humor conmigo esta mañana.
--Porque...--Manuela iba sin duda á soltar un secreto formidable; pero
de pronto sus labios se cerraron, sus ojos vagaron por el suelo, y
murmuró enérgicamente.--Por nada.
--¿Por nada?
--Por... porque hablando francamente, era mejor que papá lo acompañase;
yo no soy quien para entretenerlo ni darle conversación. Bonita
diversión la que saca de estar conmigo. ¿De qué le he de hablar? Por eso
me dió rabia que papá discurriese mandarme á papar moscas con usted.
--Montañesita, eso que vas diciendo sí que es una chiquillada. No sólo
me distrae tu compañía, sino que la he solicitado. ¿De dónde sacas tú
que no tenemos de qué hablar? ¡Miren la muñeca! Vaya si tenemos: y
tanto, que no se nos acabará en muchísimo tiempo la conversación.
Podremos estar charlando una semana, y otra, y otra, y tener siempre
cosas nuevas de qué tratar.
Enarcó Manuela las cejas, entreabrió los labios, redondeó los ojos, y se
quedó como asombrada mirando al artillero.
--¿No lo crees?--dijo éste, que iba cortando con mucho primor, de una
uñada, tallos de gramíneas, y reuniéndolos, sin duda con ánimo de formar
un ramillete.
--No señor... tío Gabriel. Porque... yo soy una infeliz que me he criado
aquí, entre los tojos, como quien dice, y usted anduvo mucho mundo y
corrió muchos pueblos y sabe todo... Conmigo se tiene que aburrir, ¿eh?
aunque por darme jarabe diga eso. Otra le queda.
--¡Ay, chiquilla! Te engañas de medio á medio. Pues si justamente te
necesito; si me haces muchísima falta para explicarme, y enterarme, y
ponerme al corriente de un sinnúmero de cosas importantísimas, en que
eres tú maestra y yo no sé ni el a, b, c...
--Vaya, vaya, vaya--canturreó la niña con su marcado acento del país.
--No hay vaya, vaya, que valga--murmuró Gabriel remedándola tan
jovialmente, que no había modo de enojarse por la parodia.--Sí señora.
Se lo digo á usted formalmente, con toda la formalidad que cabe en un
comandante de artillería. Mira, hijita, por lo visto tú eres como Santo
Tomás: ver y creer. Así es que te diré cuáles son esas cosas en que eres
una sabia y yo un borrico. Son... las cosas de por aquí, del campo.
--¿Del campo?
--Cabales... Atiéndeme... Yo me he criado en un pueblo, he estudiado en
otro, he vivido en varios, y no he estado en lo que se llama _campo_,
sino en el _campamento_, que es muy diferente... Allí mira uno la tierra
desde el punto de vista de cómo podrá, abierta en trincheras, servir
para resguardarse del enemigo... y las montañas que yo he visto y
recorrido, ¿sabes lo que buscaba en ellas? Un punto estratégico en que
situar una batería... para santiguar desde allí á cañonazos á los
carlistas.
Inclinóse la montañesa hacia su tío, revelando en sus ojos brillantes,
en su respiración agitada, el interés con que infaliblemente escucha la
mujer toda historia en que juega el valor masculino.
--¿Estuvo en muchas batallas?--preguntó mostrando gran curiosidad.
--En unas pocas... pero no batallas campales y en grande, hija mía, como
esas que tú habrás visto pintadas ó te habrás representado en la
imaginación; fueron encuentros parciales, tomas de fortines, asaltos de
trincheras, escaramuzas, tiroteos de avanzadas...
--¿Y muere gente en eso como en lo otro?
--¡Ah! Morir, sí, lo mismo; en proporción, quizá sea más peligroso...
Allí ve uno muy de cerca el brillo de las bayonetas y los machetes, y la
boca de los rewólvers.
--¿Y á usted... lo hirieron? ¿Le hicieron daño?
--Sí, á veces... Rasguños.
--¿En dónde? ¿Aquí?--exclamó la chiquilla alargando su dedito moreno
hasta rozar con él la mejilla de su tío, el cual se estremeció
dulcemente, como si le hiciese cosquillas una de las delicadas gramíneas
que cortaba.
--No...--dijo sin ocultar el estremecimiento...--Esto fué la explosión
de un poco de pólvora que se me quedó embutida debajo de la piel...
--¡Ay! me ha de contar cómo fué. No..., pero antes las batallas.
Gabriel se incorporó quedándose sentado en la hierba, con las piernas
estiradas y el haz de gramíneas en la mano. Habíalas verdaderamente
airosas y elegantes, montadas en tallos como hilos; sus menudas
simientes pajizas temblaban, bailaban, oscilaban, se encrespaban y
bullían como burbujas de aire moreno, como gotas de agua enlodada;
algunas semejaban bichitos, chinches; otras, como la _agrostis_, tenían
la vaporosa tenuidad de esas vegetaciones que la fina punta del pincel
de los acuarelistas toca con trazos casi aéreos, allá al extremo de los
países de abanico: una bruma vegetal, un racimo de menudísimas gotas de
rocío cuajadas. Con aquel fino puñado de hierba, Gabriel acarició la
cabeza trigueña de su sobrina, diciendo con una explosión de alegría
casi infantil:
--¡Ah, pícara... pícara! Ves cómo tenemos de qué hablar... y nos sobra.
¿Lo ves, lo ves? Yo te cuento guerras ó catástrofes como esta de la
pólvora que se me metió entre cuero y carne, y muchas cosas más que me
han pasado; y tú...
--¡Bah! No haga burla, no haga burla... Ya se sabe que yo no puedo
contar nada que valga dos nueces.
--Que sí, mujer... Más que yo; doscientas veces más. Tú eres una doctora
y yo un ignorantón.
--¿Con tanto como estudió?
--En los colegios, hija mía, nos enseñan cosas muy raras y
estrafalarias, que andan en libros... y mira tú, lo bueno es que allí se
quedan, porque luego, en la vida, no se las vuelve uno á encontrar ni
por casualidad una sola vez. Pues sí... ¡tú vas á reirte de mí cuando
veas lo tonto que soy! No diferencio el trigo del centeno...
La montañesa soltó una carcajada fresquísima.
--No he visto nunca moler un molino... El único en que estuve lo tomamos
á cañonazos: era un molino en que se habían hecho fuertes las gentes del
cabecilla Radica... Ya te figurarás que no molía entonces...
Redobló la carcajada de Manuela.
--Tampoco he visto segar... Ayer me enteré de que hacéis unas cosas que
se llaman _medas_, que son como una pirámide de haces de mies... y eso
porque te ví encaramada encima como un loro en su percha...
Ya no era risa; era convulsión lo que agitaba á Manuela, obligándola á
echarse atrás, á recostarse en el tronco del castaño para no caer... Con
una mano, á la usanza aldeana, se comprimía la ingle, y con otra se
tapaba la boca y la nariz, pero entre sus dedos rezumaban y salpicaban
chorros de risa que, por decirlo así, caían sobre el rostro del
artillero.
--Ay... ay... que me muero... que no puedo más...--decía la
chiquilla.--Ay... por Dios... no diga tontadas así...
Sonreíase él, contento del efecto producido, y haciendo girar entre
pulgar é índice el fino tallo de una gramínea, que por el volteo
apresurado parecía una rueda de dorada niebla. Paróse, al ver un insecto
semejante á una media bola de coral pulido, con pintas de esmalte
negro, que le había caído sobre el dorso de la mano y allí permanecía
inmóvil.
--Ahí tienes--murmuró dirigiéndose á su sobrina, que pasado el espasmo
se había quedado como aturdida, con dos lágrimas que le asomaban al
canto de los lagrimales--mira si es verdad lo que tanto te hace reir,
que ahora me veo en el apuro de ignorar qué fiera es esta que se me ha
domiciliado en la mano.
--¿Esa?--balbució la niña como saliendo de un letargo--es una _mariquita
de Dios_.
--¿Y por qué se está tan quieto este bicho divino?
--¿Quiere que vuele? Yo la haré volar enseguida.
--¿Pinchándola? No. Mira que yo, aquí donde me ves con estas barbas, no
puedo sufrir que se lastime á ningún animal.
--¿Piensa que yo soy un verdugo? Verá cómo vuela solo con hablarle.
Y la niña, acercándose tanto á la mano de su tío que éste sintió el
húmedo calor y la frescura de su sano aliento, murmuró misteriosamente:
--_Mariquiña, voa, voa, que chei de dar pan é ceboa._
A las primeras sílabas del conjuro el insecto se bullió; á las segundas
removió sus patas, que parecían hechas de cabitos cortos de seda negra;
á las terceras entreabrió las alas de coral, descubriendo debajo otras
de gasa, de sombría irisación, que tenía replegadas como las alas
membranosas del murciélago; y antes de que la fórmula cabalística
terminase, alzó el vuelo rápidamente y se perdió en el aire.
--No he visto en los días de la vida animal más bien mandado--observó
Gabriel un tanto sorprendido.--¿Obedecen así los demás bicharracos?
--¿Los demás? Buena gana! Si fuese una avispa y le clavase el aguijón...
ya vería si obedecen ó no.
--¿De modo que los bichos más dañinos son las avispas?
--¡Uy! otros son peores. Hay los de cuatro patas... Raposos y lobos;
allá en lo más alto de la sierra, jabalíes; la marta, que se come las
gallinas; el _miñato_, que mata las palomas... Pero á mí esos animales
fieros no me dan cuidado ninguno; me gustaría ir con los cazadores
cuando dan la batida á los lobos, que debe ser precioso; pero á lo que
tengo miedo es á... los perros rabiosos, en este tiempo del año. Dice
que cuando muerden, para que uno no se muera, hay que quemarle con un
hierro ardiendo el sitio donde dejan la baba... ¡ih, ih, ihhh! (Manolita
se estremeció, subiendo los hombros como si tuviese frío).
--¡Qué nerviosa es!--pensó para sí Gabriel, el cual, en medio de la
embriaguez que le producía el ver á la niña tan domesticada ya y
entretenida en tan familiar y afectuosa plática, no dejaba de
estudiarla, recordando que tenía que hacer con ella oficio de padre, de
maestro, y aun quizás de médico; tierno protectorado, acaso lo más
dulce y atractivo de la obra de caridad que su corazón emprendía.--Al
mismo tiempo--calculó mirando la coloración trigueña, encendida y melada
del rostro de su sobrina--hay sangre, generosa, rica y roja... Me gusta
que tenga nervios: por el camino de los nervios se puede conseguir tanto
de la mujer!
Aún charlaron algo más antes de volver á los Pazos á la hora de la
comida. Al atravesar el bosque, pudo ver el comandante que los nervios
de su sobrina se estaban quietos en ocasiones que alborotarían los de
una señorita cortesana. Allá, en lo más oscuro y enmarañado del bosque,
notó Gabriel un roce entre las hojas, algo parecido al cimbrear de una
vara verde; y al punto mismo vió pasar á dos dedos de sí, con el
espinazo arqueado y enhiesto, arrastrado el pecho, la plana cabeza
erguida, una gruesa culebra, distinguiendo la blancura azulada de su
vientre. Sería como la muñeca de un niño, y mediría de largo vara y
media. Gabriel se quedó fascinado, sintiendo el frío que causa la
presencia de los reptiles. Manolita en cambio se bajó, y escudriñando
entre las hojas caídas y la maleza, blandió triunfalmente un objeto
amarillento, larguirucho, diáfano, que parecía hecho de papel de seda
untado con aceite, por encima imbricado de escamas, por debajo plegado
en pliegues horizontales; un andrajo orgánico, que aún parecía conservar
la flexible curvatura del tronco que momentos antes revestía.
--La camisa de la culebra!--gritaba entusiasmada Manola.--¡La ha soltado
ahí la bribonaza! ¡Vestido nuevo, que estamos en tiempo de feria! Ah
maldita! Si yo tuviese una piedra con que _esmagarte_ los sesos!...
Mire, mire, mire--exclamó metiéndosela á Gabriel casi por los
ojos:--mire la hechura de cabeza, mire la boca, mire los ojos... como se
conocen los ojos!
--La llevas?--preguntó Gabriel viendo que se la enrollaba á la muñeca.
--Toma! Para enseñársela á Perucho.
XVII
Después de comer, transcurrida la hora sagrada de la siesta, Gabriel
sintió otra vez llamar á su puerta, no con los nudillos y desdeñosamente
como por la mañana, sino con el batir imperioso de una manecita que
manifiesta cierta cordialidad y deseo de ver pronto á la persona que
busca. Saltó el comandante del canapé en que se había recostado, más á
leer que á dormir. Como todo hombre de hábitos intelectuales, Gabriel,
al llegar á los Pazos, había buscado algún alimento del alma, alguna
lectura: el obsequioso Gallo le había ofrecido sus periódicos (el señor
los leía también al día siguiente); pero Gabriel, recordando haber visto
por la mañana en el archivo un armario-estantería donde encima de las
oscuras encuadernaciones de antiguos libros relucía algún filete de oro,
se fué allá terminada la comida. Al abrir las hojas forradas, en vez de
vidrios, de rejilla de alambre, salió una tufarada de moho, de polvo, de
humedad; cenicientas polillas huyeron despavoridas de su refugio
predilecto. No se arredró: fué sacando volúmenes. Cada libro que abría
era un depósito de larvas, una red de túneles abiertos por el diente del
insecto bibliófilo: y el cadáver del siglo XVIII se alzaba de su
sepulcro, todo comido de gusanos: allí estaban, calados y alicatados por
la polilla con mil pintorescos dibujos, _La Enriqueida_, _El Contrato
Social_, la _Moral universal_, las _Confesiones_, la _Nueva Heloísa_: y
también las novelas del género sentimental interminable: _Clara
Harlowe_, _Pamela Andrews_, á las cuales las ratas, por no ser menos
que los bichos, habían roído los cantos y puesto como una sierra el
borde de las hojas. Lo único que encontró Gabriel en mediano estado
fueron las obras de Feijóo y Sarmiento, unos tomos del _Viajero
universal_ y un ejemplar de los _Nombres de Cristo_, así como la
traducción del _Cantar de los cantares_, también del Maestro León.
Llevóse para su cuarto lo más aceptable, y recordando sus aficiones
filosóficas, se hundió en las luminosas simas platónicas de los
_Nombres_. Pero entre su vista y la hoja de grueso papel en que el
tiempo había derramado un baño de ámbar, se interponían dos ojos serenos
y ariscos, ojos de novilla virgen, que miraban con despego primero y con
pensativa curiosidad después. ¡Qué aprisa soltó el libro al oir llamar!
--Está cansado? Si no, es hora de ir saliendo.
--Adónde?
--Por ahí. ¿No dijo que quería...?
--Sí, chiquilla; contigo, al fin del mundo.
Ella se encogió de hombros, respuesta que tenía preparada para cuanto
le sonaba á galante broma: pero ya sin el enfado rabiosillo de por la
mañana.
Al salir á campo abierto, sobrecogió á Gabriel el ardor sofocante del
día. El aire era fuego, fuego fluido que envolvía el cuerpo, penetraba
en el cerebro, derretía los sesos y causaba la sensación de hallarse
metido en una zanja, rodeado de hogueras. La naturaleza, abrumada por
aquella temperatura canicular, yacía inmóvil: no corría brisa alguna.
Manuela sin embargo andaba ligera, en términos que á su tío siempre le
costaba trabajo seguirla. Tomaron un sendero oculto días antes por el
movible mar de oro del trigo: pero ya la vega había ido despojándose del
manto de seda amarilla, y la vista no se recreaba al contemplar, desde
los oteros, las anchas alfombras, tan alegres, que parecían un pedazo de
luz solar: ahora se veía la desnudez de la tierra, la negrura de los
surcos, invadidos por el estéril helecho, y sobre los cuales yacían los
haces en desorden como muertos después de la batalla; entre las
cortadas espigas doblaban la cabeza moribundas las amapolas de tafetán
con corazón de terciopelo negro, las nevadas mejoranas, los cardos, las
alfalfas y tréboles, toda la flora que se cobija á la sombra de la mies
y vive por ella sola. Aún queda otra cosecha, en verano, otra planta
tierna y verde que esparce su polen fecundante por el aire encendido: es
el maíz, el maíz susurrón y melancólico, nunca saciado de agua; la
cosecha del otoño gallego. Manuela fijó los ojos en la _cortiña_ segada.
--Después de que siegan ya parece que se escapa el verano--pronunció con
cierta pesadumbre, pensando en alto, pues el verano era para ella la
época suspirada, la época en que su compañero, su amigo de toda la vida,
regresaba de Orense, y corrían y se solazaban juntos. Gabriel no
comprendió el pesar de la montañesa: creyó que pensaba en el trigo no
más, y miró á su vez los surcos. Empezaba á considerar con simpatía,
aunque por reflejo, aquella cosa vasta y vaga, _el campo_, mas no se le
ocultaba que la veía al través de Manuela, con ese interés que inspiran
las cosas que son el ambiente y el marco de la persona querida.
--¿Se puede saber á dónde me lleva su alteza la infanta?--preguntó
cuando cruzaron el barbecho y fueron bajando á una pequeña hondonada en
que crecían hasta una docena de olmos muy bajos.
--Vamos á la represa del molino... le enseñaré cómo muele... porque si
subiese por la montaña, se moriría con el calor que hace...
--No, mujer... ¿por quién me tomas? tú crees que yo soy una damita...
Verás cómo no me canso, por muy largo que paseemos y por mucho que sea
el calor.
Lo cierto es que el artillero pensaba ahogarse. Desde los tiempos en que
andaba á la greña con los carlistas, no había pasado sofocón por el
estilo, y el andar rápido de la muchacha le ponía á prueba. Pero antes
mártir que confesor. No quería darse por vencido ante un poco de sol,
y, como todos los enamorados, quería alardear de vigor y salud.
--Vaya, vaya--dijo con graciosa roncería su sobrina--que si yo lo
llevase allí (y señaló una cumbre no muy distante, que herida por el sol
brillaba con resplandores micáceos), ya veríamos si podía volver por su
pie.
--Niña... ¿pero tú te imaginas que nunca he escalado montes? ¡Caramba,
hija! Y con la batería, que es un poco más peliagudo. ¿Cómo se llama esa
altura?
--Pico-Medelo. Otro día iremos allá, ya que se hace de tan valiente, á
ver quien saca la lengua primero; pero hay que salir por la fresquita de
la mañana y entonces se ve desde allí una vista tan preciosa, que no sé:
dicen que hasta se ve algo de Portugal. Es preciso que sea un día que
sople vendabal, porque con él se ve más lejos que con el _nordés_. Y
allí hay unas piedras viejísimas que dice que fueron de un castillo del
tiempo...
La montañesa reflexionó, llamando en su ayuda todo su caudal de
erudición.
--Del tiempo de los moros--exclamó al fin muy formal.
Viendo en el rostro de Gabriel una media sonrisa cariñosísima, añadió:
--¡Bah! Me hace burla. Pues no le vuelvo á contar nada. ¡Cuidado ahí!
Que se puede resbalar en las hierbas, y ¡pataplum!
Seguían orillando el diminuto barranco, en cuyo fondo iba cautivo un
riachuelo que después se tendía encharcándose, antes de llegar al
molino, invisible aún. La proximidad del agua y la sombra de los olmos,
en tal momento, hacían del barranco un oasis. Entapizaban la superficie
de la charca esas plantas acuáticas, esas menudísimas ovas que parecen
lentejuelas verdegay, y engañan la vista representando una continuación
del prado: Manuela avisó al artillero, cogiéndole del brazo, para que no
metiese la bota entera y verdadera en el río. Al borde de la charca se
arrastraban rojizas babosas y limazas negras de una cuarta de largo:
daba grima pisarlas por la resistencia elástica que oponía su cuerpo.
Espadañas, gladiolos y juncos elevaban sus lanzas airosas al borde del
agua. El terreno estaba empapado, y la suela de la bota de Gabriel, al
posarse en la hierba, dejaba un ligero charco, borrado al punto. Oíase,
misterioso y grave, el ruido del agua en la presa. Manuela se volvió de
pronto.
--¿Sabe pescar?--dijo á su tío.
--¡En qué aprieto me pones! Jamás he cogido una caña, ni una red, ni...
--¡Qué lástima! Si Perucho viniese, esta noche de seguro que cenábamos
una anguila tan gorda como mi brazo (y ceñía la manga de su traje para
que se viese bien el grosor de la anguila.) Las hay hermosas en la
presa. Entre el mismo barro las pescan con un pincho... Hay que
remangarse...
--Vea usted--pensaba para sí el artillero.--¿De qué me sirven aquí
filosofías ni matemáticas? Me convendría mucho, para conquistar á esta
criatura, pescar anguilas. Yo aquí soy un sér inútil.
Rota la cortina de olmos, apareció el estanque de la presa, del cual
emergían los escobones de las poas y las flores rosas de la salvia: el
agua se precipitaba espumante, pero Manuela vió con sorpresa paradas las
paletas del molino.
--Hoy no muele--dijo meneando la cabeza.--Ya me figuro por qué será;
pero venga, que preguntamos.
Desandó lo andado, y volviendo á meterse por entre los olmos, torció á
la derecha por un maizal, y pararon ante una era mucho más chica que la
de los Pazos, cerrada por humilde tapia. Un perro de amarillento pelaje,
atado á una cuerda al pie del hórreo, saltó ladrando como una fiera y
arrojándose á morder; pero á la puerta de una casuca asomó una mujer
anciana, y amansó al fiel vigilante con un--¡Quieto, can!--que en sus
labios sonaba como regaño de persona cortés al criado que recibe mal una
visita.
--Entren, entren, mi ama y la compañía--suplicaba obsequiosamente la
vieja, riéndose con desdentada boca. Gabriel miró á la mujer y la
encontró típica. Representaba unos sesenta años: el sol había curtido su
piel, que en los sitios donde sobresalen los huesos tenía el bruñido y
la lisura de la piel de los arneses cuando el uso la avellana. Sus ojos
grises, incoloros, hacían un guiño entre malicioso y humilde; su
pescuezo colgaba en pellejos negruzcos, confundiéndose su color y la
sombra del arranque del pelo, única parte que descubría el pañuelo atado
á la usanza campesina, con una punta colgando sobre la espalda y dos
cruzadas encima de la frente, á modo de orejas de liebre. Llevaba
pendientes de prehistórica forma, parecidos á los que tal vez se
encuentran en alguna sepultura; y el cruce de otro pañuelo sobre su
pecho dejaba adivinar senos flojos de hembra cansada de criar numerosa
prole. Remangadas las mangas de la camisa, se ostentaba su brazo--un
poema de laboriosidad, un brazo en que las finas venas azules, que al
escotarse las damas atraen la vista como el jaspeado de un rico mármol,
eran gruesos troncos negruzcos, cuyas raíces se destacaban en relieve
sobre la carne terrosa, parecida á barro groseramente cocido.--El
semblante de la vieja respiraba satisfacción y amabilidad, y guiaba á
los visitadores hacia su casa como si les fuese á hacer los honores de
un palacio.
A la puerta estaba un rapazuelo como de dos años, de esos que se ven
jugar ante todas las casucas de labrador gallego: cabeza grande, pelo
casi blanco de puro rubio, muy lacio y que cae hasta la nariz,
barriguilla hidrópica, fruto de la alimentación vegetal, sayo que
respinga por delante, pies zambos, magníficos ojos negros que se clavan
fascinados de terror en el que llega, el índice metido en la boca, y
suspensa la respiración. El rapaz lucía un sombrero de paja con cinta
negra, en el estado más lastimoso. La abuela, al entrar precediendo á
Manolita y Gabriel, le dió un pequeño lapo para que se apartase, y en
dialecto explicó, repitiendo cada cosa cien veces y con las mismas
palabras, que los chiquillos eran unos demonios, que á éste y á su
hermana los había tenido que encerrar en el sobrado para poder cocer con
sosiego, que hacía más de dos horas que pedían _bola_, aun antes de
estar amasada la harina y caliente el horno, y que si no le bastaba
haber cuidado tantos hijos, ahora le caían encima los nietos.
--Son los chiquillos del molinero--dijo Manolita alzando al muñeco
panzudo y besándolo en la faz, sin asco del amasijo de tierra y algo
peor que le cubría nariz y boca.--¿Y... por qué no está hoy su hijo en
el molino, señora Andrea?--preguntó á la vieja.
--¡Ay mi ama... palomiña querida!--exclamó lastimosamente ésta,
levantando al cielo las manos, como para tomarlo por testigo de alguna
gran iniquidad.--¿Y no sabe que estos días, con el cuento de la siega...
de la maja... no sabe cómo andan, paloma?
Al entrar en la casa, lo primero que vió Gabriel fueron las cabezas de
dos hermosos bueyes de labor, que asomaban casi á flor de suelo,
saliendo de un establo excavado más hondo. A un lado y otro, haces de
hierba. A izquierda, la subida al sobrado, donde estaban las mejores
habitaciones de la casa: una escalera endiablada y pina, por donde
treparon todos, y tras ellos, á gatas, el chicuelo. Arriba encontraron á
su hermanilla, morena de cuatro años, hosca, ojinegra, redondita de
facciones; cuando le alabaron su hermosura tío y sobrina, respondióles
la vieja con afable sonrisa:
--De hoy en un año andará por ahí con la cuerda de la vaca...
Gabriel sintió un estremecimiento humanitario. ¡Con la vaca, aquella
criaturita poco más alta que un abanico cerrado, aquel sér lindo y
frágil, aquellas mejillas que pedían besos; una cuerda gruesa, áspera,
enrollada á aquella muñequita débil! En dos minutos la incorregible
fantasía le sugirió mil disparates, entre ellos adoptar á la niña; todo
paró en echar mano al bolsillo para darle una moneda de plata; pero se
había dejado en los Pazos el portamonedas, y sólo encontró el pañuelo.
Este era de los más elegantes para viaje y campo, de finísimo fular
blanco, y las iniciales bordadas con seda negra. Se lo ató al cuello á
la chiquilla, que bajaba los ojos asombrada y dudosa entre reir ó
llorar.
--¿Cómo se dice? Se dice gracias, Dios se lo pague--gritó la abuela con
mucha severidad; por lo cual la niña, volviendo la cabeza, optó por
hacer un puchero de llanto. Vieron el sobrado en dos minutos: había el
_leito_ ó cajón matrimonial, y la cama de la vieja, un brazado de paja
fresca sobre una tarima desde que se le había muerto su _difuntiño_, no
podía dormir sino allí, porque tenía miedo en el antiguo _leito_. Los
chiquillos dormirían... sabe Dios dónde: abajo, al calor del establo de
los bueyes, ó tal vez en el horno. Dos ó tres gatos cachorros
correteaban por allí, magros, mohínos, atacados de esa neurosis que en
el país les curan radicalmente cercenándoles de un hachazo la punta del
rabo. Otro gatazo lucio y hermosísimo salió á recibir á la gente que
bajaba del sobrado: era de los que llaman _malteses_, fondo blanco,
manchas anaranjadas y negras distribuídas con la graciosa disimetría que
embellece la piel del tigre. Manuela se inquietó al ver al pequeñuelo
rubio descender solito por la escalera sin balaústre: la abuela se
encogió de hombros: ¡bah! á los chiquillos los guarda el diablo: ¿pues
no se había quedado un día colgado del primer escalón, sosteniéndose con
las uñas y berreando hasta que lo fueron á coger? Esa clase de hierba
nunca muere... Que pasasen, que verían su bolla... Entraron en la
cocina, que cogía á la derecha tanto trecho como los establos y el
sobrado: recibía luz por la puerta de la división de tablas, que
comunicaba con el corredor, y una poca más se colaba libremente por el
techado á tejavana; es verdad que también la iluminaban los hilos de
brasa de unos _tallos_ ó troncos menudos que ardían en el hogar.
Encendió la vieja un fósforo, y enseñó orgullosamente un magnífico pan,
una soberbia torta de _brona_, color de castaña madura, bien redonda,
bien cocida, bien combada hacia el medio, bien cruzada de rayas formando
un enrejado romboidal. Alumbró después con su fósforo las profundidades
del horno, cuya boca guarnecían ascuas inflamadas, y allá en el fondo se
vieron tres ó cuatro torterones enormes, que acababan de cocerse. En el
hogar resonaba un coro de grillos, muy bien afinado; un concierto
misterioso, que sin lastimar el oído, vencía la tristeza del silencio.
La vieja partió la torta, y alargó un pedazo á Gabriel y otro á
Manolita, rogándoles que _no la despreciasen_, que probasen _su
pobreza_. Hincaron el diente en el pan, de bonísima gana: al partirse el
cortezón, descubría una masa amarilla, caliente y sabrosa, que Manuela
alabó mucho.
--Pero, señora Andrea, ¿qué le echa á la brona? Por fuerza esta mujer es
_meiga_, y tiene algún secreto... Si parece bizcocho de Vilamorta.
--¡Ay mi ama, paloma! Ni siquiera _mistura_ llevó, que se nos acabó el
centeno y está el nuevo por majar aún... Cuando lo haya, entonces me ha
de venir á probar mi _bola_...
--Pues está mucho mejor hecha que la de casa; vaya si está... ¿Le gusta,
tío Gabriel?
--Riquísima..... La mejor prueba es que he despachado la mía ya..... ¿Me
das de la tuya?
--Tome, tome, señor--murmuró la paisana ofreciendo otro trozo: pero al
ver, á la luz del fósforo, el rostro de Gabriel vuelto hacia su sobrina
implorando el pedazo que la niña mordía aún, con la rápida intuición y
la astuta sagacidad de las gentes del campo, bajó lentamente el brazo y
no insistió en el ofrecimiento. Cuando salieron, llamó la atención de
Gabriel, enseñándole las puertas de su casa, todas carcomidas.
--Señor--dijo en tono quejumbroso--¿y no le ha de decir al señor marqués
ó al señor Angel que nos ponga unas puertas nuevas? Estamos sin defensa,
señor, sin defensa para el invierno... ¿Si entra gente mala y nos roban
nuestra pobreza toda, señor?... Mi ama ¿no lo ha de decir en casa, por
el alma de quien la parió, paloma?
--Calle, calle--respondía Manuela;--que si les hiciesen caso, estaría
siempre el carpintero amañándoles algo.
--Pero mire, santa, mire...--Y la vieja arrancaba con los dedos astillas
del podrido maderamen para demostrar la justicia de su pretensión. Los
chiquillos, domesticados ya, venían á enredarse entre las piernas:
Gabriel hubiera dado dos duros por tener allí uno, en pesetas, y
repartirlas á aquella tropa.
--Os he de traer una cosa...--les dijo besándolos con tanta resolución
como su sobrina. El rapaz continuaba con su _pucho_ encasquetado; la
abuela se lo derribó, advirtiéndole con la misma severidad de antes:
--¿No se dice _besustélamano_? ¿Ó cómo se dice?--Y arrancando la
cobertera de la cabeza de su nieto, la mostró á Gabriel metiendo los
cinco dedos por otros tantos agujeros fenomenales: podían creerle que
era un sombrero nuevecito, comprado en la última feria de Cebre; pero
al enemigo del rapaz, ¿qué se le había ocurrido hacer? pues con la hoz
de segar la yerba, lo había segado, perdonando ustedes... y así estaba
ahora, que parecía un Antruejo (_Antroido_). Con esto, la buena de la
vieja acompañó á las visitas hasta el límite de su era, á fin de
librarlos del colmilludo mastín, y los despidió con un ¡vayan muy
dichosos! que ahogaron los ladridos del vigilante.
--Vaya, ¿se divirtió?--preguntó Manuela muy risueña al salir.
--No sabes cuánto, hija. No doy lo que acabo de ver por las más pintadas
distracciones que puede ofrecer un pueblo. Chiquilla, no sólo me
divierte, sino que me interesa... pero no sabes cómo. ¿No te parece á ti
que daría gusto ir entrando así en todas las casas de estas pobres
gentes, una por una, y enterarse de lo que necesitan, de lo que quieren,
de lo que piensan...?
--¡Ay! son tantas cosas las que necesitan... Á mí y á Perucho nos
rompen siempre los oídos pidiendo... Que una _chaminé_ porque los mata
el humo; que rebaja del arriendo porque la cosecha fué mala; que perdón
de la renta de castañas porque no se cogieron... El diablo y su madre.
Si uno pudiera... Pero mi padre y Angel no hacen caso maldito... Son muy
pedigüeños; lo que es eso es la pura verdad. Yo... dar... les doy lo que
tengo: toda mi ropa vieja... pero es poquita.
Gabriel Pardo, olvidando ideas humanitarias y fantasías sociológicas,
sintió al oir estas frases, que dijo Manolita con acento alegre é
indiferente, tiernísima compasión por su sobrina; y la miró de tal
manera, que la montañesa volvió el rostro y cogió una rama del espliego
que formaba el seto del huerto de la señora Andrea. Gabriel se alegró de
la turbación de la niña. Le parecía imposible haberla amansado tanto en
tan corto tiempo: indiferente del todo hacía pocas horas en la era,
áspera por la mañana, se había ablandado, conversaba familiar é
íntimamente con él, se pasaba el día acompañándolo, sin dar muestras de
cansancio ni de fastidio; más aún: sentía involuntariamente el poder de
aquel afecto nuevo, no se enojaba por miradas claras y expresivas ni por
palabras ó movimientos afectuosos; era en suma una cera virgen, y
Gabriel presentía enagenado los deliciosos relieves que un hombre como
él sabría imprimirle. Resolvió no espantar á la cierva, no insinuarse
más por no perder las conseguidas ventajas; seguir aprovechándolas,
haciéndose simpático, adquiriendo cierto ascendiente sobre Manuela y
aguardar un momento favorable.
Bajaron hacia el fondo del valle, donde debía estar terminándose la
faena de la siega. De repente, recordó algo el artillero:
--Tengo que ver al señor cura... ¿Me llevas allá?
--Bien... justamente estamos cerquita de la iglesia y de la casa.
XVIII
La rectoral de Ulloa, en poder de su actual párroco, era la mansión más
apacible y sosegada. El cura vivía con un criado, y no pisaba los
aposentos otro pie femenino sino el de las mozuelas que en Pascua
florida venían á traer las acostumbradas cestas de huevos, los quesos y
los pollos--en cantidad bien escasa, pues el señor abad no exigía, y los
labriegos se aprovechaban, contentándole con poco y malo.
El criado era uno de esos fámulos eclesiásticos que sólo pueden
compararse con los asistentes de militares, porque además de una
lealtad canina, son seres universales y andróginos, que reunen todas las
buenas cualidades del varón y de la hembra. El del cura de Ulloa podía
servir de modelo. Lo poseía por herencia de otro cura del arciprestazgo,
á quien Goros--que así se llamaba el sirviente--había cuidado y asistido
hasta el último instante en una enfermedad larga y cruel, con tanto
esmero como la enfermera más solícita. Al encontrar á Goros, el cura de
Ulloa resolvió el problema que él juzgaba más arduo: arreglar la vida
práctica sin admitir en casa mujeres. Goros tenía cuidado de levantarse
por la mañana muy temprano, y de despertar á su amo, pues según decía él
en dialecto, demostrando su pericia en asuntos de la vida eclesiástica,
_el clérigo y el zorro, si pierden la mañana, lo pierden todo_; y cuando
el párroco volvía de misar, le aguardaba ya un chocolate hecho al modo
conventual, con una onza de cacao mitad caracas y mitad guayaquil, macho
y sin espuma, confortativo como él solo. Mientras su amo rezaba, leía ó
asentaba alguna partida en el registro parroquial, Goros se dedicaba á
guisar la comida, no sin haber entregado á medio día la llave de la
iglesia al sacristán, para que tocase á las Ave-Marías. A la una,
contada por el sol, único reloj de que se servía Goros para averiguar la
hora que estaba _al caer_, llamaba á su amo y le servía con diligencia
la apetitosa aunque frugal refacción: la taza de caldo de patatas ó
verdura con jamón, tocino y alubias de cosecha, el cocido con cerdo y
garbanzos, el estofado de carne con cebollas, la fruta en el verano, el
queso en invierno, el vinillo clarete, con olor á silvestre viola. El
cura comía parcamente, distraído, pero así y todo, Goros notaba sus
inconscientes golosinas, sus instintivas preferencias, y no se olvidaba
jamás de acercarle la tartera cuando el guisote le había agradado, ni de
dorarle la sopa de pan, porque sabía que le gustaba así. Por la tarde,
cuando el cura dormía su breve siesta ó recorría el huerto con las
manos á la espalda embelesándose en notar lo que había crecido desde el
año pasado un arbusto, ó se iba á visitar á algún feligrés enfermo ó á
cuidar del ornato de la iglesia y el cementerio, lidiaba el bueno de
Goros con la hortaliza, cavaba las patatas, plantaba coles, enviaba al
pasto con un zagal de pocos años el ganado vacuno y la yegua, y luego
bajaba al río, y con sus propias manos, cual otra Nausicaa, lavaba toda
la ropa blanca, que lo hacía primorosamente, así como aplancharla y
estirarla, sirviéndose de una de esas planchas antiguas, en forma de
corazón, que ya no se ven sino arrumbadas en los desvanes. No eran estas
las únicas habilidades femeniles de Goros. Había que verle por las
noches, á la luz de una candileja de petróleo, provisto de un dedal
perforado por arriba y abajo, de los que usan las labradoras, bizcando
del esfuerzo que hacía para concentrar el rayo visual y enhebrar una
aguja, apretando entre las rudas yemas de sus dedos el hilo que antes
había retorcido y humedecido para aguzarlo; y cumplida la ardua faena de
enhebrar, y encerando la hebra con un cabo de cera, dedicarse á pegar
botones á los calzoncillos, echar remiendos á las camisas, poner
bolsillos nuevos á los pantalones y aun zurcir las punteras de los
calcetines del cura; todo lo cual no iría curioso, pero sí muy firme,
como los cosidos del diablo. ¿Qué más? En las largas veladas de
invierno, junto á la lumbre de sarmientos que chisporroteaba, acurrucado
en el banco, Goros, con sus manos cansadas de labrar la tierra todo el
día, aquellas manos peludas por el dorso, callosas por la palma y los
pulpejos, zarandeaba cuatro agujones de hacer calceta, y á eso se debían
las buenas medias de lana gorda con que abrigaba pies y pantorrillas el
señor cura.
Si por hogar se entiende, no la asociación de seres humanos unidos por
los lazos de la sangre ó para la propagación y conservación de la
especie, sino el techo bajo el cual viven en paz y en gracia de Dios y
con cierta afectuosa comunicación de intereses y servicios, el cura de
Ulloa había reconstruído con Goros el hogar que perdiera al fallecer su
madre. Y en cierto modo, hasta donde puede aplicarse la frase á dos
individuos del mismo sexo, Goros y él se completaban. El criado era para
el cura, para el místico que apenas sentaba en la vida práctica la suela
del zapato, quien le impedía desmayarse de necesidad ó perecer transido
de frío en invierno. Por Goros tenía tejas en el tejado, leña que quemar
en la leñera, huevos frescos para cenar y buen chocolate para el
desayuno, y por Goros cubría sus carnes con ropa limpia y de abrigo; por
Goros le quedaban unos reales para traer de Cebre candela, lienzo,
aceite, sal, fósforos y loza; por Goros no faltaba nada en aquella
rectoral de aldea, humilde como la que más, y como ninguna aseada y
abastecida de lo indispensable.
Cuando Goros entró á servir al cura, hacía dos años que éste había
perdido á su madre y despabilado las economías de la difunta entre
caridades, préstamos sin interés á feligreses pobres, ropa para la
iglesia, ornato del cementerio, y otros gastos superfluos. En el
gobierno de la casa se habían sucedido dos viejas brujas, á cual más
holgazana, ávida é impudente, porque el cura de Ulloa, al tomarlas, no
les exigió más requisito que pasar de los sesenta y estar hechas unas
láminas por lo arrugadas y horrorosas. En ese terreno el abad era
intransigente, y sentía que no bastaba ser bueno, que era preciso
también parecerlo y que, añadía suspirando, aun con las mejores
intenciones se da á veces pasto á la calumnia. Las dos Parcas dejaron la
rectoral desmantelada, y Goros tropezó con dificultades inmensas al
principio de su misión restauradora. El cura casi no le daba un ochavo
para sus gobiernos, y el fámulo no sabía á qué santo encomendarse. Poco
á poco fué tomando confianza con su amo, y aun adquiriendo cierto
imperio sobre él: y entonces siguió la pista al dinero del cura, á las
dádivas impremeditadas, á los feligreses morosos en el pago de derechos,
á los préstamos sin interés, al chorrear continuo de limosnitas pequeñas
que absorbían lo mejor de la paga, sin que literalmente quedase en el
presbiterio con qué arrimar el puchero á la lumbre. Y sin que el cura lo
notase, ni pudiese evitarlo, Goros empezó á luchar por la existencia,
defendiendo al pastor contra las ovejas que amenazaban tragárselo, como
la tierra caída de la montaña iba tragándose la pobre iglesia de Ulloa.
Goros se hizo recaudador, y á veces, con el instinto de rapacidad que
caracteriza al aldeano, exactor y usurero. Reclamó y cobró algunas
cantidades prestadas, é introdujo severo orden en los gastos
equilibrándolos con los ingresos. Llegó el momento en que el cura, por
no pensar en la moneda, entregó al criado la llave de la cómoda,
diciéndole:--Mira si hay cuartos... dime si tenemos para esto ó para lo
otro.--Cabalmente era lo que Goros deseaba. Hecho intendente ya,
equilibró el presupuesto, realizando varias combinaciones que traía
entre ceja y ceja desde su llegada á casa del cura. El primer dinero que
pudo ahorrar, lo empleó en ganado, que dió á parcería; fué en persona á
las ferias, hizo tratos ventajosos, y trajo á la casa del cura un
bienestar modesto. Así se estableció el debido equilibrio entre las
potestades, dándose á Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del
César; el cura era el espíritu, Goros vino á hacer el oficio del cuerpo,
de la realidad sensible, factor del cual no es posible prescindir acá
abajo; y para que la similitud fuese completa, cuerpo y espíritu andaban
siempre pleiteando, queriéndose llevar cada uno la mejor parte, pues el
cura no hacía sino sonsacarle á su criado metálico y especies para
satisfacer, como decía Goros, el vicio de dar á todo Dios que llegaba
por la puerta, y Goros por su parte no recelaba mentirle al cura y á
ocultarle dinero á fin de que no lo derrochase sin ton ni son.
Cuando no estaba su amo presente, Goros soltaba la rienda á dos
inclinaciones invencibles suyas: decir irreverencias, y murmurar de los
curas y las amas. Cuantas chanzonetas agudas ó sátiras desolladoras ha
creado la musa popular y la irrespetuosa imaginación de los labriegos
contra las compañeras del celibato eclesiástico, cuantas anécdotas
saladas, coplas verdes, chascarrillos que levantan ampolla, y
dicharachos que arden en un candil, corren y se repiten en molinos,
_fiadas_ y deshojas, al amor de la lumbre, por este pueblo gallego que
posee el instinto de la sátira obscena y del contraste humorístico entre
las profesiones consagradas al ideal y las caídas y extravíos de la
naturaleza, todas las sabía Goros de memoria; y apenas se reunía con
gentes de su misma laya, bien en el atrio de una iglesia, á la salida de
misa, bien á la mesa de una taberna, en las ferias donde chalaneaba y
negociaba sus ganados, bien á lo largo de las _corredoiras_, cuando
regresan juntos cuatro compadres semi-chispos, tan dispuestos á
alumbrarse un garrotazo como á reirse mutuamente las gracias, vaciaba el
saco y daba gusto á la lengua, y soltaba todo su repertorio de
irreverencias y verdores, todas las coplas sobre el clérigo y el ama,
saliendo de aquella boca sapos y culebras, como de la de los energúmenos
al alzarse la hostia.
¿Quién será capaz de resolver si en el alma de Goros sería aquello
chispa de la santa indignación que inflamó á tantos Padres de la Iglesia
contra las mujeres que hacen prevaricar á los ordenados y contra el sexo
femenino en general? Porque Goros, aparte de semejantes desahogos
verbales, era en su conducta el mejor cristiano del mundo; cristiano
viejo, rancio, con aquella piedad desahogada y sólida, que ya no se
encuentra á dos por tres. No perdía la misa un solo día festivo;
confesábase dos ó tres veces al año; sus costumbres eran morigeradas; no
fumaba, no bebía, no comía con gula; pecaba sí de lenguaraz y aun de
propenso á la codicia y á la tacañería; pero hombre de bien á carta
cabal é incapaz de robar una hilacha á su amo. Y en cuanto á su
continencia, más que virtud, semejaba manía de misógino; todo el mal que
no hacía, se daba á suponerlo en los demás, siempre echando la culpa á
las hembras; y no sólo las huía por cuenta propia, sino que no serviría
por todos los tesoros del mundo á un cura mujeriego. El exterior de
Goros tenía algo de extraño, muy en armonía con todas estas prendas de
carácter; recordaba el de un puerco espín, y las cerdas del erizadísimo
cabello, la barba recia, descañonada á un dedo de la piel, pues Goros
andaba mal afeitado según la usanza de los eclesiásticos, contribuían á
la semejanza.
En presencia de su amo, los labios de Goros eran más limpios que si los
hubiese purificado el ascua encendida del profeta; bien se guardaría de
repetir la menor de sus desvergüenzas y pullas. Y no influía en este
modo de proceder el miedo á ser reprendido ó despedido, sino un respeto
misterioso que le infundía el rostro del cura de Ulloa: le
cortaba--decía él--la palabra en la boca. Era un rostro mortificado, de
esos que se ven en pinturas viejas, donde la sangre ha desaparecido y la
carne se ha fundido, ahondándose las concavidades todas, yéndose los
ojos, al parecer, en busca del cerebro y sumiéndose la boca que remata
en dos líneas severas, jamás modificadas por la sonrisa. Goros abrigaba
la convicción de que su amo era un santo y á ratos un simple. Algunos
hábitos y prácticas del cura le infundían temor vago; porque Goros era
supersticioso, y á pesar de sus irreverentes bravatas, tenía miedo
cerval á los muertos y á los aparecidos. ¿Qué manía la del señor abad,
de pasarse horas y horas en el cementerio, y volver de allí con los ojos
más hundidos y la boca más contraída que nunca?
Al salir el abad para su misa, solían pasar entre amo y criado diálogos
por el estilo del siguiente:
--Señor, ¿y ha de volver pronto para el chocolate?--preguntaba Goros
partiendo astillas de leña menuda contra el hueso de la tibia
derecha--(es de advertir que el fámulo tenía carne de perro). ¿Parará
mucho en el Camposanto hoy?
Un levísimo matiz sonrosado aparecía en los desecados pómulos del cura,
que contestaba haciéndose el distraído:
--Tú prepara el chocolate... y si se enfría... lo arrimas un poquito á
la lumbre...
--Se echará de _pierda_--contestaba Goros que solía tratar con notable
desenfado á la lengua castellana.
--No, hombre... siempre está bueno á cualquier hora.
No se atrevía el criado á porfiar. Aquella suavidad y mansedumbre le
imponían silencio y obediencia, mejor que ningún regaño. Batía su
chocolate con resignación y aguardaba.
También por las tardes solía el cura entretenerse más de la cuenta en el
dichoso cementerio, y Goros, después de la puesta del sol no dejaba de
recelar que le sucediese algo; no sabía explicar qué, pues ningún riesgo
concreto había en el breve camino de la iglesia á la rectoral. La
inquietud le obligaba á situarse de centinela junto á la puerta del
huerto por donde solía entrar su amo. Allí se lo encontraron las dos
visitas inesperadas que fueron á turbar el sosiego de la vida ascética
del abad de Ulloa.
La montañesa y su tío pusieron el pie en el huerto del cura cuando ya el
sol declinaba. Una gran melancolía inundaba el huerto, cuya puerta abrió
Goros de par en par, deshaciéndose en muestras de cortesía debidas á la
presencia de Gabriel, pues á Manolita no era novedad verla por allí de
tarde en tarde, y se la recibía como niña á quien el cura había tenido
mil veces en brazos de chiquita, pero las trazas del comandante
impusieron respeto al tosco fámulo.
--De contadito llega el señor _abade_...--murmuraba éste.--Entren,
pasen, siéntense.... ¿Ven? ya viene por allá...
Sobre la zona encendida del poniente, en el camino hondo, vieron tío y
sobrina moverse y aproximarse una figura negra, y conforme se
aproximaba, distinguía Gabriel sus contornos angulosos, acusados por la
raída sotanuela, y su cabeza pálida, exangüe, en que dibujaban dos
agujeros de sombra las concavidades de los ojos.
--¡Don Julián, don Julián!--gritó Manuela.
El cura apretó el paso, y al tenerlo cerca, Gabriel reparó atónito en el
carácter de su fisonomía, en el rostro demacrado, tan semejante á esas
caras de frailes penitentes que surgen de un fondo de betún sobre las
paredes de refectorios y sacristías antiguas; en los ojos cavos, de
párpado delgadísimo, que dejaba transparentar el globo de la órbita; en
el pliegue de la boca, semejante á un candado que cerrase las puertas
del alma. No parecía muy viejo el cura de Ulloa; pero se veía en él la
anulación del cuerpo. En aquella espléndida tarde de verano, impregnada
de calor, de vida, de fecundidad y regocijo, Gabriel sintió, al ver al
abad, repentino frío en la espalda, y el recuerdo de su hermana muerta
cayó sobre él como el velo negro sobre la cabeza del sentenciado.
Adelantóse no obstante, y con el mayor respeto tomó la mano del abad y
aplicó á ella los labios. De puro sorprendido, no retiró la diestra
Julián; pero á sus macerados pómulos afluyó un poco de sangre... y
balbuceó, clavando los ojos en tierra:
--Señor... señor...
--Para servir á usted, Gabriel Pardo de la Lage, el hermano de
Marcelina...
La ola de sangre subió á la frente del cura, bajó á las orejas, al
cogote y pescuezo; un temblor agitó la cabeza y la mano que el artillero
no había soltado aún. De repente, el cura se echó hacia atrás,
desprendió la mano, y la llevó á la frente, al mismo tiempo que se
apoyaba en la tapia del huerto. Ya se acercaba el artillero para
sostenerle; pero recobrando su continente absorto y como fantasmagórico,
al cual contribuían los ojos siempre bajos, el abad murmuró:
--Por muchos años... Servidor de usted... Sea usted muy bien venido...
Pase, suba; en la sala estará más cómodo que aquí.
--¿Yo no soy nadie, don Julián?--preguntó Manuela ofendida de que el
cura no hubiese contestado á su saludo.
--¿Qué tal, Manolita?--exclamó Julián, y alzando los ojos, miró á la
niña con indulgencia, aunque sin calor. Pero fué obra de un minuto. La
cortina de los párpados volvió á caer, y el cura echó á andar, señalando
á sus visitas el camino de la sala. Gabriel protestó: prefería quedarse
en el huerto; y se sentaron en un banco de piedra, frente á unas coles.
La conversación languidecía. El cura preguntaba acerca del viaje y del
vuelco, y después de oída la respuesta, transcurría un minuto de
silencio. No sabía el artillero qué decir: todo cuanto hablaba, y hasta
el sonido de su voz, le parecía extraño y fuera de sazón, y sentía ese
recelo, esa cautela y esa especie de sordina en el acento, en los
movimientos y hasta en la mirada que procuran adoptar los profanos
cuando visitan. ¡Extraña sensación! Nada de cuanto diga yo--pensaba
Gabriel--puede interesar á este santo: estamos en dos mundos diferentes:
á él le parece extraño mi lenguaje, y no me entiende; y lo que es yo,
tampoco le entiendo á él. ¡Un creyente á puño cerrado!--Y miraba con
atención el rostro ascético y los ojos bajos.--Un hombre que tiene fe...
¿Qué le importa lo que á mí me preocupa? ¿Cómo haré para marcharme
pronto, sin que parezca descortesía?
Su sobrina le dió el pretexto. Era tarde; había que estar en los Pazos
para la cena. Y se despidieron, siempre con la misma amabilidad triste y
forzada por parte del abad, y el mismo inexplicable recelo por la de
Gabriel. Caminaron en silencio al salir de la rectoral: parecía que algo
les pesaba sobre el corazón. Al acercarse á los Pazos, oyeron el alegre
vocerío de segadores y segadoras, y Gabriel, divisando á su cuñado que
presidía la faena, tomó hacia el campo donde segaban. Sobre el fondo
oscuro de la tierra vió blanquear las camisas y sayas, las fajas rojas y
los pañuelos azules de labriegos y labriegas; contra un matorral
descansaba un jarro de barro, y la cuadrilla, entonando su inevitable
¡ay... lé lé! se daba prisa á atar los haces, sirviéndose de las
rodillas para apretar la mies. El olor embriagador de los tallos
cortados embalsamaba el aire, y el artillero sintió una ráfaga de
alegría y contempló embelesado el cuadro.
Mientras tanto, Manolita, andando despacio y pensativa, tomaba el
senderito que conducía á la linde del bosque. Parecía, por su frecuente
volver la cabeza hacia todos lados, como si buscase ó aguardase
impaciente alguna cosa. Atravesó el soto: una neblina ligera, producida
por el gran calor de todo el día, se alzaba del suelo, y los dardos de
oro del sol no atravesaban ya el follaje. Al salir de la espesura, un
hombre se irguió de repente ante la montañesa. El chillido que acudía á
la garganta de Manuela se convirtió en risa alegre, conociendo á
Perucho; mas la risa se apagó al ver la cara demudada del muchacho, sus
ojos que despedían fuego, su actitud de dolor sombrío, nueva en él.
Manuela le miró ansiosa, y el mancebo, después de considerarla fijamente
algunos segundos, le volvió la espalda, encogiéndose de hombros. La niña
sintió en el corazón dolor agudo.
--¡Pedro!--gritó. Muy rara vez le había llamado así.
Él se alejaba despacio. De repente dió la vuelta, y corriendo, tomó en
sus brazos á la montañesa, la alzó del suelo con ímpetu sobrehumano, y
la estrujó contra su cuerpo, oprimiéndole las costillas é
interceptándole la respiración. Y pegando la boca á su oreja,
tartamudeó:
--Mañana sales conmigo, conmigo nada más.
La niña jadeaba con dulcísima fatiga, y la voz de Perucho, sonando en
el hueco de su oído, le parecía sorda y atronadora como el ruido del
Avieiro al saltar en las rocas. Un frío sutil corría por sus venas, y
una felicidad sin nombre ni medida la agobiaba. Con la cabeza dijo _que
sí_.
--¿Conmigo? ¿todo el día? ¿me das palabra?
--Sí--balbució ella, incapaz de articular otra frase.
--Pues á las seis sales por el corral. Allí estoy yo esperando. ¡Adiós!
Perdiendo casi el sentido, Manuela notó que de nuevo la estrechaban, y
luego la dejaban suavemente en tierra. Abrió los ojos á tiempo que
Perucho corría ya en dirección de los Pazos.
FIN DEL TOMO PRIMERO
BIBLIOTECA DE NOVELISTAS ESPAÑOLES
TOMOS PUBLICADOS
Emilia Pardo Bazán: =Los Pazos de Ulloa= (Dos tomos.)
José Ortega Munilla: =Idilio lúgubre=.
Antonio de Trueba: =Leyendas genealógicas de España= (Dos tomos.)
Carlos Frontaura: =Miedo al hombre=.
Enrique Gaspar: =Castigo de Dios=.
Emilia Pardo Bazán: =La Madre Naturaleza= (Tomo I).
EN PRENSA:
Emilia Pardo Bazán: =La Madre Naturaleza= (Tomo II).
* * * * *
LA MADRE NATURALEZA ES PROPIEDAD
NOVELISTAS ESPAÑOLES CONTEMPORÁNEOS
LA
MADRE NATURALEZA
(2.ᴬ PARTE DE LOS PAZOS DE ULLOA)
POR
EMILIA BARDO BAZÁN
TOMO II
BARCELONA
Daniel Cortezo y C.ᴬ--Editores
CALLE DE PALLARS (Salón de S. Juan)
1887
Establecimiento tipográfico-editorial de Daniel Cortezo y C.ª
XIX
Se vistió la montañesa su ropa de diario, falda y chaqueta de lanilla á
cuadros blancos y negros; y apenas había tenido tiempo más que para
frotarse apresuradamente el rostro con la tohalla y atusarse el pelo
ante un espejo todo estrellado por la alteración del azogue, cuando,
oyendo dar las seis en el asmático reloj del comedor, salió de su cuarto
andando de puntillas y bajó la escalera que comunicaba con la cocina, en
aquel momento solitaria. Deslizóse por el corredor de las bodegas, que
conducía á las elegantes habitaciones de la familia del _Gallo_; y
apenas dió tres pasos por él, una mano musculosa aunque rehenchida y
juvenil asió la suya, y se sintió arrastrada en medio de la oscuridad,
hacia la puerta. Salieron de los Pazos, y, con deleite inexplicable,
bebieron juntos la primer onda de fresco matutino.
Aunque el sol calentaba ya, aún se veía, sobre el azul turquesa del
cielo, al parecer lavado y reavivado por el copioso _orvallo_ nocturno,
la faz casi borrada de la luna, semejante á la huella que sobre una
superficie de cristal azul deja un dedo impregnado de polvillo de plata.
Sin decirse palabra, asidos de la mano, caminando unidos con andar
ajustado y rápido, siguieron la linde de los trigos segados ya,
humedeciéndose los pies al hollar la hierba y el tapiz de manzanillas
todas empapadas de helado rocío, próximo á convertirse en escarcha. Cosa
de un cuarto de hora andarían así, ascendiendo hacia la falda del monte,
donde empezaban á escalonarse los paredones para el cultivo de las
vides; y Perucho, en vez de aflojar el paso, lo apretaba más. A pesar de
su ligereza de cabrita montés, Manuela mostró querer detenerse un
instante.
--Anda, mujer, anda--dijo él imperiosamente.
--Hombre, ya ando... pero déjame tomar aliento. ¿Qué discurso es este de
ir como locos?
--Es que no quiero que se despierten tu padre y el forastero, y te echen
menos, y te envíen á buscar.
--¡El forastero! A tales horas dormirá como un santo. Buenos son esos
señores del pueblo para madrugar. No sé cómo no crían lana en el cuerpo.
--Bien, bien.... yo me entiendo y bailo solo. Desviémonos de casa lo más
que podamos, y ya descansaremos después.
Al salir de la breve zona fértil y risueña del valle, empezaba el
paisaje á hacerse melancólico y abrupto. Abajo quedaban los maizales,
los centenos y trigales á medio segar, los Pazos con su gran huerto, su
vasto soto, sus terrenos de labradío, sus praderías; y el sendero,
escabroso, interrumpido muchas veces por peñascales, caracoleaba entre
viñedos colgados; por decirlo así, en el declive de la montaña. En otras
ocasiones, al trepar por aquel sendero, la pareja se entretenía de mil
modos: ya picando las moras maduras; ya tirando de los pámpanos de la
vid, por gusto de probar su elástica resistencia y de descubrir entre el
pomposo follaje el racimo de agraz en el cual empieza á asomar el ligero
tono carminoso, parecido al rosado de una mejilla; ya bombardeando á
pedradas los matorrales para espantar á los estorninos; ya rebuscando
unas fresas chiquitas, purpúreas, fragantes, que se dan entre las viñas
y son conocidas en el país por _amores_. Hoy, con la prisa que llevaba
Perucho, no les tentaba la golosina. El mancebo subía por la recia
cuesta con el sombrero echado atrás, la frente sudorosa, el rostro hecho
una brasa (pues el sol se desembozaba y picaba de firme), y sosteniendo
á Manuela por la cintura, ó, mejor dicho, empujándola para que anduviese
más veloz. Al llegar á lo alto, cerca ya de la casa de la Sabia, la niña
se detuvo.
--¿Qué te pasa?
--No puedo más... ahogo... ¡Rabio de sed!
--¿Sed? Allá arriba beberemos, en el arroyo.
--Tú por fuerza chocheaste. ¿A dónde señalas? ¿Al Pico Medelo? ¿A los
Castros?
--Pues vaya una cosa para asustarse. Ya tenemos ido más lejos.
--Si no bebo pronto, rabio como un can. No ves que con la prisa salí de
casa en ayunas...
--Bueno, pues á ver si la señora María nos da una _cunca_ de leche. Pero
despáchala luego, ¿estás? No te entretengas en conversación.
Ligera otra vez como una corza, á la idea de beber y refrescarse, cruzó
Manuela bajo el emparrado, y empujó la cancilla de la puerta de la
Sabia. La horrible vieja ya había dejado su camastro; pero sin duda por
acabar de levantarse, ó á causa del calor, estaba sin pañuelo ni
justillo, en camisa, con sólo un refajo de burdo picote, ribeteado de
rojo: los copos de sus greñas aborrascadas le cubrían en parte el negro
pescuezo, sin ocultar la monstruosa papera.--¡Leche! Dios la
dé,--contestó la sibila mirando de reojo á los dos muchachos. Todas las
vacas enfermas; una recién operada, ya sabían los señoritos; ni tanto
así de yerba con qué mantenerlas; la fuente sequita y el prado que daba
ganas de llorar... ¡Leche! Que le pidiesen oro, que le pidiesen plata
fina; pero leche... Y ya Manuela, desalentada por las exageraciones de
la bruja, iba á conformarse con un poco de agua y suero, que la
hechicera aseguraba ser regalo de un yerno suyo. Pero Perucho le arrancó
de las manos el cuenco de barro lleno de aquella insípida mixtura.
--Pareces tonta... ¿Que no hay leche? Vamos á ver ahora mismo si la hay
ó no la hay.
Vertió el líquido que llenaba el cuenco, y se metió por el establo
medio atropellando á la vieja que se le atravesaba delante. ¡No haber
leche! ¡No haber leche para él, para el nieto de Primitivo Suárez, para
el hijo de Sabel, la que había estado más de diez años haciendo el caldo
gordo y enriqueciendo á aquel atajo de pillos de casa de la Sabia! Hasta
piezas de loza estaba viendo en el vasar que conocía porque en algún
tiempo guarnecieron la cocina de los Pazos... ¡Tenía gracia, hombre, no
haber leche! ¡Condenada bruja! Perucho se sentía animado de esa cólera
que nos inflama cuando llegamos á la edad adulta contra las personas que
hemos tenido que soportar, siéndonos muy antipáticas, en nuestra niñez.
Determinado iba, si las vacas no tenían leche, á sangrarlas. Encendió un
fósforo y alumbró las profundidades de la cueva: lo primero con que
tropezaron sus ojos, fué con unas ubres turgentes, unos pezones
sonrosados, lubrificados por la linfa que rezumaba de la odre demasiado
repleta. Arrimó el cuenco, echó mano,... calentó con dos ó tres
fricciones y golpecitos... ¡Santo Dios! ¡Qué chorro grueso, perfumado,
mantecoso! ¡Qué bien soltaba la blanda teta su río de néctar, y qué
calientes gotas salpicaban los párpados y labios de Perucho al ordeñar!
¡Qué espuma cándida la que se formaba en la cima del cuenco, rebosando
en burbujas que, al evaporarse, dejaban un arabesco, una blanca orla de
randas sobre el barro! Loco de gozo, Perucho acarició el grueso cuello
de la vaca, salió con su tazón lleno, y se lo metió á Manuela en la
boca.
--¿Que no había leche, eh, señora María de los demonios?--gritó.--¿Que
no había leche? Para mí lo hay todo ¿me entiende usted? ¡Caracoles!
¡Como vuelva á mentir! ¡Por embustera le ha de dar el enemigo muchos
tizonazos allá en sus calderas!
Manuela, retozándole la risa, bebía aquella gloria de leche, aquella
sangre blanca, que traía en su temperatura la vida del animal, el calor
orgánico á ningún otro comparable... Perucho la miraba beber con orgullo
y ufanía, satisfecho de sí mismo, mientras la vieja, dejándose caer
sobre el _tallo_, fijaba en la niña una mirada siniestra al través de
sus cejas hirsutas: beberle la leche de su vaca era como chuparle á ella
por la sangría el propio licor de sus venas.
--Aun parece que nos la está echando en cara, ¿eh Sabia?
--Que les aproveche bien--murmuró entre dientes la sibila, con el mismo
tono con que diría:--rejalgar se te vuelva.
--Vaya, pues ya que nos convida tan atenta y de tan buen corazón,
aguarde, aguarde.--Y Perucho, llegándose al armario misterioso de la
bruja, abriólo de par en par, y de entre cucuruchos de papel de estraza,
frascos harto sospechosos, cabos de cera y naipes que ya tenían encima
más de su peso de mugre, tomó un tanque de hojalata, entró de nuevo en
el establo, y salió á poco rato con el tanque colmado de leche. Manuela
podía beberse otra cunca, y á él también era justo que, por el trabajo
de ordeñar, le tocase algo. Fué un golpe mortal para la hechicera. Al
pronto se arrimó á la puerta con los brazos alzados al cielo, gimiendo y
rogando al señorito que por Dios, _por quien tenía en el otro mundo_, no
le secase la _vaquiña_, que de esta hecha se le moría, y el _cucho_
también; y como Perucho respondiese con la más mofadora carcajada, se
contó perdida ya, y se dejó caer en su asiento favorito, hecho de un
fragmento de tronco de roble, volviendo la espalda por no ver
desaparecer el contenido del tanque. La niña montañesa hizo dos ó tres
remilgos antes de reincidir; pero así que llegó el cuenco á los labios,
con indecible y goloso deleite lo apuró enterito, y aun se relamió al
verle el fondo. Perucho dió fin al tanque, que llevaría tal vez cuenco y
medio; y acercándose á la bruja, le descargó una palmada en el hombro.
--Vaya, señora María, abur... Tan amigos, ¿eh? No hay que enfadarse...
Más que le bebimos ahora de leche tiene usted bebido de vino en la
cocinita de los Pazos... ¿Ya se le fué de la memoria? Y si me llevo
este pedazo de brona--y enseñaba un zoquete que había sacado de la
artesa--bastantes ferrados de maíz se ha comido usted allá á cuenta del
padrino... ¡Conservarse!...
Salieron rápidamente, sin oir algo amenazador que rezongaba entre
dientes la infernal bruja, ocupada sin duda en echarles cuantas
maldiciones, plagas, conjuros y _paulinas_ contenía su repertorio. A
pocos pasos de la casa rompieron á reir mirándose.
--¿Eh? ¿Qué tal sabía la leche?
--Sabía á poco.
--¡Mujer! Dijéraslo, y te ordeño la otra vaca. La grandísima tal y cual
de la vieja tiene dos paridas, con leche así, que les revienta por la
teta, y nos quería dejar rabiar de sed.
--No, bien bastó lo que hiciste... Nos queda echando plagas. Hoy nos
maldice todo el santo día. ¿Será cierto eso de que estas mujeres hacen
mal de ojo cuando les da la gana? ¿Y de que maldicen á la gente y la
gente se muere pronto?
--¡Mal de ojo! ¡Morirse!--y el estudiante se rió.--No, tontiña... Esas
son mamarrachadas; bueno que las crea mi madre; ¿pero quién da crédito á
tal cosa?
--Pues á mí poca gracia me hace que me maldiga un espantajo así. De
seguro que esta noche sueño con ella. ¡Qué horrorosa está con el bocio!
¿De qué se cogerán estos bocios, tú, Perucho?
--Dice que de beber el agua que corre á la sombra del nogal ó de la
higuera.
--¡Ay! Dios me libre de catarla enjamás.
Caminaban charlando, con tanta alegría como los mirlos, gorriones,
jilgueros, pardillos y demás aves, no muy pintadas pero asaz parleras,
que en setos, viñedos y árboles cantaban sus trovas á la radiante
mañana. La leche bebida parecía habérseles subido á la cabeza, según
iban de alborotados y regocijados, y el cuerpo un poco magro de Manuela,
competía en agilidad con el robusto y bien modelado de Perucho. Echaban
paso largo por las veredas anchas y practicables; y por las trochas
difíciles, subían corriendo, disputándose la prez de llegar más pronto á
la meta señalada de antemano: un árbol, una piedra, un otero. De cuando
en cuando se volvía Perucho y miraba hacia atrás.
--Ya no se ven los Pazos--exclamaba con satisfacción, como si perder de
vista la casa solariega fuese el objeto único de carrera tan desatinada.
¡Qué se habían de ver los Pazos! Ni por pienso. Es de advertir que
Perucho no había tomado el camino del crucero, aquel camino para él de
recordación tan trágica, sino echado por la parte opuesta, hacia sitios
mucho menos frecuentados; la dirección de Naya. Entraba á la sazón en
los montes que forman la hoz al través de la cual va cautivo, espumante
y mugidor, el río Avieiro. Daba gusto pisar aquel terreno montuoso, tan
seco, tan liso, y hollar el tapiz de flores de brezo, de tierno tojo
inofensivo aún, los setos de madroñeros floridos, las matas de retama
amarguísima, las orquídeas finas, con olor á almendra, toda la seca y
enjuta y balsámica flora montés, que convida al cuerpo á tenderse y le
brinda un colchón higiénico, tibio del calor solar, aromoso, regalado,
incomparable. De trecho en trecho, algún pino ofrecía fresca sombra,
ambiente resinoso, quitasol que susurraba al menor soplo de viento....
Manuela sintió que le pesaban los párpados, y el cuerpo se le
enlanguidecía. ¡La maldita leche!
--¡Qué calor!--balbució.--De buena gana me tumbaba ahí, debajo de ese
pino.
Perucho dudó un instante; luego, como si se le ocurriese una objeción,
pero no quisiese expresarla, respondió:
--Ahí no. Yo te diré en dónde hemos de sentarnos.
La montañesa obedeció sin replicar. Desde tiempo inmemorial, desde que
ella andaba aún á gatas, Perucho dirigía el paseo, la zarandeaba á su
gusto, la llevaba aquí y acullá, era el encargado de saber dónde se
encontraban nidos, frutos, sitios bonitos, hacia qué lado convenía
dirigir el merodeo. Rara vez intentó sublevarse Manuela y apropiarse la
dirección del grupo, y las contadas tentativas de independencia no
produjeron más resultado que demostrar la indiscutible superioridad y
maestría de su amigo. En el invierno, mientras Perucho se secaba en
Orense, Manuela, instantáneamente y como por arte maravilloso, aprendía
á manejarse solita, y se encontraba de improviso profesora en
topografía, conocedora de todos los caminos, rincones y andurriales del
valle; pero esto duraba hasta el regreso de Perucho: volvía él, y la
montañesa olvidaba su ciencia y volvía á descansar en su compañero,
pasiva y gozosa.
Seguían caminando, apartándose gran trecho ya de los Pazos y
descendiendo la corriente del río Avieiro por vereditas incultas, aquí
encontrando un pinar, allá un grupo de carrascas verdinegras, más
adelante un roble, ufano de su robustez y de su hercúleo tronco, y
siempre matorrales de madroño y retama, por entre los cuales no el pie
del hombre, sino la naturaleza misma, había abierto senderos, análogos á
tortuosas calles de parque inglés. La luz del sol, que ya tocaba al
zénit, lo enrubiaba todo; encendía con tonos áureos la grama seca; daba
color de ágata á las simientes de la retama; hacía transparentes como
farolillos de papel de seda carmesí las flores del brezo; convertía en
follaje de raso recortado los brotes tiernos de las carrascas; calentaba
con matices de venturina las hojas del pino; prestaba á la bellota verde
el pulimento del jade; y en las alas vibrátiles de las mariposas
monteses--esas mariposas tan distintas de las que se ven en terreno
cultivado, esas mariposas que tienen colores de madera y hoja seca,--y
en los carapachos de los escarabajos, y en la negra coraza y cuernos de
las _vacas louras_, encendía tintas vivas, reflejos metálicos, esmaltes
de oro, brillo negro de tallado azabache. La intensidad del calor
arrancaba á los pinos todos sus olores de resina, á las plantas sus
balsámicas exhalaciones; y entre el sol que le requemaba la sangre y el
vaho que se elevaba de la ebullición de la tierra, y la leche que le
aletargaba el cerebro, Manuela sentía como un comienzo de embriaguez, el
estado inicial de la borrachera alcohólica, que pareciendo excitación no
es en realidad sino sopor; el estado en que las manos resbalan sobre el
objeto que quieren asir, en que los movimientos del cuerpo no obedecen á
la voluntad, en que nos sentamos sin pesar sobre la silla y nos
levantamos y andamos sin estribar en el suelo, porque el sentimiento de
la gravedad se ha amortiguado mucho; y nuestras percepciones son vagas y
turbias, y parece que ha desaparecido la resistencia de los medios, la
densidad de la materia, la dureza de las esquinas y ángulos, y que los
objetos en derredor se han vuelto fluidos, y nuestro cuerpo también, y
más que nada nuestro pensamiento.
No es desagradable el estado, al contrario, y la plétora de vida que
produce se revelaba en el rostro de Manuela: sus ojos brillaban y su
boca sonreía sin interrupción. La niña no preguntaba ya cosa alguna á su
compañero: andaba, andaba tan ligera como se anda en sueños, sin sombra
de cansancio, aunque apoyándose en Perucho y arrimándose á su cuerpo con
instintiva ternura. Allá en la pequeña ladera del monte divisó la
espadaña del campanario de Naya, que conocía, y le ocurrió pensar en el
cura que podría darles un buen almuerzo de huevos y fruta á la sombra de
la fresca parra que entolda la rectoral; mas sin duda no era éste el
propósito de Perucho, pues tomó otra dirección, volviendo la espalda al
campanario y hundiéndose en una trocha que serpeaba entre pinos, y á
cuyos lados se alzaban peñascos enormes, calvos y blancos por la cima,
jaspeados de liquen y musgo por la base. Manuela se detuvo un momento;
respiró; sus potencias se despejaron un poco, al benéfico influjo de la
temperatura menos ardorosa: miró en derredor, para saber dónde estaba.
El Avieiro corría allá abajo, rumoroso y profundo, no muy distante.
Por aquella parte se ensanchaba la hoz, hacíase muy suave, casi
insensible, el declive de las montañas, y el río, en vez de rodar
encajonado, sujeto, con torsión colérica de serpiente cautiva, se
extendía cada vez más ancho, bello y sosegado, ostentando la hermosura y
gala soberana de los ríos gallegos, la margen florida, el pradillo
rodeado de juncos, salces y olmos, la placa de agua serena que los
refleja bañando sus raíces, el caprichoso remanso en que el agua muere
más mansa, más sesga, con claridades misteriosas de cristal de roca
ahumado; la _frieira_, la gran cueva á la sombra del enorme peñasco, en
que la sabrosa trucha busca la capa de agua densa y no escandecida por
el sol; el cañaveral que nace dentro de la misma corriente, el molino,
la presa, toda la graciosa ornamentación fluvial de un río de cauce
hondo, de país húmedo, que recuerda las ideas gentílicas, las urnas, las
náyades, concepción clásica y encantadora del río como divinidad.
La humedad que siempre sube de los ríos y la frescura de la vegetación,
despabilaron más y más á la niña.
--Ya sé á dónde vamos--exclamó--á las Poldras. ¿Y después de pasado el
Avieiro, adónde? Me lo dices, ó está de Dios que no lo he de saber?
--Calla... Ya verás.
--Yo pensé que íbamos á Naya.
--¿Para qué? ¿Para encontrarnos con el cura y que nos llevase por fuerza
á comer consigo?
--Pero.... es que.... comer, de todas maneras hay que comer en casa; y
ya debe de ser tarde, tarde.... No puedo tal día como hoy faltar de la
mesa....
--A ver si te callas, tonta. ¡Eh... cuidado con caerte de hocicos por la
rama del pino! Yo iré delante... La mano... ¡Así!
Con efecto, en las púas secas del pino los pies resbalaban como si el
terreno estuviese untado de jabón.
XX
Patinando sobre aquellas púas endiabladas, se deslizaron y corrieron
hasta un grupo de salces inclinado hacia el borde del Avieiro. Oíase el
murmurio musical del agua, y el ambiente, tan abrasador arriba, allí era
casi benigno. Cruzaron por entre los salces desviando la maleza tupida
de los renuevos, y vieron tenderse ante sus ojos toda la anchura del
río, que allí era mucha, cortándola á modo de irregular calzada las
pasaderas ó _poldras_.
En torno y por cima de las anchas losas oscuras, desgastadas y pulidas
como piedras de chispa por la incesante y envolvedora caricia de la
corriente, el río se destrenzaba en madejas de verdoso cristal, se
aplanaba en delgadas láminas, bebidas por el ardor del sol apenas hacían
brillar la bruñida superficie. Para una persona poco acostumbrada á
tales aventuras, no dejaba de ofrecer peligro el paso de las _poldras_.
Sobre que se movían y danzaban al menor contacto, no eran menos
resbaladizas que la rama del pino. Nada más fácil allí que tomarse un
baño involuntario.
--¿Hemos de pasarlas?--preguntó la montañesa, con una sonrisa que
significaba--á ver cuándo determinas que paremos en alguna parte.
--Las pasamos--ordenó Perucho con el tono mandón y despótico que había
adoptado desde por la mañana.
Manuela tendió la vista alrededor, y eligiendo un sitio favorable, la
sombra de un árbol, se dejó caer en un ribacillo, y resignadamente
comenzó á desabrocharse las botas. Ni un segundo tardó Perucho en
hincársele de rodillas delante.
--Yo te descalzo.... yo. Como cuando eras una _cativa_: ¿te acuerdas? un
tapón así... y yo te descalzaba y te vestía.... y hasta te tengo peinado
mil veces.
Medio riendo, medio enfadándose, la muchacha no retiró el pie de las
manos de su amigo. Éste hacía ya saltar uno tras otro los botoncitos de
la botina de casimir, mal hecha, muy redonda de punta contra todas las
leyes de moda. Tiró después delicadamente, con un pellizco fino, del
talón de la media de algodón, y la media bajó; arrollóla en el tobillo,
y con un nuevo tirón dejó el pie desnudo. Sus palmas se distrajeron y
embelesaron en acariciar aquel pie, que le recordaba la patita rosada y
regordeta de la nené á quien tanto había traído en brazos. Era un pie de
montañesa que se calza siempre y que tiene en las venas sangre patricia;
no muy grande, algo encallecido por la planta, pero arqueado de empeine,
con venillas azules, suave de talón y calcañar, redondo de tobillo,
blanco de cutis, con los dedos rosados ó más bien rojizos de la presión
de la bota, y un poco montado el segundo sobre el gordo. El pie
transpiraba, por haber andado mucho y aprisa.
--Enfríate un poco--murmuró el mancebo...--No puedes meter el pie en el
agua estando así; te va á dar un mal.
--Que me haces cosquillas--exclamaba ella con nerviosa risa tratando de
esconder el pie bajo las enaguas.--Suelta, ó te arrimo un cachete que te
ha de saber á gloria.
--Déjame verlo.... ¡Qué bonito es! Lo tienes más blanco que la cara,
Manola... Pero mucho más blanco.
--¡Vaya un milagro! Como que la cara va por ahí destapadita papando
soles y lluvias. ¡Pasmón! ¿Es la primera vez que ves un pie en tu vida?
¡Soltando!
Soltó el que tenía asido, pero fué para descalzar el otro con el mismo
cariño y religiosa devoción, y abarcar ambos con una mano, uniéndolos
por la planta.
--Que me aprietas.... que me rompes un dedo... ¡Bruto!
--¡Ay! perdón--murmuró él;--y bajándose, halagó con el rostro, sin
besarlos, los pies desnudos. La montañesa se incorporó pegando un
brinco, y echó á correr, y sentó la planta descalza en la primer
pasadera. Su amigo le gritó:
--Chica, aguárdate... Déjame recoger las medias y las botas...... Allá
voy á darte la mano.... Vas á caerte de cabeza en el río... ¡Loca de
atar!
Con saltos ligeros, volviendo la cabeza á cada brinco lo mismo que los
pájaros, Manuela salvaba ya las _Poldras_, eligiendo diestramente el
trecho seco á fin de caer en él. Dos ó tres veces estuvo á punto de dar
la zambullida, y la daría de fijo á no ser tan grande su agilidad:
saltaba largo, y era su ligereza la ligereza del ave, de la golondrina
que vuela rasando el agua. Remangaba las faldas al brincar, y su pierna,
no torneada aún, pero de una magrez llena, donde las redondeces futuras
apuntaban ya, tenía al herirla el sol, la firmeza y el granillo algo
duro de una pierna acabada de esculpir en mármol y no pulimentada aún.
Casi había alcanzado la otra orilla, cuando Perucho voló tras ella. El
muchacho, calzado con duros zapatos de doble suela, desdeñaba
descalzarse, habiéndose contentado con remangar los pantalones.
La chiquilla comprendió que llevaba ventaja á su compañero, y excitada
por el juego, quiso hacerle correr un poco. Como una saeta se emboscó
entre los árboles de la orilla, y desapareció en la espesura dándose
traza para que Perucho no supiese dónde se había metido. Pero al
muchacho le asustó aquella pequeña contrariedad como si realmente su
amiga se le perdiese de vista, y gritó llamándola con oprimido corazón y
angustiada voz: tan angustiada, que Manuela salió al punto de los
matorrales, renunciando á continuar el juego.
--¿Qué te pasa?--dijo riéndose al ver el semblante demudado de Perucho.
--¿Qué...? Que no me hagas judiadas... Vamos juntos, ¿entiendes? Tú no
te apartes de mí. ¿Dónde estabas? No, no sirve esconderse.
--Pues cálzame--exclamó ella sentándose en un peñasco.
La calzó enjugándole antes los pies húmedos con la falda de su
americana, y bromeando ya sobre el enfado y el susto del escondite.
--Y ahora...--murmuró la niña mientras él lidiaba con un botón empeñado
en resbalarse del ojal--¿á dónde vamos? ¿Seguimos como locos?
--Ahora... ahora ven conmigo... Ya pararemos, mujer.
Echaron monte arriba, alejándose de la refrigerante atmósfera del río.
Aquella montaña era más áspera aún, y en su suelo dominaban las
carrascas y las encinas, que daban alguna sombra; pero siendo muy agria
la subida, en los puntos descubiertos quemaba el sol de un modo
insufrible. Manuela jadeaba siguiendo á Perucho, que parecía llevar un
objeto determinado, pues miraba á un lado y á otro para orientarse. Al
fin, divisó una encina vieja, un tronco perforado y hueco donde aún
gallardeaba algún ramaje verde en lugar de la copa desmochada; dió un
grito de júbilo, metió la cabeza dentro con precaución, luego la mano,
armada de una navaja, luego el brazo todo... y al cabo de unos cuantos
minutos de manipulación misteriosa, sacó en triunfo algo, algo que hizo
exhalar á la montañesa clamor alegre.
¡Un panal soberbio de miel rubia, pura y balsámica, de aquella miel
natural, un millón de veces más sabrosa que la de colmena, como si el
insecto, libre ciudadano de su inocente república ajena al protectorado
del hombre, libase un néctar más puro en los cálices de las flores, un
polen más fecundo en sus estambres, elaborase un propóleos más adherente
para afianzar la celdilla, y emplease procedimientos de destilación más
delicados para melificar la esencia de las plantas, el jugo precioso
recogido aquí y acullá, en el prado, en la vega, en el castañar, en el
monte!
Manuela chillaba, reía de placer.
--Pero tú mucho discurres... ¿Pero de dónde sacaste eso...? Pero tú creo
que echas las cartas como la Sabia... ¿Quién te contó que ahí había
miel?
--¡Boba! ¡Gran milagro! Supe que unos hombres de las Poldras pillaron en
este sitio un enjambre... pregunté si habían registrado el nido de la
miel y contestaron que no, que ellos sólo andaban muertos y penados por
las abejas, para llevarlas al colmenar... Yo dije ¡tate! pues los
panales han de estar allí, en un árbol hueco... Ya ves cómo acerté. ¿Qué
tal el panalito? ¡Pecan los ojos en mirarlo!
--¿Y si estuviesen en el tronco las abejas, ahora que andan tan furiosas
con la borrachera de la flor del castaño? Te comían vivo.
--¡Bah! Yo sé la maña para que no piquen... Hay que meter poco ruido,
moverse despacio y bajarse al suelo cuando le sienten á uno...
--¡A comer, á comer la miel!--gritó la montañesa palmoteando.
--Ven, aquí hay una sombra, ¡una sombra que da la hora!
Era la sombra la de una encina cuyas ramas formaban pabellón, y que caía
sobre un ribazo todo estrellado de flores monteses, donde crecía el tojo
ó escajo tan nuevo y tierno, que sus pinchos no lastimaban. Además
parecía como si la mano del hombre hubiese labrado allí esmeradamente un
asiento, á la altura exigida por la comodidad. Perucho sacó su navaja, y
del bolsillo del chaquetón hizo surgir el pedazo de _brona_ tomado
contra la voluntad de su dueña la Sabia. Partiólo en dos mitades
desiguales, dando la mayor á su compañera; y el panal de miel se sometió
al mismo reparto. Sentada ya, tranquila, descansando de la larga
caminata y del calor sufrido, con esa sensación de bienestar físico que
produce el reposo después de un violento esfuerzo muscular, y la
pregustación de un manjar delicioso, virgen, fresco, sano, que hace
fluir de la boca el humor de la saliva, Manuela, antes de hincar el
diente en la miel puesta sobre el zoquete de pan, tocó en el hombro á su
compañero:
--Mira, en comiéndola nos largamos, y vuelta á casita... ¿eh? Ya me
parece que dieron las doce en el campanario de Naya... Sabe Dios á qué
hora llegaremos allá, y lo que andarán preguntando por nosotros.
Él le echó el brazo al cuello, y con los dedos le daba golpecitos en la
garganta.
--Hoy no se vuelve--murmuró casi á su oído.
Pegó un respingo la muchacha.
--¿Tú loqueas? Si fuese en otro tiempo... bien, nadie se amoscaría; pero
ahora, que está el tío Gabriel? Se armaría un ruido endemoniado por toda
la casa.
Perucho le tiró de la trenza.
--Hoy no se vuelve... No me repliques, que no puede ser. Hoy no se
vuelve... ¿Sabes por qué? Por lo mismo, por eso... porque está tu tío,
tu caballero de tío. Calla, calla, _vidiña..._ Si quieres volver,
vuélvete tú sola, muy enhorabuena; yo me quedo aquí... Yo no voy más á
los Pazos.
--Á mí se me figura que tú chocheaste. Lo que á ti se te ocurre, no se
le ocurre ni al mismo Pateta. ¡No volver á los Pazos! Pues apenas se
alborotaría aquello todo.
--¿Y qué nos importa, di?--murmuró el mancebo con ardorosa voz.--Tú eres
muy mala, Manola: sí señor, muy mala; tú no me quieres á mí así, á este
modo que yo te quiero. ¡Qué me has de querer! Ni siquiera sabes lo que
es cariño... de este. ¿Lo entiendes? Pues no lo sabes. Vamos, yo no digo
que tú no me quieras una miajita; si me muriese, llorarías, ¡quién lo
duda! llorarías una semana, un mes... y te acordarías de mí un año... y
soñarías conmigo por las noches... y después... te casarías con el tío
Gabriel, y se acabó... se acabó Perucho.
Su voz temblaba, enronquecida por la pasión.
--¡Qué cosas dices! ¡Con el tío Gabriel!--exclamó la montañesa dilatando
las pupilas de asombro y limpiándose distraídamente con el pañuelo la
boca untada de pegajosa miel.
--Ó con otro del pueblo, otro señor elegante y de fachenda, así por el
estilo... ¡Malacaste! Oye tú: aquí en la aldea no se hace uno cargo de
ciertas cosas... pero allá en el pueblo... los estudiantes... unos con
otros... nos abrimos los ojos... nos despabilamos... ¿estás? Allá...
cuando me preguntaban los compañeros que si tenía novia y que porqué no
tomaba una en Orense... atiende, atiende... les dije así:--Tengo mi
novia, ya se ve que la tengo, y es más bonita que todas las vuestras, y
se llama Manuela, Manuela Ulloa...--Y ellos á decir:--¿Quién? ¿la hija
del marqués?--La misma que viste y calza... decid ahora que no es
bonita, morrales...--Y ellos con muchísima guasa me saltan:--En la vida
la vimos... pero esa no es para ti, páparo... Esa es para un señor,
porque es una señorita, hija de otro señor también... y tú eres hijo de
una infeliz paisana... ¿eh? date tono, date tono...--Le santigüé las
narices al que me lo cantó, pero me quedé pensando que lo acertaba...
¿Entiendes? Y tanta rabia me entró, que me eché á llorar como si fuese
yo el que hubiese atrapado los soplamocos... Mira si sería verdad... que
a... aún... aún...
Manuela, que chupaba muy risueña el panal, alzó la vista y notó que su
amigo tenía como una niebla ante aquellas hermosas pupilas azul celeste.
En lo más profundo de su vanidad de hembra, quizás á medio dedo de las
telillas del corazón, sintió algo, una punzada tan dulce, tan sabrosa...
más que la propia miel que paladeaba. Volvió la cabeza, recostóla en el
hombro de su amigo.
--¿Quién te manda llorimiquear ni apurarte?--pronunció enfáticamente.
--Porque tenían razón--tartamudeó él.
--No señor. Yo te quiero á ti, ya se sabe. Mas que fueses hijo del
verdugo. Valientes tontos, y tú más tonto por hacerles caso.
--Bien--murmuró él;--me quieres, corriente, estamos en eso; pero es allá
un modo de querer que... Yo me entiendo. Es un querer, así... porque...
porque uno se crió desde pequeñito junto con el otro, sin apartarse... y
tienes costumbre de verme, como quien dice... y... y... Yo te voy á
aclarar cómo me quieres, y si acierto, me lo confiesas. ¿Eh? ¿Me lo
confiesas?
--Hombre...--clamó ella con la boca atarugada de brona--siquiera das
tiempo á uno para tragar el bocado y contestar... Conformes; te lo
confesaré. ¡Falta saber qué es lo que he de con-fe-saaaár!
--Tú me quieres... como quieren las hermanas á los hermanos. ¿Eh?
¿Acerté?
--Mira tú... ¡Verdad! Si yo siempre pensé de chiquilla que lo eras, no
entiendo por qué...--Aquí la montañesa dió indicios de quedarse
pensativa, con la brona afianzada en los dedos, sin llevarla á la
boca.--Y yo no sé qué más hermanos hemos de ser. Siempre juntos,
siempre, desde que yo era así... (bajó la mano indicando una estatura
inverosímil, menor que la de ningún recién nacido.) Aún hay hermanos que
no se crían tan juntos como nosotros.
Perucho permaneció silencioso, con el pan caído á su lado sobre la
hierba, una rodilla en el aire, que sostenía con las manos enclavijadas,
y mirando hacia el horizonte.
--¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara de bobo?
--Eso ya lo sabía yo--exclamó él desesperado, descargándose de golpe una
puñada en el muslo...--¿Ves...? ¿Ves cómo tenían razón los de Orense? Lo
que tú me quieres á mí... es... así... por eso, porque desde chiquillos
andamos juntitos y, á menos que fueses una loba, no me habías de tener
aborrecimiento... ¡Pues andando! Siga la música... Y que se lo lleven á
uno los diablos.
Encaróse violentamente con la niña, y tomándole las muñecas, se las
apretó con toda su alma y todo su vigor montañés. Ella dió un chillido.
--Yo te quiero á ti de otra manera, muy diferente... te quiero como á
las novias, con amor, con amor (vociferó esta palabra). Si se calla uno
más de cuatro veces, es por miramientos y consideraciones y embelecos...
Que se vayan á paseo todos ellos juntos... Aguantar que á uno no le
quieran, ya es martirio bastante; pero ver que viene otro y con sus
manos lavadas le escamotea la novia, le roba todo... Eso ya pasa de
raya... No tengo paciencia para sufrirlo ni para verlo... No, y no, y no
lo veré, me iré, me iré, aunque sea á la isla de Cuba.
Manuela oyó todo esto derramándose en risa, porque el enfado de su amigo
le gustaba; y sobre todo, encantábale la idea de calmarlo con unas
cuantas frases cariñosas, que sin esfuerzo, antes muy á gusto suyo, le
salían del corazón.
--Lo dicho: á ti hoy picóte una avispa ó un alacrán en el monte... Yo
quisiera saber de dónde sacas tanto disparate... ¿Quién te viene á
quitar la novia, ni quién me coge á mí, ni me lleva, ni todas esas
barbaridades que sueñas tú?
--El tío Gabriel te quiere; está enamorado de ti. Ha venido á casarse
contigo. No me lo niegues.
--Vaya, lo dicho.
Manuela se tocó la frente con el dedo y meneó la cabeza.
--No, no me llames loco; porque me parece que haces risa de mí ó que me
quieres engañar. Dime sólo una cosa. ¿Te gusta tu tío Gabriel?
--¿Gustar?... ¿Qué sé yo lo que es _gustar_, como tú dices? El tío
Gabriel me parece muy bueno, muy listo, y un señor así... no sé cómo te
diga... muy fino, y que sabe mucho de muchísimas cosas... Un señor
diferente de los de por acá, de Ramón Limioso, del sobrino del cura de
Boan, Javier, de los de Valeiro... de todos.
--Ya lo ves--exclamó con aflicción el mancebo;--ya lo estás viendo... Tu
tío... ¡te gusta!
--Pues sí; claro que me gusta... ¡No tiene por qué no gustarme!
Las correctas líneas del rostro de Perucho se crisparon. Las raras veces
que tal sucedía, palidecían sus mejillas un poco, dilatábansele las
fosas nasales, se oscurecían y centelleaban sus ojos de zafiro, poníase
más guapo que nunca, y era notable su parecido con las estampas de la
Biblia que representan al ángel exterminador ó á los vengadores
arcángeles que se hospedaron en casa de Lot el patriarca. Manuela lo
contemplaba con placer, á hurtadillas; y de pronto, pasándole suavemente
una mano por detrás de la cabeza y atrayéndolo á sí, murmuró:
--Tú me gustas más, queridiño.
--A ver, dilo otra vez.
--Te lo daré por escrito.--Hizo ademán de escribir en el suelo con el
dedo, y deletreó: Me-gus-tas-más.
--Manola, vidiña... A mí, ¿me quieres más á mí?
--Más, más.
--¿Te casarás conmigo?
--Contigo.
--¿Conmigo? ¿Aunque tú seas señorita y yo... un labrador?
--Aunque fueses el último pobre de la parroquia. Yo no soy tampoco una
señorita... como las demás. Soy una montañesa, criada entre las vacas.
Estaría yo bonita allá en pueblos de no sé. Más señorito pareces tú que
yo.
--Y si tu padre...
Manuela miró al suelo; su boca se contrajo por espacio de un segundo.
Luego suspiró levemente:
--Para el caso que me hace papá... Yo no sé de qué le sirvo... ¡Bah!
Desde pequeñita sólo tú hiciste caso de mí, y me cumpliste los caprichos
y me mimaste... Cuando necesitaba dos cuartos... ¿te acuerdas? me los
prestabas... ó me los regalabas... Tú me traías los juguetes y las
rosquillas de la feria... En el invierno, cuando te vas, parece que se
me va lo mejor que tengo y me quedo sin sombra.
--¡Qué gusto!--exclamó él, y con ímpetu irresistible se levantó, le
apoyó las manos en los hombros, y la zarandeó como se zarandea al árbol
para que suelte el fruto. Luego se le hincó de rodillas delante, sin el
menor propósito de galantería.
--Manola, _ruliña_, dame palabra de que nos hemos de casar tan pronto
podamos. ¿Me la das, mujer?
--Doy, hombre, doy.
--Y de que hasta la tarde no volvemos á los Pazos.
--¡Uy! Reñirán, se enfadarán, armarán un Cristo.
--Que lo armen. Que riñan. Hoy el día es nuestro. Que nos busquen en la
montaña. Aquí corre fresco, da gusto estar. ¿No comiste bastante?
¿Tienes hambre? Ahí va el pan, y más miel.
--¿Y qué vamos á hacer aquí todo el día de Dios?--preguntó ella risueña
y gozosa, como si la pregunta estuviese contestada de antemano.
--Andar juntos--respondió él decisivamente.--Y subir á los Castros.
Desde aquí todavía estamos cerca de Naya.
XXI
Para subir á los Castros, había que dejar á un lado el monte y el
encinar, torcer á la izquierda, y penetrar en uno de esos caminos
hondos, característicos de Galicia, sepultados entre dos heredades
altas, y cubiertos por el pabellón de maleza que crece en sus bordes:
caminos generalmente difíciles, porque la llanta del carro los surca de
profundas zanjas, de indelebles arrugas; porque á ellos ha arrojado el
labrador todos los guijarros con que la reja del arado ó la pala tropezó
en las heredades limítrofes; porque allí se detiene y se encharca el
agua y se forma el barro; los peores caminos del mundo en suma, y sin
embargo encantadores, poéticos, abrigados en invierno porque almacenan
el calor solar, y protegidos del calor en verano por la sombra de las
plantas que se cruzan cerrándolos como tupido mosquitero; encantadores
porque están llenos de blancuras verdosas de saúco, palideces rosadas de
flor de zarza, elegancias airosas de digital, enredadas cabelleras de
madreselva que vierten fragancia, cuentas de coral de fresilla, negruras
apetitosas de mora madura, plumas finas de helecho, revoloteos y píos y
caricias de pájaros, serpenteos perezosos de orugas, escapes de
lagartos, contradanzas de mariposas, encajes de telarañas sujetos con
broches de rocío, y desmelenaduras fantásticas de rojas _barbas de
capuchino_, que allí, colgadas entre zarzas y matorrales, parecen
_ex-votos_ de faunos que inmolaron su pelaje rudo al capricho de una
ninfa. Y aquel camino en que penetró la pareja montañesa añadía á estos
méritos, comunes á todas las _corredoiras_, un misterio especial,
debido á que era muy poco frecuentado de carros y de labriegos, y
conservaba todo el mullido suave de su hierba virgen, que literalmente
era un tapiz verde clarísimo, salpicado de esas orquídeas color entre
lila y rosa que asoman fuera de tierra sólo los pétalos, sin hoja verde
alguna; y como además era estrecho, y muy hondo, la vegetación de sus
bordes, viciosa y lozana como ninguna, se había unido, y sólo á duras
penas se filtraba de la bóveda una misteriosa y vaga claridad, una luz
disuelta en oro y pasada al través de una cortina de tafetán verde.
Quien estuviese hecho á conocer estos caminos hondos, y el país gallego
en general, no se admiraría de las particularidades que presentaba
aquella corredoira, así en su virginidad y misterio como en ser más
honda que ninguna y en estar trazada con extraña regularidad, como obra
donde no sólo se descubría la mano del hombre, sino una mano ducha y
hábil, que da á sus obras proporción y simetría. El nombre de _Los
Castros_ que lleva el lugar le explicaría bien, si antes no se lo dijese
su pericia, por qué estaba allí aquella zanja abierta como por la pala
del ingeniero militar de hoy, que ciertamente no la abriría más
perfecta.
Dos eran los Castros: Castro Pequeño y Castro Mayor, y se elevaban en
doble colina escalonada, facilitando la ascensión del uno al otro la
trinchera, aunque también haciéndola más larga, pues era preciso
seguirla y dar la vuelta á toda la base del Castro Pequeño para intentar
la ascensión al grande, muchísimo más elevado y vasto. El estado de
conservación de los dos campamentos era tan maravilloso; se veían tan
claras las líneas del reducto y el círculo perfecto de la profunda zanja
que en torno lo defendía, que aquella fortificación de tierra, levantada
probablemente por legionarios romanos anteriores á Cristo, si es que no
fué en tiempos aún más remotos trabajo de defensa practicado para
sustentar la independencia galaica, aparecía más entero y robusto que
las fortalezas, relativamente jóvenes, de la Edad-media. Ni el arado, ni
el agua del cielo, habían mordido la esbelta cortadura que á modo de
verde culebra se enrosca al pie de los Castros. No; no habían hecho más
que vestirla de enredaderas, de zarzales, de plantas y hierbas
lozanísimas; y allí donde el soldado rompió el terruño para prevenir el
ataque del enemigo, se embosca hoy la ágil sabandija, y teje sus gasas
el pardo arañón campesino.
Subió lentamente la pareja, no apremiada ya por la angustia de hallarse
cerca de sitio habitado que desde por la mañana impulsaba á Perucho á
desviarse del caserón. Iban los dos montañeses radiantes de alegría, con
el desahogo de la confesión y las promesas anteriores. Parecíales que
sin más que trocar aquellas cuatro frases, se les había quitado de
delante un estorbo grandísimo, y ensanchándoseles el corazón, y
arreglado todo el porvenir á gusto y voluntad suya. En especial el
galán no cabía en sí de gozo y orgullo, y sostenía á Manuela y la
empujaba por la cintura con la tierna autoridad del que cuida y atiende
á una cosa absolutamente propia. Tranquilo y sosegado, hablaba de las
cosas acostumbradas y se entregaba á las ocupaciones y á las
investigaciones habituales en la pareja. Aquella corredoira de los
Castros, en las actuales circunstancias, era para él un descubrimiento.
¡Qué filón! Olvidados de todo el mundo, amontonábanse allá tesoros que
no habían de desdeñar nuestros exploradores. Hacia la parte que forma la
solana de la colina, las moras se hallaban ya en estado de perfecta
madurez, y millares de dulces bolitas negras acribillaban el verde
oscuro de los zarzales. En los sitios de más sombra y humedad, las
perfumadas fresillas ó _amores_ abundaban, y las delataba su aroma.
Nidos, era una bendición de Dios los que aquella maleza cobijaba.
Porque, desnuda de arbolado la cima de los Castros desde cerca de veinte
siglos que sin duda sus árboles habían sido cortados para levantar
empalizadas, las aves no tenían más refugio que la zanja misteriosa,
donde les sobraba pasto de insectos y caudal de hierbas secas y plantas
filamentosas para tejer la cuna de su prole. Así es que tras cada
matorral un poco tupido, en cada rinconada favorable, se descubrían
redondas y breves camas, unas con huevos, cuatro ó seis perlitas
verdosas, otras con la cría, medio ciega, vestida de plumón amarillento.
Y al entreabrir Manuela el ramaje para sorprender el secreto nupcial, no
sólo volaba el pájaro palpitante de terror, sino que se oía corretear
despavorida á la lagartija, y el gusano se detenía paralizado de miedo,
enroscándose al borde de una hoja con sus innumerables patitas
rudimentarias.
En la exploración y saqueo de la zanja gastarían más de hora y media los
fugitivos. En la falda remangada de Manuela se amontonaban moras,
fresas, frambuesas, mezcladas y revueltas con alguna flor que Perucho le
había echado allí como por broma. Manuela prefería coger los frutos, y
su amigo era siempre el encargado de obsequiarla con las orquídeas
aromosas ó con las largas ramas de madreselva. Andando, andando, la
carga de fresas desaparecía y el delantal se aligeraba: picaban por
turno los dos enamorados, y al llegar á la cima del Castro pequeño, la
merienda de fruta silvestre había pasado á los estómagos.
La cima del Castro pequeño, donde empezaba á asomar el tierno maíz, era
una meseta circular, perfectamente nivelada, como picadero gigantesco
donde podían maniobrar todos los jinetes de la orden ecuestre. Las
necesidades del cultivo habían abierto senderitos entre heredad y
heredad, y á no ser por ellos, el Castro pequeño sería raso como la
palma de la mano. Desde su altura se divisaba una hermosa extensión de
tierra, y seguíase el curso del Avieiro, distinguiéndose claramente y
como próximas, pero á vista de pájaro, las Poldras, con el penachillo de
espuma que á cada losa ponía el remolino y el batir colérico de la
corriente. Ni un árbol, ni una mata alta en aquella gran planicie del
Castro, que rasa, monda, lisa é igual, parecería recién abandonada por
sus belicosos inquilinos de otros días, á no verse en su terreno los
golpes del azadón y á no cubrirla, como velo uniforme, las tiernas
plantas del maíz nuevo.
Mas no era allí todavía donde Perucho y Manuela se creían dueños del
campo y situados á su gusto para reposar un poco después de tanto
correr. Aspiraban á subir al Castro mayor, ascensión difícil para otros,
porque la trinchera, menos honda allí, dejaba de ser corredoira y estaba
literalmente obstruída por los tojos recios, feroces y altísimos. Casi
impracticable hacían la subida sus ramas entretejidas y espinosas.
Perucho, con sus pantalones de paño fuerte, podría arriesgarse llevando
en brazos á Manuela; pero era el trayecto del rodeo de la zanja
larguísimo, y á pesar del vigor del rapaz, bien podría cansarse antes de
recorrer el hemiciclo que conducía á la entrada del Castro. Tendió la
vista, y sus ojos linces de montañés distinguieron al punto un
senderito casi invisible, en el cual no cabía el pie de un hombre, y que
serpeaba atrevidamente por el talud más vertical de la base del Castro,
yendo á parar en el matorral que guarnecía la cúspide.
--¡El camino del zorro!--exclamó Perucho, señalando á su compañera, allá
en lo alto, la boca de la madriguera, que se entreparecía oculta por las
zarzas y escajos.--Por ahí vamos á subir nosotros, que sino es el cuento
de nunca acabar y de quedarse sin carne en las pantorrillas.
Para llevar á cabo la difícil hazaña, yendo el montañés delante y
colocando el pie en las levísimas desigualdades que daban señal del paso
del zorro cuando subía y bajaba á su oculto asilo, Manuela, que seguía á
Perucho, se le cogía no de la mano, pero de los faldones de la
americana, y á veces del paño del pantalón. El apuro fué grande en
algunos puntos del trayecto, y grandes también las risas con que
celebraron lo crítico de la situación aquella. Perucho se asía con las
uñas á la tierra, á las plantas, á todo cuanto podía servirle de
asidero, y al avanzar el pie hincaba la punta de golpe en la montaña,
para dejar hecho sitio al pie de la niña. Al fin, sudorosos, encarnados
y alegres, llegaron á la última etapa de la jornada, y agarrándose á
unos menudos pinos que crecían desplomados sobre el talud, saltaron
triunfantes dentro del Castro Mayor.
La impresión que producía este segundo reducto fortificado era harto
diferente de la del primero. En éste el cultivo suavizaba el aspecto
militar, y el alegre y fresco verdor del maíz no permitía que acudiesen
al ánimo ideas de antiguas batallas, de sangre y defensas heroicas;
sobre la honda trinchera había tendido la naturaleza velo de florida
vegetación, y las huellas de la vida humana, de la actividad rústica, el
manto amigo de la agricultura, daban al viejo anfiteatro aspecto risueño
y apacible. En el Castro Mayor, al contrario, se advertía cierta salvaje
grandeza y desolación trágica, muy en armonía con su destino y su
puesto en la historia. Era aún, después de veinte siglos, el sitio de
las defensas heroicas, de las resistencias supremas; el sitio donde,
rotas ya las empalizadas, invadido el Castro de abajo, se refugiaría la
destrozada legión, llevándose sus muertos y sus heridos para darles, á
falta de honrosa pira, túmulo en aquella elevada cumbre, y resuelta á
vender caras las vidas á la hueste cántabro-galaica. La vegetación, los
brezos altísimos y tostados por el sol, las carrascas, los tojos, todo
adquiría allí entonación rojiza, despertando la idea de un rocío de
sangre que los hubiese bañado: á trechos, rompían la lisura del inmenso
circuito pequeñísimas eminencias, donde las plantas eran más lozanas
todavía, y que á juzgar por su hechura cónica serían acaso túmulos.
¿Quién sabe si un investigador, un arqueólogo, un curioso, cavando en
aquel suelo vestido de plantas monteses y de ruda y selvática flora,
descubriría ánforas, monedas, hierros de lanza, huesos humanos?
La soledad era absoluta en aquel lugar elevado y casi inaccesible; el
cielo parecía á la vez muy alto y muy próximo, y como nada limitaba la
vista, horizonte inmenso lo rodeaba por todas partes, resultando el
firmamento verdadera bóveda de azul infinito y profundo, que encerraba á
manera de fanal el inmenso anfiteatro. Las lejanías, más bajas que el
Castro, se perdían gradualmente en tales tintas rosadas y cenicientas,
que formaban la ilusión de un lago, ó del mar, cuya extensión se
divisase lejos, muy lejos. Parecía que el Castro fuese una isla,
suspendida sobre un océano de vapores. La calma y el silencio rayaban en
fantásticos: allí no había pájaros, sea porque sólo un árbol,--un viejo
roble, digno de ser contemporáneo de los druidas, se alzaba en la
gigantesca plataforma, como respetado por la pala de los soldados que
habían nivelado el monte para fortificarlo,--sea porque la altura,
gravedad y solemnidad misteriosa de aquel sitio intimidase á las aves.
Una liebre, galopando entre los brezos, fué el único sér viviente que
encontraron los fugitivos.
Divirtiéronse estos durante un buen rato en otear todo el país
circunvecino, que desde la estratégica altura se dominaba completamente.
El caserío de Naya se les presentaba á sus pies como esparcida bandada
de palomas; más lejos las Poldras y el río espejeaban al sol; eran un
hilo verdoso, roto á trechos por blancos espumarajos; y allá remoto,
remoto, se hundía el valle de los Pazos, donde la casa solariega era un
punto rojo, el color de sus tejas. Manuela mostró una especie de terror
á esta vista.
--¡Madre mía del Corpiño, qué lejos estamos de la casa!
Perucho la tranquilizó riendo.
--No, mujer... Parece así porque la vemos de alto. Vaya que de poco te
pasmas. ¿No tienes voluntad de descansar? ¿No te pide el cuerpo
sentarte?
--Hombre... me dan ganas de hacerte no sé qué. Hace mil años te dije
que me cansaba, y ahora sales... Yo ya estaba aguardando á ver si
querías que me cayese muerta. ¡Y con este calor! Aquí tan siquiera corre
un poquito de aire.
--Pues ven.
Acercáronse al roble, cuyo ramaje horizontal y follaje oscurísimo
formaban bóveda casi impenetrable á los rayos del sol. Aquel natural
pabellón no se estaba quieto, sino que la purísima y oxigenada brisa
montañesa lo hacía palpitar blandamente, como la vela del bote,
obligando á sus recortadas hojas á que se acariciasen y exhalasen un
murmullo como de seda arrugada. Al pie del roble, el humus de las hojas
y la sombra proyectada por las ramas, habían contribuído á la formación
de un pequeño ribazo resto acaso de uno de aquellos túmulos, así como el
duro y vigoroso roble habría chupado acaso la sustancia de sus raíces en
las vísceras del guerrero acribillado de heridas y enterrado allí en
épocas lejanas.
--Ahí tienes un sitio precioso--dijo Perucho.
Dejóse caer la montañesa, recostada más que sentada, en el tentador
ribazo.
--La hierba está blandita y huele bien...--exclamó la niña.--No hay
tojos... ¡Qué ricura!
--¿A ver?--murmuró él;--y desplomóse á su vez en el ribazo, riendo y
apoyándose en las palmas de las manos.
--¡Vaya! Ni un tojo para un remedio... ¡Y qué sombra de gloria! ¡Ay....
gracias á Dios! Estaba muerta.... Mira cómo sudo--añadió cogiendo la
mano del montañés y acercándola á su nuca húmeda.
--¿Quieres escotar un cachito de siesta?--preguntó el mozo, mirándola
con ternura.--Aquí hay un sitio que ni de encargo.... Si hasta parece
que la tierra hace figura de almohada.... Yo te echaré la chaqueta para
que acuestes la cabeza....
--Y tú, ¿qué haces ínterin yo duermo? ¿Papas moscas?
--Duermo también á tu ladito... Como marido y mujer. ¿No te gusta? Sí
tal, sí tal.
Quitóse el chaquetón, y extendiólo con precauciones minuciosas, de modo
que la cabeza de Manuela quedase cómodamente reclinada en el cojín que
formaba una manga bien envuelta con el cuerpo. Enseguida se tendió al
lado de la montañesa, poniéndose bajo la nuca su hongo gris, para no
coger un torticolis. La hierba del ribazo era en efecto olorosa, espesa,
fina, menuda, y entretejida como la lana de una alfombra de precio. Al
lado de la cabeza de Manuela crecía una gran mata de biznaga, cuyos
airosos tallos prolongados y blancas umbelas de flores menuditas con la
punta roja en medio, parecían, al destacarse sobre el fondo azul del
horizonte, un transparente obra de hábil pintor. Por efecto de la
posición, le parecían á la montañesa altísimas aquellas biznagas; más
altas que los montes que se perdían en los tonos vagos y vaporosos del
horizonte lejano. Así se lo dijo á su compañero. Éste respondió á la
observación con una sonrisa cariñosa, y dijo:
--Levanta un poco el cuerpo... te pasaré el brazo así por debajo...
Hízolo y quedaron careados. La claridad solar, que pugnaba por atravesar
el follaje de la encina, les derramaba en las pupilas un centelleo de
pajuelas de oro; en los ojos negros de Manuela se convertían en reflejos
de ágata, y en los azules de Perucho tenían el colorido de la gota de
vino blanco expuesta á la luz... Complacíase la viva claridad en
descubrir, jugando, los más mínimos pormenores de aquellos rostros
juveniles: doraba la pelusa de las mejillas: arrojaba una sombra rosada,
con venillas rojas, en el tabique de la nariz, en el velo del paladar,
que se divisaba por entre los dientes nacarados y entreabiertos, y en el
hueco de las orejas; daba tonos azulados al pelo negrísimo de la niña, é
irisaba los rizos de Perucho, que se encendían y parecían una aureola,
con visos como de venturina.
Manuela alargó la mano, la hundió entre las sortijas de su amigo, y las
deshizo y alborotó con placer inexplicable. Aquella cabellera
magnífica, tan artísticamente colocada por la naturaleza, tan rica de
tono que estaba pidiendo á voces la paleta de un pintor italiano para
copiarla, era una de las cosas que más contribuían á mantener la
admiración y el culto que desde la infancia tributaba á su compañero. Si
hermoso era á la vista el pelo de Perucho, no menos dulce al tacto. ¡Con
qué elástica suavidad se enroscaban de suyo los bucles alrededor del
dedo! ¡Cómo se deshacían y partían cada uno en innumerables anillos,
ligeros y gallardos, y cómo volvían luego á unirse en grueso y pesado
tirabuzón, el bucle estatuario, la cifra de la gracia espiral! ¡Con qué
indisciplina encantadora se esparcían por la frente ó se agrupaban en la
cima de la cabeza, haciéndola semejante á las testas marmóreas de los
dioses griegos! Claro está que Manuela no se daba cuenta del carácter
clásico de las perfecciones de su amigo, mas no por eso le gustaba menos
juguetear con la rizada melena.
Pedro la dejaba á su disposición, cerrando los ojos y sintiendo un
bienestar infinito é indecible. La cortedad penosa experimentada el día
en que se habían refugiado en la cantera, se había disipado con la
conversación explícita de amor, las trocadas promesas, el desahogo de la
explicación mutua; y el montañés ni pedía ni soñaba dicha mayor que la
de estar allí solos, próximos, seguros el uno del otro, á razonable
distancia de todo lo que fuese gente, habitación, obstáculos, mundo en
suma; allí, en el desierto de la isla del Castro, donde Perucho quisiera
quedarse hasta la consumación de los siglos, con Manuela nada más. Ni el
pensamiento de otras venturas le cruzaba por las mientes, y aunque la
respiración de Manuela le calentaba el rostro y su mano le desordenaba y
acariciaba el pelo, no hervía con ímpetu su sangre moza; sólo parecía
correr con mayor regularidad por las venas. Tan feliz se encontraba, que
olvidaba el transcurso del tiempo y lo que pudiesen regañarles al volver
al caserón, sumido en una de esas distracciones profundas propias de
los momentos culminantes de la existencia, que rompen la tiranía del
pasado, anulan la memoria, suprimen la preocupación del porvenir, y
dejan solo el momento presente con su solemnidad, su intensidad, su peso
decisivo en la balanza de nuestro destino.
De vez en cuando, á un leve estremecimiento del follaje charolado del
roble, á una caricia más viva, más nerviosa y eléctrica de los dedos de
Manuela, Pedro entreabría los párpados, y su mirada clara y azul se
cruzaba con la de aquellas pupilas negras, quebradas y enlanguidecidas á
la sazón, que lo devoraban. Dos ó tres veces retrocedió el
montañés,--sintiendo en la conciencia una especie de punzada, un
misterioso aviso, que al cabo, no en balde tenía cuatro ó seis años más
que su compañera, y algo que en rigor podía llamarse conocimiento;--y
otras tantas la niña volvió á acercársele, confiada y arrulladora,
redoblando los halagos á los suaves rizos y á las redondas mejillas,
donde no apuntaba aún ni sombra de barba. Al fin, sin saber cómo, sin
estudio, sin premeditación, tan impensadamente como se encuentran las
mariposas en la atmósfera primaveral, los rostros se unieron y los
labios se juntaron con débil suspiro, mezclándose en los dos alientos el
aroma fragante de las frambuesas y fresillas, y residuos del sabor
delicioso del panal de miel.
XXII
Según suele suceder cuando el calor desazona el cuerpo y acontecimientos
importantes ocurridos durante el día perturban el espíritu, Gabriel
Pardo había pasado la noche en vigilia casi completa. Lo bueno fué que
se acostara creyendo tener mucho sueño; pesábale la cabeza y los
párpados, y experimentó gran alivio al desnudarse, estirarse en las
frescas sábanas de lino y sentir en las mejillas el contacto de la tersa
almohada. Resuelto á consagrar diez minutos á pensamientos agradables
antes de rendirse á la soñolencia que notaba, se colocó bien del lado
derecho, no sin apagar la luz y dejar sobre una silla, al alcance de la
mano (pues en los Pazos sólo conocía el lujo de las mesas de noche el
Gallo, que se había traído de Orense uno de los más feos ejemplares de
la especie, con su tableta de mármol y demás requilorios) la fosforera,
la petaca y el pañuelo.
Gozó de quietud y reposo los primeros instantes, dedicados á recordar
incidentes de la jornada, dichos de Manuela, observaciones referentes á
ella que conservaba apuntadas en la memoria, movimientos, actitudes y
otras menudencias por el estilo. En la oscuridad, paseando la palma de
la mano sobre el embozo de la sábana, pensaba el comandante:
--La chiquilla posee un fondo sorprendente de rectitud; además tiene,
como su madre, tierno el corazón y las entrañas humanas; es fácil, es
casi elemental el método para hacerse querer de ella: no hay más que
aparecer muy cariñoso, interesarse por la pobrecita... lo cual la coge
de nuevas, porque se ha criado en completo abandono, gracias á mi
bendito cuñado y á sus líos é historias... Tenemos aquí lo que se llama
un _naife_, ó sea un diamante en bruto... y ¿quién sabe si vale más así?
Se me figura que me hace doble gracia de esta manera; que sí señor...
¡Ah! Sencillez, carácter primitivo y campestre, comercio exclusivo con
la madre naturaleza, su única maestra y su única protectora... Cargue el
diablo con todo eso que está uno harto de ver por ahí: muñecas
emperejiladas y vestidas según las cursilerías de _La Moda Elegante_,
juguetes automáticos que tocan la _Rapsodia Húngara_ entreverada de
pifias... Luego dicen que tiene mucha ejecución... ¡Ejecución! ¡Qué más
ejecución que la que hacen ellas del arte!... Muñecas que todas ríen
como por resorte... que andan igual que si les tirasen de un hilito...
que para fingirse cándidas ponen cara de tontas en las zarzuelas donde
hay frases de doble sentido... que van á misa por rutina y por ver al
novio, y á paseo para que rabie la amiguita si tienen gala que
estrenar... Muñecas á quienes les han enseñado que es punto de honra no
enterrarse con palma, y cargan con el primer marido que les sale... y
después...
Aquí se agolparon á la memoria de Gabriel los recuerdos, y varias
gallardas siluetas de pecadoras cruzaron por entre las tinieblas del
dormitorio.
--¡Qué antipática me es--prosiguió Gabriel haciendo calendarios--la
mentira, la convención social! Convengamos en que hace falta, bueno...
¿Cómo se sostendría sin ella este edificio caduco, apuntalado por unas
partes, carcomido por otras, remendado aquí y recompuesto acullá? ¿Esta
sociedad que parece un monumento mal restaurado, donde se amontonan
hibridaciones de todos los estilos y mescolanzas de todos los órdenes...
aquí una portada románica, luego un frontón dórico, después una
techumbre de hierro á la moderna...? Aquí se tropieza usted con una
preocupación procedente de Chindasvinto... más allá una idea general
que difundió algún apólogo traído del Oriente por un cortesano de...
¡Sabe Dios! de un califa cualquiera ó del rey que rabió por gachas... y
otra que ya se remontará á los iberos primitivos... y otra que la
esparció ayer el estúpido artículo de fondo de un periódico político...
Y ajústese usted á esta... y á aquella... y á la otra... y á la de más
allá... Verdad es que todo hace falta para reprimir la bestialidad
humana... A no ser por eso... ¡crac!
Encontrando caliente ya el lado á que se había tendido, volvióse Gabriel
del opuesto; y sin duda este cambio le sugirió ideas revolucionarias,
porque pensó:
--¡Valiente estafermo está la sociedad actual! Aunque la volasen con
dinamita...
Pero el rincón frío y agradable que halló hubo de inspirarle doctrinas
conservadoras, y murmuró metiendo el brazo bajo la almohada, postura que
era en él habitual:
--Paciencia, Gabriel.... Ningún hombre es tiempo; al tiempo corresponde
esa obra histórica, si es que algún día ha de realizarse y no estamos
sentenciados á rodar siempre el mismo peñasco, nosotros y los que vengan
detrás... Calculemos que todo se lo lleva pateta; ¿y qué ponemos allí,
en el sitio de lo que desbaratamos? Verdad que si reparásemos en
pelillos, no habría adelanto ni progreso desde que el mundo es mundo...
No habría evolución... ¿Ó sí la habría; qué diablo? La evolución es
fatal, y no está en nuestra mano precipitarla ni estorbarla... ¿Puedo yo
impedir que ahora se cumplan perfectamente en mi cuerpo leyes
fisiológicas y biológicas? ¡Cáspita, estoy hecho un pedante; si me
oyesen en el Círculo! Me llamarían chiflado otra vez. Bueno; en resumen;
la niña es una perla sin engarce... y yo debo tratar de dormirme.
Dejóse oir en este momento la estridente trompetilla de un cínife, que
guiado por el instinto venía, sonando su guerrera tocata, á caer sobre
la víctima, suponiéndola aletargada é inerme.
--La evolución sin lucha... Sin lucha, es una utopía. Quizás la lucha
misma, el combate de todos contra todos, es la única clave del
misterio... Lo que dice muy bien Darwin en...
El cínife, elevando su clarín bélico á las más altas notas, descendía
raudamente sobre el pensador, á quien creía dormido... Gabriel sintió un
roce suave en la mejilla; luego le clavaron como una punta de aguja,
candente y finísima. Aunque empapado en ideas raras, semibudistas,
acerca del deber que tiene el hombre de no hacer sufrir al más pequeño
avechucho el más insignificante dolor, Gabriel, después de diez segundos
de astuta inmovilidad, alzó quedamente la mano, se descargó un lapo bien
calculado, con alevosía y ensañamiento, en el carrillo, y despachurró al
músico chupón.
Como si la leve sajadura del bisturí del insecto le hubiese inoculado á
Gabriel algún amoroso filtro, dió al punto vuelta hacia el mismo lado
que acababa de dejar, y empezaron á fatigarle mil tiernos pensamientos
relativos á su sobrina.
--¿Me querrá algún día, de verdad, con toda su alma? Si la saco de este
purgatorio, si le hago conocer la vida de las gentes racionales, si le
enseño á gustar de la música y de las artes, si la restituyo á su
verdadera clase social,... al gobierno soberano de su casa, que hoy rige
una fregona... y además le ofrezco muchísimo cariño, mucha amabilidad,
para que no se haga cargo ella de la diferencia de edades... que la hay,
que la hay, no vale decir que no... y menuda... Si juego con ella como
con una chiquilla... si le otorgo mi confianza, como á una compañera...
Me... me querrá del modo que... La sentiré palpitar... así... azorada...
turbada... embriagada... con esa mezcla de vergüenza y transporte...
que... ¡Cosa más dulce!
Aquí los recuerdos acudieron en tropel á la imaginación del artillero,
escudándose traidoramente con la oscuridad y el absoluto silencio que
había seguido á la muerte del cínife. Gabriel se volvió dos ó tres
veces de babor á estribor en la cama, al mismo tiempo que se le
incrustaba en la mente esta idea desconsoladora:
--Adiós... Me he despabilado. Ya no pego ojo en toda la noche.
Trató de poner coto á la desenfrenada fantasía.--A dormir, á
dormir--dijo casi en alto, con la resolución más firme. Eligió postura
nueva; apretó los párpados; se sepultó más en la almohada, y aunque
sintiendo dentro el mosconeo confuso de sus cavilaciones, procuró
fijarse en un solo pensamiento, porque sabía que así como la
contemplación invariable de un punto brillante produce el hipnotismo, la
fijeza de una idea calma y adormece.
Pronto se le apaciguó la efervescencia mental; pero en cambio, cuanto
más se sosegaba la tempestad de las ideas, más se le iban afinando y
complicando las percepciones de tres sentidos corporales: el oído, el
olfato y el tacto. ¡El oído sobre todo! Era cosa asombrosa lo de ruidos
microscópicos que empezaron á destacarse del aparente silencio:
carcomas que roían el entarimado de la cama; sutiles trotadas de ratones
allá muy alto, sobre las vigas del techo; chasquidos de la madera de los
muebles; orfeones enteros de mosquitos; solos de bajo de moscones; y por
último, hondo rumor, como de resaca, de las propias arterias de Gabriel;
del torrente circulatorio en las válvulas del corazón; de las sienes, de
los pulsos. Al olfato llegaba el olor de resina seca del antiguo barniz
del lecho; el vaho animal del plumoncillo de la almohada; el vago aroma
de lejía y el sano tufo de plancha de las sábanas; el rastro que en la
atmósfera había quedado al extinguirse la última centella del pábilo de
la vela; y un perfume general de campo, de mentas, de mies segada, de
brona caliente, un olor á montañesa joven, que lejos de ser sedante para
Gabriel, le atirantaba más los nervios... El tacto... ¿Quién no conoce
esa desazón de la epidermis, primero imperceptible cosquilleo
superficial, luego sensación insoportable de que nos corren por encima
mil insectos, y advertimos el roce de sus dentadas patitas y de su
cuerpo menudísimo, al cual el nuestro sirve de hipódromo...? Para
producir esta molestia feroz sobra en verano la inflamación de la sangre
que el calor ocasiona; si á ella se añaden las travesuras de algún
parásito real y efectivo, de las cuales no preserva á veces ni la mayor
pulcritud y aseo, es cosa de volverse loco.
Parece que en la oscuridad y quietud de la cama se centuplican las
incomodidades, y todo se abulta y transforma. A Gabriel le sucedía así.
El roer de la polilla ya le parecía el de una rata gigantesca; y las
corridas de las ratas, cargas de caballería á galope tendido. Los
concertantes de mosquitos eran coros humanos, de esos en que toma parte
una gran masa coral; los chasquidos del maderamen, crugir formidable de
techo que se desploma; su propia respiración, el movimiento de enorme
fuelle de fragua; y el curso de su sangre, impetuosa carrera de
torrente aprisionado entre dos montañas, ó ímpetu atronador de huracán
encajonado en algún ventisquero de los Alpes... Los olores también por
su persistencia en seguir flotando en la atmósfera, llegaban á pasar de
la nariz á las últimas celdillas cerebrales, ocasionando mareo indecible
y ganas de estornudar, y verdadera inquietud nerviosa. Las carreras de
la piel y la fermentación de la sangre crecían, y no pensaba Gabriel
sino que un ejército de pulgas caninas y chinches sanguinarias le andaba
recorriendo, con la mayor desvergüenza, el cuerpo todo. Notaba además
una sensación rara, muy propia del insomnio; y era que unas veces se le
figuraba ser muy chiquirritito, y otras inmenso, hasta el punto de no
caber en el espacio; y correlativamente con estas singulares
imaginaciones, notaba que los objetos, ya se le venían encima, ya se
retiraban á distancias tan inverosímiles que era imposible
alcanzarlos... Le parecía haberse vuelto de goma elástica, y que una
mano negra, sin consistencia ni forma, como el espacio hacia el cual
miraba con los ojos muy abiertos, le encogía ó le estiraba á su sabor...
Y en aquel mismo espacio tenebroso empezaba la vista á distinguir
claridades y luces espectrales, unas azules y como fosfóricas, otras
amarillas ó más bien color de azufre, que partiendo de un núcleo central
brillante, se extendían, trémulas y vibradoras, y formaban poco á poco
un nimbo violáceo, que irradiaba y se extinguía y volvía á irradiar y á
extinguirse, á semejanza de esas ruedas llamadas _cromátropas_ con que
remata el espectáculo de los cuadros disolventes...
--Esto ya no se puede aguantar--exclamó Gabriel en alta y colérica voz;
y saltando furioso de la cama ó más bien del potro del martirio, echó
mano á la caja de los fósforos y encendió la vela. El aposento quedó
débilmente iluminado, con claridad triste, y el insomne experimentó, al
arder la luz, la impresión desapacible de un hombre á quien despiertan
al coger el primer sueño: parecíale antes estar completamente desvelado,
excitadísimo, y ahora, la lumbre de la bujía, el movimiento de saltar
de la cama, le revelaban que, al contrario, se encontraba medio
adormecido, y á dos dedos de quedarse traspuesto. No obstante, apenas se
echó otra vez y apoyó el rostro en la almohada sin apagar la luz y con
un cigarrillo recién encendido en el canto de la boca, de nuevo se halló
perfectamente despabilado y en disposición de lavarse, ponerse el frac é
irse á un baile, ó salir para una cazata. Y claro está que los ruidos
habían cesado, los olores también, y la picazón de la epidermis
desaparecido por completo, no sintiendo Gabriel en ella sino bienestar,
sin que ronchas ni otros indicios delatasen el paso de la cohorte
enemiga.
Lo que sintió á poco rato fué amargura y constricción en el paladar; sed
ardiente.
--¿Qué demonios voy á beber ahora?--pensó.--Aquí no se acostumbra dejar
chisme, botellita, ni cosa que lo valga...
Levantóse y se dirigió al lavabo, resuelto á refrigerarse, en la última
extremidad, con agua de la jarra; pero la había gastado toda en sus
abluciones matinales, y como en las aldeas no se sospecha ni remotamente
que un hombre, después del refinamiento de lavarse bien por la mañana,
pueda incurrir en el inaudito sibaritismo de volver á chapotear otra vez
por la tarde ó la noche, no es costumbre renovar la provisión. De mal
humor con este incidente regresó Gabriel al lecho; la saliva le sabía á
acíbar, el cuerpo le parecía que se lo habían puesto á secar en un
horno, tal era la calentura que empezaba á abrasarle.
--¡Noche toledana!--exclamó al tenderse, no debajo, sino encima ya de
las sábanas.--Daría cinco duros por un vaso de agua. Mal tratan al rey
don Pedro--en la torre de Argelez!--añadió riéndose á pesar suyo de las
contrariedades mínimas que le traían á mal traer desde hacía algunas
horas.--Dudo que pueda ya dormir en todo lo que falta de noche.
Recordó que sobre una mesa tenía algunos libros de aquellos rancios y
mohosos encontrados en la biblioteca del caserón. Levantóse y tomó uno
de ellos, el que estaba encima, _Los Nombres de Cristo_. Al abrirlo y
descifrar la portada, lo soltó murmurando:
--¡Filosofías á estas horas! ¿A ver el otro?
El otro era una edición de Salamanca de 1798; _Traducción literal y
declaración del libro de los Cantares de Salomón_. Al lado de la portada
se veía, en un grabado en madera, la faz pensativa y melancólica, la
espaciosa y abovedada frente del Maestro León; debajo un emblema, un
árbol con el hacha al pie y la leyenda siguiente: _ab ipso ferro_. La
polilla se había ensañado en el volumen, recortando caprichosos calados
al través de las hojas.
--Aquí tiene usted un libro curioso, el que le costó la cárcel á su
autor--pensó el comandante.--Veremos si á mí me trae el sueño.
Echado ya y vuelto hacia la luz, abrió con interés el delgado volumen.
Lo primero que le llamó la atención, en la primera hoja, fueron algunos
garrapatos informes, que delataban la mano de un niño, y el nombre de
_Pedro_ escrito con enormes y dificultosas letrazas. Gabriel comenzó la
lectura. A los pocos minutos, el interés de lo que iba leyendo le hizo
insensiblemente olvidar la sed y el desasosiego nervioso; funcionó con
gran actividad su imaginación y se tranquilizó su cuerpo. De dos cosas
estaba pasmado el comandante, y al paso que iba leyendo, se las
comunicaba á sí mismo en interior monólogo.
--¡Demonio... qué retebien escribía el fraile! Tienen razón en decir que
estos moldes se han perdido... ¡Zape, zape! Y no se mordía la lengua...
Vaya unos comentarios, vaya unos escolios y aclaraciones, ¡como si la
cosa de por sí no estuviese bastante clara ya! ¡Mire usted que estas
metafísicas acerca del beso! No, y es que ningún poeta ni ningún
escritor de ahora discurriría explicación más bonita: está oliendo á
Platón desde cien leguas... ¡Qué lindo! Este deseo de cobrar cada uno
que ama su alma, que siente serle robada por el otro, é irla á buscar en
la boca y en el aliento ajeno, para restituirse de ella ó acabar de
entregarla toda... ¡Mire usted que es bonito, y endiablado, y poético, y
todo lo demás que usted quiera! Ah... pues no digo nada de los detalles
de... ¡Santo Dios, santo fuerte! No, lo que es este libro... Luego se
andan escandalizando de cualquier cosa que hoy se escriba, que ninguna
tiene ni este fuego, ni esta fuerza, ni esta hermosura, ni esta...
¡acción comunicativa! ¡Pero qué hermosura tan grande, qué lenguaje y...
qué diabluras para libro piadoso...!
Se hundió completamente en la lectura, embelesado, con el alma y los
sentidos pendientes del admirable cuanto breve poema. Una aspiración
profana á la dicha amorosa llenaba todo su sér, y creía oir de los puros
labios de la montañesita aquellas embriagadoras palabras: «No me mires,
que soy algo morena, que miróme el sol: los hijos de mi madre porfiaron
contra mí, pusiéronme por guarda de viñas: la mi viña no guardé...»
Acabóse el libro antes que las ganas de leer, y el artillero apagó de un
rápido soplo la luz, quedándose embelesado en dulces representaciones y
en proyectos sabrosos. La sed se le había calmado del todo; la fantasía,
aunque excitada por la lectura, cayó en esas vaguedades precursoras del
descanso; las ideas perdieron su enlace y continuidad, se deslizaron, se
hicieron flotantes é inconsistentes como el humo; Gabriel vió viñas y
prados, campos de mies opulenta, un mar de mies que no concluía nunca;
su sobrina le guiaba al través de él, diciéndole mil ternezas en bíblico
estilo y en primorosa lengua castellana; el cura de Ulloa estaba allí,
no austero y triste, sino paternal y venerable, con un jarro de agua
fresca en la mano... Gabriel pegaba la boca al jarro, bebía, bebía...
¡Qué agua tan delgada, tan refrigerante y deliciosa!
Oyóse la clara y atrevida voz del gallo; un reflejo blanquecino penetró
por las rendijas de las ventanas. El comandante Pardo dormía á pierna
suelta.
XXIII
Se despertó muy tarde, rendido de su lucha con el insomnio. Cuando la
cocinera, mocita frescachona, rubia, de buenas carnes--que desde la
mudanza de estado de Sabel desempeñaba el negociado de los pucheros--le
subió el chocolate á petición suya, eran cerca de las nueve y media:
hora extraordinaria para los Pazos, donde todo el mundo madrugaba
siguiendo el ejemplo del amo, á quien antes despertaban con la aurora
sus aficiones de cazador y ahora su consagración á las faenas agrícolas.
Los pensamientos de Gabriel al dejar las ociosas plumas, desayunarse y
asearse, fueron sobremanera halagüeños. Su sobrina le esperaría ya, y en
tan amable compañía prometíase otra jornada como la de la víspera, otro
viaje de exploración por los alrededores de los Pazos y, al mismo
tiempo, por los repliegues de un corazón candoroso, tierno y franco,
donde el artillero quería penetrar á toda costa. Y no sólo por
inclinación, sino por deber, fundiéndose en su deseo los más egoístas y
los más nobles sentimientos del alma, que eso suele ser, bien mirado, el
amor. Gabriel se atusó y acicaló lo mejor posible, y se peinó de manera
que el pelo le adornase con mediana gracia la cabeza (aunque sin
recurrir á artificios de tocador, indignos de tan varonil y discreta
persona), y aguardó, con ansiedad natural y disculpable, los golpecitos
en la puerta. Corrió tiempo. Nada. Impaciente ya, midió repetidas veces
el aposento, lo recorrió y examinó todo, abrió la ventana, asomóse á
ella, miró el paisaje, notó que el día era canicular y la temperatura
senegaliana, espantó con el pañuelo las impertinentes moscas que venían
á posársele críticamente en el hueco de las orejas ó en la comisura de
los labios--donde más podían fastidiarle,--sonrió ante las ingenuas
pinturas del biombo, intentó coger un libro, miró el reloj... Nada. La
incertidumbre le freía la sangre. Se determinó á salir, buscando el
camino de la habitación de su cuñado. Recorrió salones, más ó menos
destartalados, y durante la caminata observó algún hermoso vargueño con
incrustaciones, de esos que hoy se pagan y estiman tanto, abandonado y
estropeándose en un rincón, algún cuadro al óleo, cuyo asunto era
imposible adivinar, de tal modo se habían ennegrecido los betunes y las
tierras, y tan resquebrajado se hallaba por falta de barniz; vió, en
suma, indicios de lo que pudo ser en otro tiempo aquella señorial
morada, que inspiraba á Gabriel dilatadas tesis de filosofía histórica.
Sólo que entonces no estaba el horno para pasteles. ¿Dónde se habría
metido todo el mundo? Porque tampoco el hidalgo de Ulloa parecía por
ninguna parte. En su habitación sólo encontró Gabriel á la vieja perra
de caza, tendida bajo el rayo de sol que de una ventana caía. Al ruido
de los pasos del artillero, la perra entreabrió un ojo sin alzar el
hocico que recostaba en las patas de delante, y azotó el suelo con el
muñón del rabo, como dando los buenos días.
En vista de que la casa parecía un palacio encantado ó abandonado por
sus moradores, Gabriel bajó á la cocina, donde halló á la nueva hermosa
fregatriz ocupada en la labor de un picadillo. Con tanta energía meneaba
la media luna sobre la tabla de picar, que la había excavado por el
centro, y es seguro que en albondiguillas ó chulas se tragarían los
señores, á vuelta de pocos años, un castaño ó roble enterito. Cuando
Gabriel preguntó por el hidalgo, la moza dió paz á la media luna y le
miró, abriendo la boca de un palmo.
--Le está en la era... ¡con los que majan!--exclamó al fin asombrada de
la pregunta.
No comprendía Gabriel el asombro de la chica, ni toda la importancia de
la gran faena de la maja, esa faena en que se asocian el cielo y la
estación estival al trabajo del hombre, esa faena que no puede
realizarse sino en el corazón del año, en mitad de la canícula, en los
brevísimos días, que en Galicia apenas llegarán á ocho, cuando el
agricultor, pasándose el revés de la mano por la empapada frente y
respirando fuerte, exclama:
--¡Qué día de maja nos manda hoy Dios!
Á la entrada de la era de los Pazos, el comandante se paró sorprendido
por el cuadro, para él novísimo, que se le ofrecía. No era posible
imaginarlo más animado, más bucólico, más digno de un pintor colorista,
alumno de la naturaleza y fiel á la realidad, enemigo de afeminaciones
de dibujo y falsas luces cernidas por cortinas de taller. No siendo de
piedra la era, habíanla barnizado con una costra espesa de boñiga de
vaca, á fin de que el _fruto_ no se confundiese entre la arena y el
polvo, y rodeándola de sábanas sostenidas por cuerdas, con objeto de que
el mismo grano no rebasase del circuito donde se majaba. Las _camadas de
pan_, ópimas, gruesas, mullidas, se tendían sobre el espacio
cuadrilongo, en correcta formación: y los membrudos gañanes, remangados,
en dos hileras situadas frente á frente, aporreaban con sus pértigas, á
compás, la extendida mies, haciendo saltar las perlas de oro del trigo,
impacientes ya por salirse, con el menor pretexto, del estuche bruñido
que las contiene. El sol, implacable, metálico, se bebía el sudor de los
trabajadores apenas brotaba de los dilatados poros; y sin embargo, la
faena seguía y seguía, que para sostener el esfuerzo allí estaban, entre
camada y camada, los jarros de vino corriendo de mano en mano. Las
jornaleras, vestidas con sayas angostas de zaraza desteñida, que les
señalan los recios muslos, sacuden la paja, la colocan en rimeros
grandes, preparan la camada nueva, y entretanto el hombre, de pie,
apoyado en el _mallo_, ebrio de sol, despechugado, con la camisa de
estopa pegada al cuerpo, despacha aprisa el _espeque_ ó cigarro, y ya se
escupe en la palma de las manos para volver á blandir el instrumento
cuando suene la hora del combate. ¡Hora terrible, en que se gastan
energía y vigor suficientes para vivir un mes! La luz deslumbra y ciega;
el ambiente es de boca de horno; no corre ni el soplo de aire suficiente
á inclinar el tallo de la más endeble gramínea: las hojas de las
higueras que rodean la era de los Pazos permanecen inmóviles, como
recortadas en hoja de lata, y los verdes higos, tiesos, á modo de pencas
de metal: á veces un pajarillo cae al suelo agonizando de sofoco, con el
pico desesperadamente abierto y la pluma erizada: en el lindero más
cercano, la víbora saca su cabeza chata, enciende su ojillo de azabache,
resbala sobre la hierba escandecida, y los abejorros, aturdidos, no
aciertan á salir del cáliz de flor en que hundieron la trompa... Y en el
desmayo general de la naturaleza, que desfallece y espira de calor,
sólo el hombre reconoce su condición servil y cumple el precepto del
Génesis, azotando la mies que le ha de dar sustento!
Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena
absorbía á todos, permanecía á la entrada de la era, protegido por la
sombra del hórreo, y deteniéndose en ir á saludar á su cuñado: verdad
que éste tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre,
leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida á circunstancias que
merecen referirse.
Todos los años, al abrirse la maja, acostumbraba el señor de Ulloa
sacudir la primer camada, demostrando así á sus gañanes que si no ganaba
el mismo jornal que ellos, no era por falta de aptitud. Cuando el
descendiente de aquellos Moscosos que habían lidiado calzando espuela de
oro en los días, azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y
Alfonso de Aragón; de aquellos Moscosos que se distinguieron entre los
paladines portugueses en la ardiente África; de aquellos Moscosos que
hasta mediados del siglo XIX conservaron en el límite de sus dominios
erectos los maderos de la horca, como protesta muda contra la supresión
de los derechos señoriales; de aquellos Moscosos... en fin, de aquellos
Moscosos de Ulloa, que si no en caudal en sangre azul podían competir
con lo más añejo y calificado de la infanzonía española... cuando el
descendiente, digo, de tan claro linaje empuñaba el _mallo_ y á la voz
de á la una... á las dos... á las tres... se santiguaba, lo vibraba en
el aire y lo derrumbaba sobre la espiga, corría entre los _malladores_
halagüeño murmullo, que crecía á medida que el señor, con compás
admirable y pulso de atleta, reiteraba los golpes, sin cejar un punto,
poniendo la ceniza en la frente al más alentado de sus mozos. Su abierta
camisa descubría el esternón bien desarrollado, blanco, saliente, que
con el tragín de la labor iba sonroseándose como el cutis de una
doncella á quien agita la danza: sus mangas vueltas por más arriba del
codo permitían ver las montañuelas de carne que el ejercicio alzaba y
deprimía en los robustos brazos. Y así que terminaba el vapuleo por no
quedar ni sombra de grano en la espiga tendida, y don Pedro, sudoroso,
humeante, pero con la respiración igual y desahogada, se quedaba apoyado
en su _mallo_ y gritaba con firme voz:--¡Ea! ¡day un jarro de vino,
retaco! ¡Los majadores tenemos que mojar la palabra!--ya no era
murmullo, sino tempestad atronadora de plácemes, de alabanzas, de
requiebros si así puede decirse, dirigidos á lo que más admira el
labriego en las personas nacidas en esfera superior: la fuerza física.
Don Pedro sonreía, guiñaba el ojo, dejaba escurrir suavemente el _mallo_
sobre la paja, se atizaba el jarro de una sentada no sin decir antes
«hasta verte, Jesús mío», y consumada esta segunda hazaña, que no se
celebraba menos que la primera, echábase la chaqueta por los hombros, se
encasquetaba el sombrero, y sentado en las gavillas de mies, fumaba
como los otros trabajadores, pero con placer sereno é íntimo orgullo.
Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya
inveterada costumbre. Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo
sería no coger el mallo? Hasta parece que no se le alegraba la cara
viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más
limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y
aquel mar de oro donde los mallos, al precipitarse, producían un ruido
apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón. Lejos de manifestar el
contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa
había exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las
manos y se tentaba los brazos, y fruncía el entrecejo, como el que no
sabe á qué santo encomendarse. De repente Gabriel, desde su atalaya, vió
que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana á
toda prisa, se remangaba...
--¿Qué barbaridad irá á hacer éste?--pensó Pardo.
Se admiró más al verle asir la pértiga, colocarse en fila y zurrar
valerosamente la mies. El señor de Ulloa, en los primeros momentos,
demostró todo el esfuerzo y brío acostumbrados; pero á los pocos golpes,
empezó á sentir lo que tanto temía, lo que desde por la mañana le
nublaba la frente: la respiración se le acortaba, el brazo se resistía á
levantar el instrumento, las carnes se le volvían algodón y se le
doblaban las rodillas. Exclamó con angustia:--¡Alto, rapaces!--y los
diez y nueve mallos de la cuadrilla permanecieron suspensos en el aire
como si fuesen uno solo, mientras los gañanes miraban al señor con muda
lástima y en un silencio tal, que pudiera oirse el vuelo de una mosca.
Al fin dejó don Pedro caer la pértiga, se llevó ambas manos á la frente
húmeda, y á vueltas de congojoso sobrealiento, murmuró:
--Rapaces... Ya pasé de mozo. No sirvo... No darme el jarro.
Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y
compasivos, no sabiendo si era prudente tomar el caso á risa ó dolerse
mucho de él. Don Pedro, desplomado en los haces, se enjugaba el sudor
con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba
demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía
como si el fracaso de su intento le echase de golpe diez años encima.
Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez se hacían más
visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra
mano caída, la espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se
veía ya inútil para todo, baldado, preso en una silla, tendido después
en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, ó
pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.
Así se estuvo unos cuantos minutos, sin que los gañanes se atreviesen á
continuar la tarea, ni casi á chistar. Un rumor profundo, contenido,
salió de la multitud cuando don Pedro, levantándose impetuosamente,
listo como un muchacho y con un semblante bien distinto, alegre y
satisfecho, llamó con imperio al Gallo, que, ojo avizor, muy currutaco
de traje, muy digno de apostura, asistía á la faena.
--¡Angel! ¡Angel!
--Señor...
--Busca al _señorito_ Perucho... Tráelo volando aquí... De mi parte,
¡que venga á majar la camada!
Jamás impensado reconocimiento de príncipe heredero produjo en corte
alguna tan extraordinaria impresión como aquellas explícitas y graves
palabras del marqués de Ulloa. Inequívoca era la actitud; claro el
sentido de la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si alguna duda
les pudiese quedar á los maliciosos y á los murmuradores de aldea acerca
del hijo de Sabel, ¿qué pedían para convencerse? Llamarle á que majase
la camada en lugar del hidalgo, era lo mismo que decirle ya sin rodeos
ni tapujos:--Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró.
Todos miraron al Gallo, á ver qué gesto ponía. Nunca el semblante
patilludo del rústico buen mozo y su engallada apostura expresaron mayor
majestad y convencimiento de la alta importancia de su misión en la
señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda pupila,
y respondió con tono victorioso:
--Se hará conforme al gusto de Usía.
Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fué simultáneo.
Acercóse á su cuñado, y hechos los saludos de ordenanza, sentóse en los
haces, y pidió noticias de su sobrina.
--¿Quién sabe de ella?--respondió el padre.--Andará por ahí... ¿Has
visto la maja?--añadió revelando sumo interés en la pregunta.
--Sí, te he visto hecho un valiente...
--¿A mí? ¡A mí me viste acabado, _derreado_! Ya no sirve uno sino para
echar al montón del abono... A cada cerdo le llega su San Martín... Ya
verás á Perucho majar la camada, que será la gloria del mundo... Ey,
Angel... ¿Viene ó no viene? ¿Qué... no está?
--Dice que no... que salió trempranito con Manola... Que no voltaron
aún.
--¡Por vida de...! ¡Mal rayo!
Volvió á encapotarse el rostro y á anudarse de veras el ceño del
hidalgo de Ulloa.
XXIV
Comieron solos los dos cuñados. Al sentarse á la mesa, Gabriel manifestó
extrañeza grande por la ausencia de Manola, y don Pedro preguntó á los
criados si los _rapaces_ no parecían; la respuesta negativa no le
despejó el severo entrecejo. Érale difícil al hidalgo conservar muchas
horas seguidas la afable disposición de los primeros momentos de
hospitalidad; no sabía ejercitar la simpática virtud de la eutrapelia,
que en resumen es cortesía y buena crianza, y al poco tiempo de tratar á
una persona, se creía autorizado para obligarla á que le sufriese su
mal humor, así como á imponerle su jovialidad, cuando estaba alegre, que
no era cosa que ocurriese todos los días. Por su parte Gabriel, aunque
siempre atento y sin prescindir de sus corteses maneras, también se
mantenía serio, como hombre que tiene algo grave en qué pensar.
Sus porqués y cavilaciones salieron á relucir á la hora del café, cuando
ya la moza en pernetas y el tagarote del criado no tenían necesidad de
entrar en el comedor. Hacíase el café allí mismo, en la mesa; lo
preparaba don Pedro--único modo de que saliese á su gusto--en una
maquinilla de hojalata toda desestañada, derrotadísima, con lágrimas de
estaño colgando á lo largo de su cilindro superior; artefacto casi
inservible, pero irreemplazable para don Pedro, habituado á semejante
chisme y persuadido de que en una cafetera nueva no le saldría bien la
operación. Se filtraba el café lentamente, gota á gota, y en realidad
resultaba fuerte, oscuro, aromático, exquisito. El marqués de Ulloa era
inteligente en la materia; porque merece notarse que aquel burdo
hidalgote, ajeno no sólo á la idea de lo que espiritualmente embellece y
poetiza, sino de lo que hace materialmente grata la existencia, tenía en
dos ó tres ramos afinadísimo el sentido y el conocimiento, hasta rayar
en sibarita: nadie como él distinguía un legítimo habano de primera, de
las imitaciones más ó menos hábiles; nadie entendía mejor el intríngulis
del café; nadie conocía tan perfectamente dos ó tres clases de licores y
vinos; y así como entendía fallaba, y que no le viniesen con cigarros
del estanco ni con Jerez de marcas inferiores. Ni él mismo podía decir
dónde había adquirido esta ciencia: acaso le venía de casta, como al
gitano ser chalán y al árabe apreciar armas y caballos.
Mientras se destilaba el rico néctar, Gabriel, sin acritud ni severidad,
antes con cierta blandura encaminada á hacerse los lares propicios, dijo
á su cuñado:
--Oye tú... ¿No le habrá sucedido á Manuela cosa mala? ¿Estás seguro?
--Va con Perucho--respondió lacónicamente el marqués, dando vuelta á la
llave, y acercando á la villa la taza de Gabriel, donde cayó un chorro
negro, que despedía balsámicos efluvios.
--Perucho...--murmuró Gabriel Pardo como si se le atragantase el
nombre--Perucho..... es un muchacho de muy poca edad.
--Poca edad... ¡Quién me diera en la suya!--exclamó el hidalgo,
respirando por la herida de su decadencia física.--¡A esa edad, que le
echen á uno encima disgustos y leguas de mal camino! A esa edad... salía
yo para el monte á las cuatro de la mañana, que aún no se veía luz; y me
estaba allí á pie firme hasta las ocho de la noche, que volvía para casa
con el morral atacado de perdices... Y desde las cuatro de la madrugada
hasta las ocho de la noche llevaba aguantada toda la lluvia, que se me
había secado encima del cuerpo, y todo el sol, que maldito si le hacía
yo más caso que á este café que bebo ahora, y todo el frío, y todas las
brétemas, y los orvallos, y el pedrisco, y los demonios que me lleven...
A veces no me contentaba con las horas del día... ¡buena gana de
contentarme! ¡Cuántas noches de invierno tengo salido á las liebres, que
andaban pastando en las viñas! Allí... con el tío Gabriel, tu tocayo...
los dos escondiditos tras de un pino... tendidos boca abajo... con un
papel tapando la boca de la carabina para que las condenadas no
olfateasen la pólvora... ¿Quieres más azúcar?... No... ¡Lo que es del
tiempo de Perucho... que me diesen á mí caza que matar y monte por donde
andar y una empanada que comer y un jarro de mosto, que me sabía todo á
gloria...! Ahora... ¡se acabó!... Ya no está uno de recibo más que para
sentarse en una silla... ó para que le tiren al basurero.
--Pues yo--declaró Gabriel, bebiendo aprisa el último sorbo del café--no
estoy tan tranquilo como tú: á los enamorados (y aquí se sonrió) algunas
impaciencias hay que perdonarnos... Si sabes poco más ó menos hacia qué
parte suele ir tu hija, me lo dices y salgo allá.
--¿Y quién es capaz de saberlo? Como son locos, si les dió la gana de no
parar hasta el Pico Medelo, allá se plantificaron... Tú bien conoces que
tanto pudieron echar para Poniente como para Levante.
Gabriel Pardo se mordió el bigote estrujándolo con el pulgar contra los
labios. Cualquier cristiano se da á Barrabás con semejantes respuestas
en boca de un padre. Miró el artillero en derredor suyo, y al ver que no
andaba por allí nadie, ni Sabel, ni la cocinera, estuvo á punto de
vaciar el saco... Pero al fin el comedor era un sitio abierto, podía
entrar gente de un momento á otro, y lo que á él se le asomaba á la
lengua era para dicho privadamente. Siguió preguntando de un modo
indirecto.
--Y... acostumbra Manuela salir así muchas mañanas, y no volver á la
hora de la comida?
--Pocas... ¡Hombre! ha de vivir ella en el monte como vivía yo? No se le
ocurre á nadie eso. Pero á veces, en tiempo de verano (ya se sabe) y
estando Perucho, les ha sucedido cogerles lejos un chubasco, ó una
tormenta, y entonces ¿sabes qué hacen? Se meten á comer en casa del cura
de Naya, ó del pobre de Boán, que en paz descanse, cuando vivía... ¡Cura
más templado! Se defendió él solo contra una gavilla de más de veinte
ladrones, que al fin me lo despacharon para el otro mundo; pero antes
despachó él á uno de los galopines, y malhirió á media docena... ¡Era
más perro!
--Hoy ni llueve ni hay señales de borrasca--insistió con firmeza
Gabriel. Manuela no se habrá ido á comer á casa de nadie.
--Eso es verdad... pero los chiquillos, viendo que ayer no pudieron
andar juntos, tal día como hoy se habrán querido desquitar tomándolo por
suyo todo.
El artillero sintió algo molesto, agudo y frío en el corazón; algo que
era inquietud, pena y susto á la vez. Dominando su turbación
involuntaria, dijo en voz reposada y entera:
--Yo, en tu caso, no lo consentiría. Parece mal que una señorita de los
años de Manuela ande por los montes sin más compañía que un mocito poco
mayor. Es inconveniente por todos estilos, y hasta es exponerla, con
este sol de justicia, á que coja un tabardillo pintado.
No obstante la moderación con que hablaba Gabriel, fuese por estar el
hidalgo en punto de caramelo ó porque le moviese una secreta antipatía
contra su cuñado, lo cierto es que exclamó casi á gritos, con bronca
descortesía y despreciativo acento:
--¡Allá en los pueblos se educa á las muchachas de un modo y por aquí
las educamos de otro!.. Allá queréis unas mojigatas, unas _mírame y no
me toques_, que estén siempre haciendo remilgos, que no sirvan para
nada, que se pongan á morir en cuanto mueven un pie de aquí á la
escalera de la cocina... y luego mucho de sí señor, de gran virtud y
gran aquel, y luego sabe Dios lo que hay por dentro, que detrás de la
cruz anda el diablo, y las que parecen unas santas... más vale callar. Y
luego, al primer hijo, se emplastan, se acoquinan, y luego, revientan,
¡revientan de puro maulas!...
Escuchaba Gabriel trémulo y bajado los ojos. Se sentía palidecer de ira;
notaba y reprimía el temblor de sus labios, la llama que se le asomaba á
las pupilas, y el impulso de sus nervios que le crispaban los puños. Un
fuerte dolor en el epigastrio, el síntoma indudable de la cólera
rugiente, le decía que si aguardaba dos minutos más, no seguiría oyendo
injuriar la memoria de su hermana sin cometer un disparate gordo. Tendió
la mano derecha, y sin mirar al marqués, alcanzó un vaso lleno de agua y
lo apuró de un trago. Con la frescura del líquido, la voluntad vino en
su ayuda: se incorporó, y dando la vuelta á la mesa, se llegó á don
Pedro con la sonrisa en los labios, y le puso las manos en los hombros,
no sin visible sorpresa del hidalgo.
--Si no fueses todavía más bárbaro que malo (y empleaba el tono
humorístico que había usado ya para pedirle á Manuela), lograrías
sacarme de mis casillas, y que me volviese tan incapaz y tan desatinado
como tú... La suerte que te conozco, y te tomo á beneficio de
inventario, has oído? Puedes echar por esa boca sapos y culebras: por un
oído me entran y por otro me salen. No tienes ni pizca de trastienda, y
no eres tú el que has de excitarme á mí y hacerme saltar... Eso
quisieras. Cargarme yo? Si me das lástima, fantasmón; si esta mañana no
pudiste levantar el palitroque aquel para tundir el trigo... No cierres
los puños, que no te hago maldito el caso; además, que no puedo reñir
contigo: somos yerno y suegro, como quien dice padre é hijo... y ya que
tú no cuidas, como debieras, de mi futura esposa, yo voy á buscarla,
entiendes tú? y á fe de Gabriel Pardo de la Lage, te juro que no volverá
á suceder que ande por los montes sin que se sepa su paradero!
XXV
Si vale decir verdad, cuando salió del caserón solariego como alma que
lleva el diablo, por no oir la retahíla de palabrotas y berridos con que
don Pedro contestó á su arenga, no sabía el comandante ni hacia dónde
dirigirse ni á qué santo encomendarse para cumplir el programa de
encontrar á su sobrina. La hora era además tan cruel y el calor tan
intolerable, que sólo estando á mal con la vida podía nadie echarse á
andar por los senderos calcinados. Estarían cayendo las dos de la tarde,
el momento en que los habitantes así racionales como irracionales de
los Pazos se aprestaban á gozar las delicias de la siesta, tendiéndose
cuál panza arriba, cuál de costado para roncar; despatarrados los
gañanes sobre los haces de paja, y estirados en completa inmovilidad los
perros, sacudiendo solamente una oreja cuando se les posaba encima
importuna mosca.
Por vivo que fuese el celo de Gabriel, comprendió la locura de salir á
descubierta en momentos semejantes, é instintivamente buscó una sombra
donde guarecerse y consultar consigo mismo. Dió consigo en la linde del
soto, al pie de un castaño, sinó de los más altos, de los más acopados y
frondosos, sobre cuyas flores caídas, que mullían dobladamente el tapiz
de manzanilla y grama, encontró buen recostadero.
* * * * *
--No hay remedio...--comenzó á devanar Gabriel.--Yo corto por lo sano...
El animal de mi cuñado, tengo que reconocerlo, no ve _esto_ que veo
yo... Es que si lo viese y viéndolo lo consintiese... nada, cuatro
tiros.
* * * * *
--Y yo ¿qué veo, en resumen? ¿Tiene fundamento, tiene cuerpo, tiene base
esta idea? ¡No, y renó! Aquí no hay más que una cuestión de
conveniencias desatendidas... impremeditaciones é ignorancias de una
montañesilla inexperta... bárbara indiferencia, atroz descuido de un
hombre zafio y adocenado... fatalidades de educación, de medio
ambiente...
* * * * *
--No puede negarse que mi venida aquí ha sido providencial. El abandono
en que está la niña, hija de mi pobre Nucha, clama al cielo... Debí
enterarme antes, mucho antes. He dejado pasar años sin tomarme la
molestia... Bien, yo no podía tampoco suponer... ¡Qué calor! Comprendo á
los japoneses...
* * * * *
Suspiró y cortó una rama de castaño para abanicarse con ella. Lo que le
sofocaba era, más que la temperatura, la reacción del reciente acceso de
cólera. El café que acababa de paladear le había dejado en la lengua un
amargor agradable, y le producía ese ligero eretismo cerebral tan
propicio á la creación artística y á la fácil emisión de la palabra. La
naturaleza desfallecía, y el rumoroso silencio del bosque, el ronco
quejido de la presa, la fragancia de las flores del castaño, ayudaban á
exaltar la fantasía de Gabriel, muy inclinada, como sabemos, á echarse
por esos trigos.
* * * * *
--¿Por qué causa tal impresión la naturaleza? Yo lo había leído en
libros, pero me costaba mis trabajos creerlo... Esto de que, porque uno
vea cuatro montañas y media docena de nubes, se ponga á meditar sobre
orígenes, causas, el sér, la esencia, la fatalidad, y otras cien mil
cosazas que carecen de solución! ¡Empeñarnos en que la naturaleza tiene
voces, y voces que dicen algo misterioso y grande! ¡Ay... á esto sí que
se le puede llamar chifladura! ¡Voces... Voces! ¡Unas voces que están
hablando hace miles y miles de años, y á cada cual le dicen su cosa
diferente! Deduzco que ellas no dicen maldita la cosa... y que nosotros
las interpretamos á nuestra manera... Lo que pasa con las campanas:
enseguida cantan lo que á uno se le antoja... Las voces están dentro...
A mi cuñado le suena la naturaleza así:--¡Buen día de maja!--Y al
creyente le murmura que hay Dios...
* * * * *
--¿Que no existe el mundo exterior; que lo creamos nosotros? ¡Puf!
Idealismo trascendental... Váyase á paseo este afán de escudriñar el
fondo de todas las cosas...
* * * * *
Un saltón verde, muy zanquilargo, vino á posarse en la mano del
pensador. Gabriel le cogió por las zancas traseras y le sujetó algún
tiempo, divirtiéndose en ver la fuerza que hacía para soltarse. Al fin
aflojó, y el bicho se puso en cobro pegando un brinco fenomenal.
* * * * *
--Y á Manuela ¿qué le dirá la señora naturaleza, la única mamá que ha
conocido?
* * * * *
En la memoria de Gabriel, como en placa fonográfica, empezaron á revivir
fragmentos de la lectura de la noche anterior, sólo que encontrándoles
un sentido y dándoles un alcance nuevo de respuesta á la última
pregunta.
* * * * *
--«La sazón es fresca y el campo está hermoso: todas las cosas favorecen
á tu venida y ayudan á nuestro amor, y parece que la naturaleza nos
adereza y adorna el aposento... Voz de mi amado se oye: veislo viene
atravesando por los montes y saltando por los collados... La izquierda
suya debajo de mi cabeza, y su derecha me abrazará... Hablado ha mi
amado y díjome: levántate, amiga mía, galana mía, y vente... Ya ves,
pasó la lluvia y el invierno fuése. Los capullos de las flores se
demuestran en nuestra tierra, el tiempo de la poda es venido, oída es la
voz de la tórtola en nuestro campo: la higuera brota sus higos, y las
pequeñas uvas dan olor: por ende levántate, amiga mía, hermosa mía y
ven.»
* * * * *
--Según los garrapatos que he visto en la edición, Manuela y su... ¡lo
que sea! aprendieron á leer por ese libro... Tiene algo de simbólico...
La más negra no es el texto, sino los comentarios... Cuidado con aquello
que dice de que el jugar á esconderse burlando es regalo y juego
graciosísimo del amor... Sí, que no sabrían ellos solos retozar entre
los árboles... Pues y el enseñarles á que se fijen y reparen en los
arrullos de las palomas y en los amoríos de los avechuchos?
* * * * *
--Lo más tremendo es la manía de llamarla _hermana_... «Robaste mi
corazón, hermana mía esposa, robaste mi corazón con uno de los tus ojos
en un sartal de tu cuello... Panal que destila tus labios, esposa, miel
y leche está en tu lengua; y el olor de tus vestidos, como el olor del
incienso. Huerto cerrado, hermana mía esposa...»
* * * * *
--Este lenguaje oriental...
* * * * *
--«¿Quién te me dará como hermano que mamase los pechos de mi madre?
Hallaríate fuera, besaríate, y ya nadie me despreciaría.»
* * * * *
--Con permiso de Fray Luís de León: lo que es sus comentarios á este
pasaje, son una confusión lastimosa entre el amor y la fraternidad. No
me negará nadie que es bonita escuela para las señoritas lo que dice á
propósito de los amores desiguales... Cosa más disolvente que estos
místicos y contempladores... ¡y el pasaje está más claro que el agua..!
* * * * *
--«Porque se ha de entender que entre dos personas (aunque las demás
calidades ó que se adquieren por ejercicio ó que vienen por caso de
fortuna ó que se nace con ellas) puede haber y hay grandes y notables
diferencias; pero unidas en caso de amor y voluntad, porque esta es
señora y libre así como en todo es libre y señora; así todos en ella
son iguales, sin conocer ventaja del uno al otro, por diferentes estados
y condiciones que sean.»
* * * * *
--¡Caracoles con Fray Luís!
* * * * *
--Quieto, Gabriel, que estás discurriendo como un quídam, sin asomo de
cultura, como si toda tu vida no te hubieses esforzado en ser
racional... racional. Si tu sobrina ha leído eso, sería de niña, cuando
deletreaba; y á fuerza de ser clásico y castizo y repulido, ni lo
entendió entonces, ni lo entendería ahora. Esta lectura te hace efecto y
te da en qué pensar á ti, por lo mismo que estás muy civilizado y muy
saturado de libros y muy harto de meterte en honduras... Lo que es á
ellos... No has de ser majadero por empeñarte en ser sagaz.
* * * * *
--Se me figura que la naturaleza se encara conmigo y me dice: Necio, pon
á una pareja linda, salida apenas de la adolescencia, sola, sin
protección, sin enseñanza, vagando libremente, como Adán y Eva en los
días paradisíacos, por el seno de un valle amenísimo, en la estación
apasionada del año, entre flores que huelen bien, y alfombras de mullida
hierba capaces de tentar á un santo. ¿Qué barrera, qué valla los divide?
Una enteramente ilusoria, ideal, valla que mis leyes, únicas á que ellos
se sujetan, no reconocen, pues yo jamás he vedado á dos pájaros nacidos
en el mismo nido que aniden juntos á su vez en la primavera próxima... Y
yo, única madre y doctora de esa pareja, soy su cómplice también, porque
la palabra que les susurro y el himno que les canto, son la verdadera
palabra y el himno verdadero, y en esa palabra sola me cifro, y por esa
palabra me conservo, y esa palabra es la clave de la creación, y yo la
repito sin cesar, pues todo es en mí canto epitalámico, y para
entenderlo, simple! ¿qué falta hacen libros ni filosofías?
* * * * *
--Pero es cosa que eriza los pelos... La hija de mi hermana, la
esperanza de mi corazón, caída en ese abismo... ¡Qué monstruosidad
horrible! y no hay duda... Soy un idiota en no haberlo comprendido desde
luego... Presentimiento sí que lo tenía... Algo me dió el corazón ya en
casa de Máximo Juncal... Ay, Nucha, pobre mamita, y qué bien hiciste en
morirte... Todo el día solos, campando por su respeto á una ó dos leguas
de la casa... ¿Qué hacen á estas horas? ¿En qué clase de juego
entretienen la siesta? De seguro...
* * * * *
--Maldito yo por no venir antes. Aunque sabe Dios desde cuándo... ¿Y qué
hago ahora aquí, cavilando y lamentándome? Tocan á moverse... á
buscarla, voto á sanes! y á deshacer este enredo horrible, y á sacarla
de la abyección, y á cortar de raíz...
* * * * *
--¿Hacia dónde tomarían?
XXVI
Siguió el primer sendero que encontró, porque tan probable era que
hubiesen pasado por aquel como por otro. Caminaba sin fijarse en el
paisaje, ni formar idea de si se alejaba mucho de los Pazos; y sus ojos,
devorando el horizonte, trataban de descubrir un campanario, el de Naya.
¿No había dicho el señor de Ulloa que á Naya solían ir?
Cruzó prados humedecidos por el riego, y heredades acabadas de segar la
víspera; se metió por entre viñedos; saltó vallados; atravesó huertos
con frutales y costeó eras donde resonaba el cadencioso golpe del
_mallo_; en suma, gastó con la actividad y el movimiento su impaciencia
torturadora, que le encendía la sangre y le ponía los nervios como
cuerdas de guitarra... El ejercicio le hizo provecho; andando y andando,
empezó á sentirse con la cabeza más despejada y el corazón más
tranquilo.
Contribuía á ello el acercarse ya el instante de calma suprema, la hora
religiosa, el anochecer. De la sombra que iba envolviendo el suelo
emergían las copas de los árboles, coronadas aún por una pirámide de
claridad; al oeste, los arreboles se extendían en franjas inflamadas
como el cráter de un volcán: el contraste del incendio, pues hasta forma
de llamas tenían las nubes, hacía verdear el azul celeste, y unas
cuantas nubecillas, dispersas hacia el poniente, parecían gigantescas
rosas y bolas de oro desparramadas por el cielo. Una puesta de sol
inverosímil, de esas que dejan quedar mal á los pintores cuando se les
mete en la cabeza copiarlas. Sobre el grupo de árboles más abandonados
ya de la luz diurna, se desplegaba, á manera de leve cortinilla plomiza,
el humo que despedía la chimenea de una cabaña; y de las hondonadas,
donde se conservaba archivado el enervante calor de todo el día, se
alzaban compactas huestes de mosquitos.
De pronto levantó Gabriel la cabeza... Un tañido lento y lejano, una
gota, por decirlo así, de música apacible, resignada, admirablemente
poética en semejante lugar, sobre todo por lo bien que se armonizaba con
los _saudosos_ ay... lé... lé... que segadoras y majadores entonaban
desde los campos y las eras, se dejó oir repetidas veces, á intervalos
iguales... El comandante se paró, y una especie de escalofrío recorrió
su cuerpo. Se le arrasaron en lágrimas los ojos, lágrimas de esas que no
corren, que vuelven al punto á sumirse. ¡Cuántas veces había oído hablar
de la poesía del _Angelus_! Y sin conocerla, se la imaginaba desflorada
por tanta rima de coplero chirle, por tanto artículo sentimental... Fué
esto mismo lo que aumentó la fuerza de la impresión, é hizo más inefable
el misterioso tañido.
--El que discurrió este toque de campana á estas horas, era un artista
de primer orden... ¡Cáspita! ¿Hacia dónde ha sonado? ¿Estaré, sin
saberlo, cerca de Naya? No puede ser... He comprendido que Naya se
encuentra á la subida del monte... y hace un cuarto de hora lo menos que
bajo al valle. ¡Hola! ¡Si el campanario se ve asomar por allí! ¡Qué
bajito! Es el de Ulloa, no me cabe duda.
Ya todo era cuesta abajo, y Gabriel la descendió con bastante ligereza,
sólo que el caminillo daba mil vueltas y revueltas, y el comandante no
se atrevía á atajar, temeroso de perderse. Caía la noche con sosegada
majestad; las luces de Bengala del poniente se extinguían, y detrás del
lucero salía una cohorte innumerable de estrellas. No distinguió Gabriel
la iglesia hasta estar tocándola casi, y no fué milagro, porque la
parroquial de Ulloa cada día se iba sepultando más en la tragona
tierra, que se la comía y envolvía por todos lados, dejando apenas
sobresalir, como mástil de buque náufrago, la espadaña y el remate del
crucero del atrio. La puerta del vallado que rodeaba á éste, bien
fácilmente se podía saltar, sin más que levantar algo las piernas; pero
Gabriel Pardo no había entrado en el atrio por el gusto de entrar, sino
por acercarse á _algo_ que él sabía estar allí, y que le pesaba con
remordimiento profundo no haber visitado antes, desde el momento mismo
de su arribo á los Pazos...
Cosa de broma saltar la cerca del atrio; mas no así penetrar en el
cementerio de Ulloa. Parecía como si se hubiese defendido su acceso con
esmero especial, nada común en las aldeas, donde los camposantos suelen
andar mal preservados de la contingencia, remotísima en verdad, de una
profanación. El muro que lo rodeaba era alto, bien recebado, y en el
caballete se incrustaban recios cascotes de botella; la verja de la
cancilla, sobre la cual se gallardeaba la copa de un corpulento olivo,
se componía de maderos fuertes, recién pintados, terminados en unos
pinchos de hierro. Asegurábanla sólida cerradura y grueso cerrojo.
Gabriel comprendió que además de la cancilla debía existir una puerta
que comunicase directamente con el atrio, y no se engañó; sólo que era
de dos hojas, y no menos sólida y maciza en su género que la cancilla.
No se podía intentar abrirla; por fuerza, sería un acto irrespetuoso; en
cuanto á llamar al sacristán, ni pensarlo; de fijo que después de sonar
las oraciones, se habría retirado á su casa, dejando solos á los muertos
y á la pobrecilla iglesia.
Intentó al menos el comandante distinguir, al través de la verja, la
traza del cementerio, acostumbrando la vista á las tinieblas de la
estrellada noche. Después de mirar fijamente y largo rato, adquirieron
algún relieve las formas confusas. El cementerio parecía muy bien
cuidado: las cruces, no derrengadas como suelen andar en sitios tales,
sino derechas y puestas con simetría y decoro; la vegetación y los
arbustos ostentando el no sé qué de los jardines, la gentil lozanía de
la planta regada y dirigida por mano cariñosa. Sobre el fondo sombrío
del follaje se destacaban irregulares manchones claros, que debían ser
flores. Flores eran, y ya los ojos de Gabriel, familiarizados con la
oscuridad, podían hasta darles su nombre propio: las manchas redondas,
hortensias; las largas, varas de azucenas blanquísimas. Lograba también,
sin esfuerzo, contar los senderitos abiertos entre las cruces, y los
montecillos que éstas coronaban.
A su izquierda distinguió claramente una especie de nicho abultado, con
pretensiones de mausoleo, y sobre cuya blancura se perfilaban, á modo de
columnas de mármol negro, los troncos de dos cipreses muy tiernos aún,
recién plantados sin duda. La mirada se le quedó fija en el mezquino
monumento... Era _allí_... Se agarró con ambas manos á la verja,
quedándose abismado en la contemplación que producen los objetos en los
cuales, como en cifra, vemos representado nuestro destino. ¡Allí, allí
estaba el cariño santo de su vida, la que al cabo de tantos años, desde
el fondo de la tumba, le había atraído á aquel ignorado valle!
En el espíritu de Gabriel batallaban siempre dos tendencias opuestas: la
de su imaginación propensa á caldearse y deducir de cada objeto ó de
cada suceso todo el elemento poético que pueda encerrar, y la de su
entendimiento á analizar y calar á fondo todo ese mundo fantástico,
destruyéndolo con implacable lucidez. Ante la cancilla de aquel
cementerio de aldea, triunfaba momentáneamente la imaginación; de buen
grado ofrecía treguas el entendimiento, y todo lo que en lugares
semejantes evocan, sueñan y forjan los creyentes y los medrosos, los
nerviosos y los alucinados, tuvo el comandante Pardo la dicha suprema de
evocarlo, soñarlo y forjarlo por espacio de unos cuantos minutos.
Apariciones, aspectos fantasmagóricos, formas que puede tomar el sér
querido que ya no pertenece á este mundo para presentarse á los que
todavía permanecen en él, y esa sensación indefinible de la presencia de
un muerto, ese soplo sutil de lo invisible é impalpable, que cuaja la
sangre é interrumpe los latidos del corazón. Cuando se produce este
género de exaltación, nadie la saborea con más extraño placer que los
espíritus fuertes, los incrédulos: es el gozo de la mujer estéril que se
siente madre; ¡es un deleite parecido al que causa la lectura de una
novela de visiones y espectros á las altas horas de la noche, en la
solitaria alcoba, con la persuasión de que no hay palabra de verdad en
todo ello, y á la vez con involuntario recelo de mirar hacia los
rincones á donde no llega la luz de la lámpara, por si allí está
acechando la _cosa sin nombre_, el elemento sobrenatural que teme y
anhela nuestro espíritu, ansioso de romper la pesada envoltura material
y el insufrible encadenamiento lógico de las realidades!
Las flores de hortensia eran manos pálidas que hacían señas á Gabriel;
las azucenas, flotantes pedazos de sudario; los cipreses, figuras
humanas vestidas de negro, que inmóviles defendían el acceso del lugar
donde reposaba Nucha... Y allá del fondo del mausoleo... ¡qué ilusión
esta tan viva, tan fuerte, tan invencible! sale un murmullo humilde y
quejoso, como de rezo, un suspiro lento y arrancado de las entrañas...
¿Es posible que el oído sea juguete de semejantes alucinaciones? No hay
duda, otro suspiro tristísimo... tan claro, que un estremecimiento
recorre las vértebras del comandante.
Estas treguas del entendimiento duran poco, y en el cerebro de Gabriel,
que no poseía la frescura plástica de la ignorancia y de la juventud, la
razón recobró al punto sus fueros. En un segundo, el apacible cementerio
perdió su prestigio todo: lo vió lindo y alegre, como debía de ser á la
luz solar. De su hermana, lo que estaba allí era el polvo... residuos
orgánicos... ¡Materia! Y trató de figurarse cómo estaría aquella materia
inerte, qué aspecto tendrían, entre las podridas tablas del ataúd y la
húmeda frialdad del nicho, los huesecillos de aquellos brazos tan
amantes, en que se había reclinado de niño. Se le oprimió el corazón:
por instinto alzó la frente y miró al cielo.
--Si hay inmortalidad, ahí estará la pobre; en alguna de esas estrellas
tan hermosas.
El firmamento parecía vestido de gala, como para rechazar toda idea de
muerte y podredumbre, y confirmar las de inmortalidad y gloria.
Compensando la falta de la luna que no asomaría hasta mucho más tarde,
los astros resplandecían con tal magnificencia, que inducían á creer si
toda la pedrería celestial acababa de salir del taller del joyero
divino. Más que azul, semejaba negra la bóveda; las constelaciones la
rasgaban con rúbricas de luz; algunos luceros titilaban vivos y
próximos, otros se perdían en la insondable profundidad; la vía láctea
derramaba un mar de cristalina leche, y Sirio, el gran brillante
solitario, centelleaba más espléndido que nunca.
También el suelo estaba de fiesta. La incomparable serenidad de la noche
le envolvía en un hálito de amor: las sombras eran densas y vagas á la
vez: los horizontes lejanos se disfumaban en azuladas nieblas: á pesar
de la mucha calma, no había silencio, sino murmurios imperceptibles,
estremecimientos cariñosos, ráfagas de placer y vida; la savia antes de
parar su curso y retroceder al corazón de los árboles, aprovechaba aquel
minuto de plenitud del verano para saturar por completo el organismo
vegetal, y lo que eran acres aromas en el monte, en el valle atmósfera
verdaderamente embalsamada. La iluminación de la noche nupcial, los
farolillos venecianos de las bodas, los suministraban las luciérnagas,
insectos en quienes arde visiblemente el fuego amoroso...
No podía Gabriel confundir el verdoso y fosforescente reflejo de los
gusanos con la pequeña llama azul que se alzó de las profundidades del
cementerio, y que revoloteando suavemente le pasó á dos dedos del
rostro. Bien conoció el fuego fatuo, arrancado por el calor á aquel
sitio bajo y húmedo y relleno de cadáveres humanos... Con todo, sintió
que otra vez se le exaltaba la fantasía, y pegó el rostro á la verja
escudriñando con avidez el interior del camposanto, por si tras el fuego
surgía alguna forma blanca, ni más ni menos que en _Roberto el
Diablo_... Y en efecto... ¡Chifladura, ilusión de óptica! Calle... Pues
no, que bien claro lo está viendo... Algo se alza detrás del nicho,
junto á los cipreses... Algo que se inclina, vuelve á alzarse, se
mueve... ¡Una forma humana...! ¡Un hombre!
Sólo tiene tiempo el artillero para adosarse al muro, al amparo de la
sombra que proyecta el olivo. Rechina el cerrojo, gira la llave, se abre
la verja, y sale la persona que momentos antes rezaba al pie del
mausoleo de Nucha. El rezador nocturno cierra cuidadosamente la verja,
hace por última vez la señal de la cruz volviéndose hacia el
cementerio, y pasa rozando con Gabriel y sin verle, con la cabeza baja,
cabeza blanquecina y cuerpo encorvado y humilde.
--¡El cura de Ulloa!
Se quedó Gabriel algún rato como si fuese hecho de piedra, sin darse
cuenta del porqué semejante persona, en tal sitio y entregada á tal
ocupación, le parecía la clave de algún misterio, uno de esos cabos
sueltos de la madeja del pasado, que guían para descubrir historias
viejas que nos importan ó que despiertan novelesco interés.
--¡Ahí están los suspiros y los rezos que yo oía!--pensó, encogiéndose
de hombros. Si no acierta a salir ahora este buen señor, yo tendría una
cosa rara que contar... y creería honradamente en una pamplina...
inexplicable... ¡Ea, me he lucido con mi excursión! De Manuela, ni
rastro... Verdad es que he visitado á la pobre _mamita_... ¡Adiós,
adiós! (Volviéndose hacia la verja.) Y en realidad la caminata me ha
calmado. Se me figura que esta tarde pensé mil delirios y ofendí
mortalmente con la imaginación á mi sobrina. ¿Cómo ha de estar
profanada, depravada, una niña que tiene aquel aire franco y sencillo y
honesto á la vez, el aire y los ojos de su madre? Sé sincero, Gabriel,
contigo mismo. (Deteniéndose y mirando á las estrellas.) Lo que te
sucedió, que te encelaste, porque estás interesado por la muchacha...
Pues amigo, eso no vale. ¿Á qué viniste aquí? ¿A salvarla, verdad?
Entonces, piensa en ella sobre todo. A un lado egoísmos; si no te
quiere, que no te quiera; mírala como la debió haber mirado su padre. A
pedirle mañana una entrevista; á hablarle como nadie le ha hablado nunca
á la criatura infeliz. Lo que tú has estado pensando allí al pie del
castaño, es una monstruosidad; pero con todo, bueno es prevenir hasta el
que á otros se les ocurra la misma sospecha atroz. A ti, al hermano de
su madre, corresponde de derecho el intervenir. Y caiga quien caiga, y
así sea preciso prender fuego á los Pazos y llevarte á la muchacha en
el arzón de la silla... Digo, no; esto de raptos es niñería romántica...
Pero es decir, que tengas ánimo y que no se te ponga por delante ni el
Sursumcorda, ¡qué diablos! Y cuidadito cómo le hablas á la montañesa...
No hay que abrirle los ojos, ni lastimarla, que después de todo...
reparo deberías tener en tocarla siquiera con el aliento... y morirte
deberías de vergüenza por las cosas que se te han ocurrido. ¡Pobre
chiquilla! (Pausa.) ¡Qué noche tan hermosa! ¿Iré camino de los Pazos...
ó lo estaré desandando? Por allí suena la presa del molino... De noche
se oye muy bien... Parece el sollozo de una persona inconsolable... Sí,
hacia esa parte están los Pazos; en llegando al molino, ya los veo.
El sollozo del agua le guió á una _corredoira_, no tan honda ni tan
cubierta de vegetación como la de los Castros, pero perfumada y
misteriosa cual ninguna deja de serlo en el verano, y alumbrada á la
sazón por la luz suave y espectral de las luciolas, que á centenares se
escondían en las zarzas ó se perseguían arrastrándose por la hierba.
Tan lindo aspecto daban á las plantas las linternas de aquellos
bichejos, que el artillero, al salir del túnel, se detuvo y miró hacia
atrás, para gozar del fantástico espectáculo. Una línea fría le cruzó el
rostro: era un tenuísimo hilo de la Virgen, y Gabriel alzó la vista
hacia el matorral, queriendo adivinar de dónde salía la sutil hebra.
Cuando bajó los ojos, se le figuró que al otro extremo del túnel se
movía un bulto confuso y grande. El pálido resplandor de los gusanos,
semejante al destello de una sarta de aguamarinas y perlas, no le
consintió al pronto discernir si eran bueyes ó personas, y cuántas, lo
que se iba aproximando en silencio. Gabriel, sin reflexionar, se emboscó
tras las plantas, con el corazón en prensa; si alguien le hubiese
preguntado entonces ¿porqué te escondes y porqué te azoras así? no le
sería posible dar contestación satisfactoria. El bulto se acercó... Era
doble: se componía de dos cuerpos tan pegados el uno al otro como la
goma al árbol; no hablaban; ¿para qué? Él la sostenía por la cintura, y
ella se recostaba en su hombro y le pasaba el brazo izquierdo alrededor
del cuello. Marchaban con el paso elástico y perezoso á la vez, propio
de la juventud y de la dicha avara, que regatea los minutos.
Hacía ya algunos que había desaparecido la enamorada pareja, y todavía
estaba el artillero quieto, con los puños y los labios apretados, los
ojos abiertos de par en par, el cuerpo tembloroso, los pies clavados en
tierra como si se los remachasen, fulminado en suma por la última visión
de aquella noche de verano. Al fin su pecho se dilató, como para
respirar; estiró los brazos; descargó una patada en el suelo; y mandando
enhoramala sus filosofías, su pulcritud de lenguaje y de educación, su
cultura y su firmeza, arrojó, como arroja el caño de sangre la arteria
cortada, una interjección obscena y vulgarísima, y añadió sordamente:
--¡Qué vergüenza... qué barbaridad!
XXVII
No vayan ustedes á figurarse que desde el entronizamiento del Gallo y
sus útiles reformas encaminadas á acrecentar el decoro y representación
de los Pazos, ó al menos de la mayordomía, se hubiese suprimido el
tertulión de la cocina por las noches. Suprimir, no; depurar, es otra
cosa. La autoridad del buen ex-gaitero se empleaba en alejar mañosa ó
explícitamente de allí á la gentuza, como las nietas de la Sabia y otras
_lambonas_ que sólo andaban tras la intriga y á la socaliña del pedazo
de pan hoy, y mañana del de cerdo, si á mano viene. Para semejantes
brujas, chismosas y zurcidoras de voluntades, desde el primer día
significó el Gallo con toda su autoridad de sultán y marido, la orden de
expulsión; ¡si conocería él el paño! Y Sabel, aunque muy dada á
comadrear, hubo de conformarse--como se conformaría á andar á cuatro
patas, si tales fuesen los deseos del insigne rey del corral.
Escogido ya el número de tertulianos, se redujo á los notables de Ulloa
y Naya, al pedáneo, á los labriegos cabezas de familia y colonos de los
Pazos, al criado del cura, al sacristán, al peón caminero, y demás
personas de suposición que por allí podían encontrarse; de suerte que
varió muchísimo el carácter de aquel sarao, y no se parecía en lo más
mínimo á lo que fué en otros días, bajo la dominación de Primitivo _el
Terrible_. Antaño, predominando el sexo femenino, se pagaba tributo muy
crecido á la superstición: se refería el paso de la _Compaña_ con su
procesión de luces; se contaban las tribulaciones de la mocita á quien
le había dado _sombra de gato negro_ ó atacádola el _ramo cativo_; se
ofrecían recetas y medicinas para todos los males; se gastaba una noche
en comentar el robo de una gallina ó el feliz alumbramiento de una vaca;
un viejo chusco refería cuentos, y las mozas, en ratos de buen humor, se
tiroteaban á coplas, improvisándolas nuevas cuando se les acababan las
antiguas. Toda esta diversión populachera era incompatible con los
adelantos de la civilización que pretendía introducir allí el Gallo.
Bajo su influjo, la tertulia, compuesta de sesudos y doctos varones, se
convirtió en una especie de ateneo ó academia, donde se ventilaban
diariamente cuestiones arduas más ó menos enlazadas con las ciencias
políticas y morales. El Gallo se encargaba de la lectura de periódicos,
que realizaba con aquel garabato y chiste que sabemos; y excusado me
parece advertir lo bien informado que quedaba el público, y las
exactísimas nociones que adquiría sobre cuanto Dios crió. Así es que el
debate era de lo más luminoso, y mal año para los gobernantes y
repúblicos que no viniesen allí á ver resueltos por encanto los
problemas que tanto les dan en qué entender. Había en la asamblea
especialistas, profundo cada cual en la materia á que consagraba sus
desvelos: Goros, el criado del cura de Ulloa, se dedicaba á la
controversia teológica y á la exégesis religiosa, soltando cada herejía
que temblaba el misterio; el señor pedáneo tenía á su cargo la política
interior, cortaba sayos y daba atinadísimos consejos á Castelar y á
Sagasta, hablaba de ellos como si fuesen sus compinches, y vaticinaba
cuanto infaliblemente iba á producirse en el seno del gabinete: un
labriego machucho, el tío Pepe de Naya, antes encargado del ramo de
chascarrillos, corría ahora con el de hacienda, y exponía las más
atrevidas teorías de los socialistas y comunistas revolucionarios, sin
necesidad de haber leído á Proudhon ni cosa que lo valga; y el atador de
Boán, cuando llamado por deberes profesionales ó alumbrado más de la
cuenta se veía obligado á pasar la noche en Ulloa, dedicábase á la
propaganda filosófica, y ponía cátedra de panteísmo, explicando cómo los
hombres y las lechugas son una sola esencia en diferentes posiciones...
ó para decirlo en sus propias palabras, lo mismito, carraspo, perdonando
vusté.
Uno de los mayores placeres de aquel senado campesino era confundir y
aturdir con su ciencia á los ignorantuelos, á los criados de escalera
abajo, ó sea de establo y labranza, haciéndoles preguntas capciosas y
divirtiéndose en acrecentar su estupidez, cosa bastante difícil. A veces
llamaban al pastor, aquel rapazuco escrofuloso que padeció persecución
bajo Primitivo y era ahora un tagarote medio idiota; y excitando su
vanidad (que todos la tienen) le hacían soltar peregrinos despropósitos.
Generalmente lo examinaban de teología.
--Quitaday, marrano, que tan siquiera sabes quién es Dios.
--Sé, sé--contestaba muy ufano el mozo rascándose la oreja.
--Pues gomítalo.
--Es un ángel rebelde, que por su...
Coro de risotadas, de exclamaciones y de aplausos.
--A ver--exclamaba Goros;--para qué es el Sacramento del Orden?
--Si me pergunta de cosas de allá de Madrí, yo mal le puedo dar
sastifación.
--Soó... mulo! El Sacramento del Orden (abre el ojo) es para... criar
hijos para el cielo!
--Bien, ya estamos en eso--contestaba muy serio el gañán, entre la
algazara y regocijo del ateneo de Ulloa.
Con intermedios de este jaez se amenizaban las discusiones formales. Es
de saber que en tiempo de verano, y más si el calor arreciaba, y con
doble motivo si era en días de maja y siega, el ateneo trasladaba el
local de sus sesiones de la cocina, á la parte del huerto lindante con
la era: colocábanse allí bancos, _tallos_, cestas volcadas panza
arriba, y sin derrochar más candela que la que los astros ó la luna
ofrecían gratuitamente, gozando el fresco y oyendo en la era el canticio
y el bailoteo de segadoras y majadores, departían sabrosamente, echaban
yescas para el cigarro, y la conversación giraba sobre temas de
actualidad, agrícolas y rurales.
En mitad de una acalorada discusión sobre la calidad del trigo cayó allí
Gabriel Pardo, que regresaba de su tremendo viaje á través del valle de
Ulloa. Por fortuna, la luz estelar, con ser tan viva y refulgente, no
bastaba á descubrir al pronto lo descompuesto de su semblante; pero bien
se podía notar lo ronco de la voz en que exclamó, encarándose con el
primer ateneísta que le salió al paso:
--Dónde está Perucho?
El Gallo se levantó obsequiosamente, y con sonrisa afable y la frase más
selecta que pudo encontrar, respondió lo que sigue:
--Señor don Grabiel, no le saberé decir con eusautitú... Quizásmente que
aún no tendrá voltado, _en atención_ á que no se ha visto por aquí su
comparecencia...
--¡Falso! Es usted un embustero--gritó brutalmente el comandante, ciego
de dolor y necesitado, con necesidad física, de desahogar en
alguien y de hacer daño... de pegar fuego á los Pazos, si
pudiese.--¡Ea!--añadió--á decirme dónde está su hijo de usted ó lo que
sea... ¡Aquí no vale encubrir!
¡Quién viera al rey del corral erguirse sobre sus espolones, enderezar
la cresta, estirar el cuello, y exhalar este sonoro quiquiriquí:
--Adispensando las barbas honradas de usté, señorito don Grabiel, esas
son palabras muy mayores y mi caballerosidá y mi dicencia, es un decir,
no me premiten...
--Eh... ¿quién le cuenta á usted nada? ¿Qué se me importa por
usted?--vociferó Gabriel nuevamente.--A quien necesito es á Perucho...
Llámenle ustedes, pero en seguida.
--Ha de estar en la era--indicó tímidamente el pastor.
Gabriel no quiso oir más, y desapareció como un rehilete en dirección
de la era. Encontróla brillante, concurridísima. Una tanda de mozas y
mozos bailaba el _contrapás_, al són de la pandereta y la flauta; la
tañedora de pandero cantaba esta copla:
_A lua vay encuberta..._
_a min pouco se me dá:_
_a lua que a min malumbra_
_dentro do meu peito está._
Oíala como en sueños el comandante, detenido á la entrada y presa
entonces de un paroxismo de ira que le hacía temblar como la vara verde:
Calma... sosiego... voy á echarlo todo á perder... decía consigo mismo;
y al par que veía claramente su razón la necesidad de tener aplomo y
presencia de ánimo, aquella parte de nosotros mismos que debiera
llamarse la _insurgente_, le tenía entre sus uñas de fierecilla
desencadenada, y le soplaba al oído:--Qué gusto coger un palo... entrar
en la era... deslomar á estacazos á todo el mundo... arrimar un fósforo
á las medas... armar el revólver, y en un santiamén... pun, pun... á
éste quiero, á éste no quiero...
A su izquierda divisó un grupo, compuesto de Sabel y de varias comadres
del vecindario: y delante, en pie, algo ensimismado, á Perucho en
persona. Gabriel se le acercó, hasta ponerle la mano en el hombro; y al
_tenemos que hablar_ del comandante, estremecióse el montañés, pero
respondió con súbita firmeza:
--Cuando usted guste.
--Ahora mismo.
--Bueno, ya voy.
Echó delante el mozo, y siguióle Pardo, sin añadir palabra. Alejándose
de la gente, atravesaron el huerto, entraron en el corredor, llegaron á
la cocina, donde la fregatriz revolvía en la sartén, con cuchara de
palo, algo que olía á fritanga apetitosa; y el montañés, sin detenerse,
tomó una candileja de petróleo encendida, y guió á las habitaciones de
la familia del Gallo, entre las cuales se contaba cierta salita, orgullo
y prez del mayordomo, porque en seis leguas á la redonda, sin exceptuar
las casas majas de Cebre, no la había mejor puesta, ni más conforme á
las exigencias del gusto moderno, sin que le faltase siquiera--¡lujo
inaudito, refinamiento increíble!--un _entredós_ en vez de consola; un
entredós de imitación de palo santo, con magníficos adornos de un metal
que sin pizca de vergüenza remedaba el bronce. Frente á este mueble, en
que el Gallo tenía puesto su corazón, un soberbio diván de _repis_
amarillo canario convidaba al reposo, y Perucho, dejando la candileja
sobre el entredós, hizo seña al comandante de que podía sentarse si
gustaba, al mismo tiempo que se le plantaba enfrente, con la cabeza
erguida, resuelto el ademán, algo pálidas, contra lo acostumbrado, las
mejillas, y pronunciando en tono que á Gabriel le sonó provocativo:
--Usted dirá, señor de Pardo... ¿Qué se le ofrece?
El comandante midió de alto á bajo al bastardo, frunciendo la boca, con
el gesto de desprecio más claro y más enérgico que pudo; acercóse luego
á la puerta, y dió vuelta á la llave, que halló puesta por dentro; y
volviéndose hacia el montañés, le escupió al rostro estas frases:
--¡Se me ofrece decirte que eres un pillastre y un ladrón, y que voy á
darte tu merecido, canalla! ¡A ti y á la perra que te parió! ¡Mamarracho
indecente!
Lo raro era que Gabriel oía sus propias palabras como si las dijese otra
persona; y allá en el fondo de su sér, las comentaba una voz,
susurrando:--Es demasiado, ese hombre habla como un loco.--Y no podía,
no podía sujetar la lengua, ni refrenar la indignación frenética.--Por
lo que hace á Perucho, oyendo aquellas cláusulas que abofeteaban, saltó
lo mismo que si le hincasen en la carne un alfiler candente; desvió y
echó atrás los codos, cerró los puños, y sacó el pecho, como para
arrojarse sobre Gabriel. El furor ennegrecía sus pupilas azules, y daba
á sus facciones correctas y bien delineadas la ceñuda severidad de un
rostro de Apolo flechero.
--No... no me tutee usted--balbuceó reprimiéndose todavía--no me tutee
ni me insulte... porque tan cierto como que Dios está en el cielo y nos
oye...
--¿Qué harás, bergante?
--Lo va usted á saber ahora mismo--gritó el montañés, cuyos ojos eran
dos llamas oscuras en una máscara trágica de alabastro. Un segundo duró
para Gabriel la visión de aquel rostro admirable, porque
instantáneamente sintió que dos barras de hierro flexibles y calientes
se le adaptaban al cuerpo, prensándole las costillas hasta quitarle la
respiración. Intentó defenderse lo mejor posible, tenía los brazos en
alto y libres y podía herir á su contrario en el rostro, arañarle,
tirarle del pelo; pero aun en tan crítica situación, comprendió lo
femenil y bajo de resistir así, y ¡extraña cosa! al verse cogido en la
formidable tenaza, preso, subyugado, vencido por el mismo á quien venía
á confundir y humillar, su ciega y furiosa ira y el hervor animal é
instintivo de su sangre se calmaron como por obra de un conjuro, y hasta
le pareció que experimentaba simpatía por el brioso mozo. Todo fué como
un relámpago, porque el achuchón crecía, y el ahogo también, y el
montañés tenía á su rival á dos dedos del suelo, aprestándose á ponerle
en el pecho la rodilla. Intentó Gabriel un esfuerzo para rehacerse y
librarse, pero Perucho apretó más, y mal lo hubiera pasado su enemigo, á
no ser por una casual circunstancia. La butaca contra la cual estaba
acorralado el comandante era nada menos que una mecedora, mueble que
hacía la felicidad del Gallo, por lo mismo que nadie de su familia ni de
seis leguas en contorno acertaba á sentarse en ella sino después de
reiterados ensayos, continuas lecciones y fracasos serios. Al peso de
los dos combatientes, la mecedora cedió con movimiento de báscula, y el
grupo vino á tierra, haciendo la dichosa mecedora el oficio de Beltrán
Claquin en la noche de Montiel, pues Perucho, que estaba encima, se
halló debajo, y Gabriel, sin más auxilio que el de su propio peso y
corpulencia, con la rapidez de movimientos que dicta el instinto de
conservación, le sujetó y contuvo, teniéndole cogidas las muñecas é
hincándole la rodilla en el estómago.
--¡Máteme, ya que puede!--tartamudeaba el montañés.--Máteme ó suélteme,
para que yo... le... ahog...
El aliento se le acababa, porque el cuerpo de su adversario, gravitando
sobre su pecho, le impedía respirar: Terminó la frase con un ¡z! ¡z! ¡z!
cada vez más fatigoso... Vió en el espacio unas lucecitas amarillentas y
moradas... luego sintió un bienestar inexplicable, y oyó una voz que
decía:
--Pues anda, levántate y ahógame... ¿No puedes? La mano.
Se levantó sostenido por Gabriel, tambaleándose; dió dos ó tres pasos
sin objeto; se pasó la diestra por los ojos, y miró al artillero
fijamente; y como viese en su rostro una tranquilidad muy distinta de la
furia de antes, la tuvo por señal de mofa, cerró otra vez los puños, y
bajando la cabeza como el novillo cuando embiste, se precipitó. Gabriel
adelantó las manos para parar el golpe, con calma desdeñosa; entonces,
el montañés se contuvo, dejó caer los brazos, dió media vuelta, y
encogiéndose de hombros, exclamó:
--Yo no pego á quien no me resiste... ¿Somos aquí chiquillos? ¿Estamos
jugando, ó qué?
Callaba Gabriel y reflexionaba, sintiéndose ya, con íntima satisfacción,
dueño de sí y capaz de regir sus acciones. Seamos francos, pensaba; me
he comportado como un bruto; he hablado como un demente. A bien que en
mí son momentáneas las excitaciones; que si me durase como me da, yo me
dejaría atrás á todos los salvajes. Un poco de juicio, señor de Pardo...
Pero ahora se me figura que ya lo tengo de sobra.
--Oiga usted...--dijo á Perucho, tosiendo, para afianzar la voz.--Le he
maltratado á usted hace un instante; hice mal, y lo reconozco. Es
decir: no me faltan motivos de hablarle á usted con toda la dureza
posible; pero con razones, no con injurias... Debí empezar por ahí.
--Los motivos que usted tiene, ya los sé yo... Demasiado que los sé.
--Se equivoca usted... Hágame el obsequio de sentarse; ya ve que no le
tuteo, ni le ofendo en lo más mínimo. Pero tenemos que hablar largamente
y ajustar cuentas, de las cuales no he de perdonarle á usted un céntimo
si sale alcanzado... Vuelvo á rogarle que se siente.
Perucho se dejó caer en el sofá con hosco ademán, arreglándose
maquinalmente el cuello y la corbata, que ya no tenía muy en orden antes
y que con la refriega se habían insubordinado por completo. Ocupó
Gabriel la mecedora de enfrente, y empezó á mecerse con movimiento
automático. Arreglaba un discurso; pero lo que salió fué un trabucazo.
--¿Usted sabe de quién es hijo? (al preguntarlo se encaró con Perucho).
--¿Y á qué viene eso?--contestó el mozo.
--¿No está usted cansado de conocer á mis padres? Déjeme usted en paz.
--¿Y siendo sus padres de usted... un mayordomo y una criada... cómo se
ha atrevido usted... á poner los ojos en mi sobrina? ¿Cómo se ha
atrevido usted... (ensordeciendo la voz, que vibraba de enojo aún) á
levantarse hasta dónde usted no puede ni debe subir? ¡Sólo un hombre vil
(acercándose al montañés) se aprovecha del descuido y de la confianza
ajena para... apoderarse de... una señorita... y... abusar de ella,
cuando come el pan de su casa!
Perucho contenía los bramidos que se le venían á la laringe, y oía
royéndose la uña del pulgar con tal ensañamiento, que ya brotaba sangre.
Al fin pudo formar voz humana en la garganta.
--Quien... quien abusa es usted, señor de Pardo... Sí, señor, abusa
usted de mi posición, de verme un infeliz, un hijo de pobres, un
desdichado que no se puede reponer contra usted como corresponde... Pero
me repondré, caramba si me repondré... que tampoco no es uno ningún
sapo, para dejarse patear sin volverse á quien lo patea... Y nos veremos
las caras donde usted guste, que aunque me ve sin pelo en ella, soy
hombre para cualquier hombre, y á mí no me espantan palabras ni obras...
Y si á obras vamos... si se trata de romperse el alma por Manuela,
porque usted la quiere para sí y ha venido á hacerle los cocos...
¡mejor, mejor! Nos la rompemos, y en paz... También le puedo contar
algunas cositas que le lleguen adentro, para que tenga más modo otra
vez... Que yo como el pan de esta casa; que Manuela es mi señorita, y
que tumba y que dale... De eso de comer el pan, podíamos hablar mucho;
porque, según le oí á mi madre, más dinero le debía á mi abuelo la casa
de los Pazos que mi abuelo á ella... De ser Manola mi señorita... cierto
que ella es hija de un señor... pero maldito si se conoció nunca que lo
fuese... Desde chiquillos andamos juntos, sin diferencias de clases ni
de señoríos; y nadie nos recordó nuestra condición desigual, hasta que
cayó aquí, llovido del cielo, el señor don Gabriel Pardo de la Lage...
Manola, ahí donde usted la ve, no tuvo en toda su vida nadie que la
quisiese más que yo, yo (y se golpeaba el fornido pecho), nadie que se
acordase de ella, no señor, ni su padre, usted lo oye? ni su padre...
Yo, desde que levantaba del suelo tanto como una berza, la enseñé á
andar, cargué con ella en brazos, para que no se mojase los pies cuando
llovía, le dí las sopas, le guardé el sueño, y le discurrí los juguetes
y las diversiones... Yo le enseñé lo poco que sabe de leer y escribir,
que sino, ahora estaría firmando con una cruz... Yo la defendí una vez
de un perro de rabia... ¿Sabe usted lo que es un perro de rabia? ¡No,
que en los pueblos eso no se ve nunca! Pues al perro, con aquellos ojos
encarnizados y aquel hocico baboso, lo maté yo, pero no de lejos, sino
desde cerquita, así, echándome á él, machacándole la cabeza con una
piedra grande, mientras la chiquilla lloraba muerta de miedo... ¡Si no
estoy yo allí, á tales horas Manola es ánima del purgatorio! En el brazo
y en la pierna me mordió el perro, y gracias que la ropa era fuerte, y
allí se quedó la baba... Otra vez la cogí á la orillita de un barranco,
que si me descuido, al Avieiro se me larga... Yo me quemé la mano en el
horno por sacarle una bolla caliente, que se le había antojado... ¿ve
usted...? aquí anda todavía la señal... Y yo por ella me echaría de
cabeza al río, y me dejaría arrancar las tiras del pellejo... Ni ella
tiene sino á mí, ni yo sino á ella. ¿Que es usted su tío? ¿Y qué?, ¿Se
ha acordado usted de ella hasta la presente? ¡Buena gana! Andaba usted
por esos mundos, muy bien divertido y recreado. Yo con ella, con ella
siempre... hasta morir! Me quiere, la quiero, y ni usted ni veinte como
usted... ni el mismo Dios del cielo que bajase con toda la corte
celestial! me la quitan. Así me valga Cristo, y antes yo ciegue que
verla casada con usted!
El montañés hablaba con presteza, accionando mucho, como escupiendo
palabras y pensamientos que desde muy atrás le rebosaban del corazón. Su
gallarda persona y su acción fogosa y expresiva parecían no caber en la
ridícula sala, bien como el gran actor no encuentra espacio en un
escenario estrecho; y á cada molinete de su fuerte brazo se hallaban en
inminente peligro los cromos, las cajas de cartón, las orquestas de
perritos y gatitos de loza, las figuras de yeso teñidas con purpurina
imitando bronce, todas las simplezas importadas por el Gallo de sus
excursiones orensanas, pues tan adelantado estaba el buen sultán en la
ciencia suntuaria de nuestra época, que hasta cultivaba el _bibelot_.
Gabriel oía, mostrando un rostro apenado, perplejo y meditabundo; á
veces cruzaban por él vislumbres de compasión; otras, aquella pasión tan
juvenil y fresca, tan vigorosamente expresada, le removía como remueve
la escena de un drama magnífico; y su boca se crispaba de terror, lo
mismo que si el conflicto, tan grave ya, creciese en proporciones y
rayase en horrenda é invencible catástrofe... Viendo callado al
artillero, Perucho se persuadió de que lo convencía, y continuó con más
calor aún:
--Si Manola es rica, sepan que yo no quiero sus riquezas, y que me futro
y me refutro en ellas... Que el padrino gaste su dinero en lo que se le
antoje; que lo gaste en cohetes, ó lo dé á los pobres de la parroquia.
Dios se lo pague por la carrera que me está dando, pero con carrera ó
sin ella... yo ganaré para mí y para mi mujer. Manola se crió como la
hija de un labriego; no necesita lujos ni sedas; yo menos todavía. Mi
madre no es pobre miserable: heredó del abuelo un pasar, y me dará... Y
si no me da, tal día hizo un año. Con cuatro paredes y unas tejas, allá
en el monte, frente á las Poldras, vivimos como unos reyes, sin
acordarnos del mundo y sus engañifas... Casualmente lo único para que
sirvo yo es para arar y sachar: los estudios me revientan: paisano nací
y paisano he de morir, con la tierra pegada á las manos... Una casita y
una heredad y una pareja de bueyes con que labrarla, no hemos de ser tan
infelices que eso nos falte,... y en teniendo eso, que se ría el mundo
de mí, que yo me reiré del mundo... y estaré como en el cielo, y Manola
también... mientras que con usted rabiaría y se condenaría, porque no le
quiere, no le quiere y no le quiere.
Acabar su peroración el montañés y sentirse Gabriel Pardo
definitivamente vencido y arrastrado por la corriente de simpatía que
empezaba á ablandarle desde que había jadeado entre los brazos fuertes
del mozo, fueron cosas simultáneas. Obedeciendo á impulso irresistible,
tendió la mano para darle una palmada en el hombro; hízose atrás
Perucho, tomando por nueva hostilidad lo que no era sino halago.
--¡No ponerse en guardia, amigo, que no hay de qué!--exclamó el
artillero, cuya noble fisonomía respiraba ya concordia y bondad al par
que dolor y pena.--Tan no hay de qué, que se va usted á pasmar... Déme
usted esa mano, y perdóneme todo cuanto le he dicho al entrar aquí... He
procedido con injusticia, con barbarie y con grosería; pero si usted
supiese cómo me estaba doliendo el alma, y cómo me duele aún... No
conserve usted nada contra mí: déme la mano...
Los ojos azules le miraron con desconfianza, y Perucho retiró el brazo.
--Mucho estimo eso que usted dice ahora, pero mejor fuera no venirse con
esos desprecios de antes... Nadie tiene cara de corcho, y la vergüenza
es de todo el mundo.
--Usted lleva razón, pero yo la he perdido media hora de este aciago
día... Motivo me ha sobrado para ello. ¡Oigame usted, por lo que más
quiera! Por... por mi sobrina. Déme usted su palabra de que hará lo que
voy á rogarle.
--No señor, no; yo no prometo nada tocante á Manola. ¿Y á qué viene
mentir? Mejor es desengañarle. Lo mismo da que lo prometa que que no lo
prometa. Ahora prometería, pongo por caso, no arrimarme á ella en
jamás, y de contado me volvería á pegar á sus faldas. Imposibles no se
han de pedir á nadie.
--No es eso... ¡Si usted no me oye...!
--¿No es nada de dejar á Manoliña?
--No... Es que me prometa usted que de lo que vamos á hablar no dirá
usted palabra á nadie... ¡á nadie de este mundo!
--Corriente. Si no es más que eso...
--No más.
--Pues venga.
--No--replicó Gabriel bajando la voz...--Aquí no... Acompáñeme usted á
mi cuarto... Tengo excelente oído... y juraría que anda gente en el
corredor.
XXVIII
Como saliesen un poco más aprisa de lo justo, abriendo con ímpetu la
puerta, estuvieron á punto de aplastar entre hoja y pared la nariz del
Gallo, el cual, sin género de duda, atisbaba. Al impensado portazo,
lejos de enfadarse, sonrió con dignidad y afabilidad, murmurando no sé
qué fórmulas de cortesía: su gran civilización le obligaba á mostrarse
atento con las personas que visitaban su domicilio. Pero Gabriel y
Perucho cruzaron por delante de él como sombras chinescas, y no le
hicieron maldito el caso. Lo cual, unido á otros singulares incidentes,
la ira de Gabriel, su afán por encontrar á Perucho, lo extraño de la
entrevista, la encerrona, le puso en alarma y despertó su aguda
suspicacia labriega. Rascóse primero detrás de la oreja, luego al través
de las patillas, y estas operaciones le ayudaron eficazmente á deliberar
y á dar desde luego no muy lejos del hito.
Al entrar Perucho y Gabriel en la habitación de éste, se encontraron á
oscuras: el montañés rascó un fósforo contra el pantalón, y encendió la
bujía; el artillero acudió á echar la llave, prevención contra
importunos y curiosos. Para mayor seguridad, acercóse á la ventana,
bastante desviada de la puerta. Ninguno de los dos pensó en sentarse.
Recostado en la pared, con la izquierda metida en el seno, al modo de
los oradores cuando reposan, el brazo derecho caído á lo largo del
muslo, una pierna extendida y firme y otra cruzada y apoyada en la punta
del pie, Perucho aguardaba, animoso y resuelto, como el que no ha de
transigir ni renunciar por más que hagan y digan. Con las manos en los
bolsillos de la cazadora, la cabeza caída sobre el pecho, y meneándola
un poco de arriba abajo, los labios plegados, arrugada la frente,
Gabriel Pardo se paseaba indeciso, tres pasitos arriba, tres abajo. Al
fin hizo un movimiento de hombros como diciendo--pecho al agua--y,
súbitamente, se enderezó, encaróse con el montañés y articuló lo que
sigue:
--Vamos claros... ¿Usted sabe ó no sabe que es hermano de Manuela?
Si asestó la puñalada contando con los efectos de su rapidez, no le
salió el cálculo fallido. El montañés abrió los brazos, la boca, los
ojos, todas las puertas por donde puede entrar el estupor y el espanto;
enarcó las cejas, ensanchó la nariz... fué, por breves momentos, una
estatua clásica; el escultor que allí se encontrase lamentaría, de fijo,
que estuviese vestido el modelo. Y sin lanzar la exclamación que ya se
asomaba á los labios, poco á poco mudó de aspecto, se hizo atrás, bajó
los ojos, y se vió claramente en su fisonomía el paso del tropel de
ideas que se agolpan de improviso á un cerebro, la asociación de
reminiscencias que, unidas de súbito en luminoso haz, extirpan una
ignorancia inveterada; la revelación, en suma, la tremenda revelación,
la que el enamorado, el esposo, el creyente, el padre convencido de la
virtud de la adorada hija, se resisten, se niegan á recibir, hasta que
les cae encima, contundente, brutal y mortífera, como un mazazo en el
cráneo.
--¡No!--balbuceó en ronca voz.--No, Jesús, Señor, no, no puede ser...
usted... vamos á ver... ¿ha venido aquí para volverme loco? ¿Eh? ¡Pues
diviértase... en otra cosa! Yo... no quiero loquear... ¡No se divierta
conmigo! Jesús... ¡ay Dios!
Llevóse ambas manos á los rizos, y los mesó con repentino frenesí, con
uno de esos ademanes primitivos que suele tener la mujer del pueblo á
vista del cuerpo muerto de su hijo. Al mismo tiempo quebrantaba un
gemido doloroso entre los apretados dientes. Rehaciéndose á poco, se
cruzó de brazos y anduvo hacia Gabriel, retándole.
--Mire usted, á mi no me venga usted con trapisondas... usted ha entrado
aquí traído por el diablo, para engañarme y engañar á todo el mundo...
Eso es mentira, mentira, mentira, aunque lo jure el Espíritu Santo...
Malas lenguas, lenguas de escorpión inventaron esa maldad, porque...
porque nací sirviendo mi madre en esta casa... Pero no puede ser...
¡Madre mía del Corpiño! No puede ser... ¡No puede ser! ¡Por el alma de
quien tiene en el otro mundo, señor de Pardo... no me mate, confiéseme
que mintió... para quitarme á Manola...!
Gabriel se acercó al bastardo de Ulloa y logró apoyarle la mano en el
hombro; después le miró de hito en hito, poniendo en los ojos y en la
expresión de la cara el alma desnuda.
--La mitad de mi vida daría yo--dijo con inmensa nobleza--por tener la
seguridad de que en sus venas de usted no corre una gota de la sangre
de Moscoso. Créame... ¿No me cree? Sí, lo estoy viendo; me cree usted...
Pues escuche; si usted fuese hijo del mayordomo de los Pazos... yo,
Gabriel Pardo de la Lage, que soy... ¡qué diablos! ¡un hombre de
bien...! me comprometía á casarlo á usted con mi sobrina. Porque he
visto lo que usted la quiere... y porque... porque sería lo mejor para
todos. ¿Cree usted esto que le aseguro?
Sin fuerzas para contestar, el montañés hizo con la cabeza una señal de
aquiescencia. Gabriel prosiguió:
--No solamente mi cuñado le tiene á usted por hijo suyo, sino que le
quiere entrañablemente, todo cuanto él es capaz de querer... más que á
Manuela, ¡cien veces más! y hoy, si se descuida, delante de todos los
majadores le llama á usted... lo que usted es. Su propósito es
reconocerle, y después de reconocido, dejarle de sus bienes lo más que
pueda... Su padrastro de usted lo sabe; su madre... ¡figúrese usted!
y... ¡es inconcebible que no haya llegado á conocimiento de usted jamás!
--Me lo tienen dicho, me lo tienen dicho las mujeres en la feria y los
estudiantes en Orense... Pero pensé que era guasa, por reirse de mí, y
porque el... padrino... me daba carrera... Estuve ciego, ciego! Ay Dios
mío, qué desdicha, qué desdicha tan grande! Lo que me sucede... lo que
me sucede! Pobre, infeliz Manola!
Gimió esto cubriendo y abofeteando á la vez el rostro con las palmas; y
á pasos inciertos, como los que se dan en el primer período de la
embriaguez, se dejó caer de bruces, borracho de dolor, sobre la cama de
Gabriel Pardo, cuya colcha mordió revolcando en ella la cara. Gabriel
acudió y le obligó á levantarse, luchando á brazo partido con aquella
desesperación juvenil que no quería consuelo.
--Vamos, serénese usted... Qué hace usted, qué remedia con ponerse así?
Serenidad... un poco de reflexión... Venga usted, criatura, venga á
sentarse en el sofá... Calma... calma! Con esos extremos lo echa usted
más á perder... Venga usted... Respire un poco!
En el sofá, donde le sentó medio por fuerza, Perucho volvió á dejar caer
la cabeza sobre los brazos, y á esconder la cara, con el mismo
movimiento de fiera montés herida, que sólo aspira á agonizar sola y
oculta. Balanceaba el cuello, como los niños obstinados en una perrera
nerviosa, que ya les tiene incapaces de ver, de oir, ni de atender á las
caricias que les hacen.
--Sosiéguese usted--repetía el artillero.--¿Quiere usted un sorbo de
agua? Ea, ánimo, qué vergüenza! Sea usted hombre.
Se volvió rugiendo.
--Soy hombre, aunque parezco chiquillo... Hombre para cualquiera,
repuño! Pero soy el hombre más infeliz, más infeliz que hay bajo la capa
del cielo... y un infame... sí, un infame, el infame de los infames...
Hoy mismo, hoy--y se retorcía las manos--he perdido á... á una santa de
Dios, á Manola, _malpocado_... Debían quemarme como la Inquisición á
las brujas... Que no quemase á la condenada que nos echó, esta mañana la
paulina... y nos hizo mal de ojo, por fuerza! Maldito de mí, maldito...
Pero qué más casti...
Al desventurado se le rompió la voz en un sollozo, y dejándose ir al
empuje del dolor, se recostó en el pecho de Gabriel Pardo, abriendo
camino al llanto impetuoso, el llanto de las primeras penas graves de la
vida--lágrimas de que tan avaros son después los ojos, y que torciendo
su cauce, van á caer, vueltas gotas de hiel, sobre el corazón. Movido de
infinita piedad, Gabriel instintivamente le alisó los bucles de crespa
seda. Así los dos, remedaban el tierno grupo de la última cena de Jesús;
y en aquel hermoso rostro, cercado de rizos castaño oscuro, un pintor
encontraría acabado modelo para la cabeza del discípulo amado.
--Que llore, que llore... Le conviene.
Casi agotado el llanto, agitaba los labios y la barbilla del montañés
temblor nervioso, y un ¡ay! entrecortado y plañidero, del todo
infantil, infundía á Gabriel tentaciones de estrecharle y acariciarle
como á un niño pequeño. Perucho se levantó con ímpetu, y se metió los
puños en los ojos para secar el llanto, dominando el hipo del sollozo
con ancha aspiración de aire. Pardo le cogió, le sujetó, temeroso de
algún acceso de rabia.
--No se asuste... Déjeme... ¿Por qué me sujeta? Me deje digo. ¡También
es fuerte cosa! ¡Le matan á uno, y luego ni le dejan menearse!
--¿Es que quiere usted matar... por su parte... á Manuela? ¿Eh? ¿Se
trata de eso? Le leo á usted en la cara... y le sujeto para que no dé la
última mano al asunto! Cuidado me llamo... ¡Manuela no ha de saber ni
esto! ¿Eh, no se hace usted cargo de que tengo razón?
--Sí, sí señor, razón en todo... Que no lo sepa, no... ¡Así no se la
llevarán los demonios como á mí!
--No se entregue usted á la desesperación... La desgracia que aflige á
usted... ¡que nos aflige á todos! es enorme... pero todavía hay algo
que, bien mirado, le puede á usted servir de consuelo.
--¿Algo? ¿Qué algo?--preguntó con ansia el mozo, agarrándose al clavo
ardiendo de la esperanza.
--Que no hay por parte de usted tal infamia, sino impremeditación,
locura, desatino, ¡infamia no! Usted tiene el alma derecha; aquí lo que
está torcido son los acontecimientos... y la intención de ciertas
gentes... Otros son los criminales; usted sólo ha delinquido porque la
sangre moza... En fin, al caso. (Queriendo estrecharle afectuosamente la
mano; pero el montañés la retira con violencia.) Sí, comprendo que no le
soy á usted demasiado simpático; en cambio usted á mí me ha interesado
por completo... Acepte usted ahora mis consejos; demasiado conoce que me
animan buenas intenciones. ¡Ea, valor! A lo hecho pecho: no hay poder
que deshaga lo que ya ha sucedido: á remediar en lo posible el daño...
A eso estamos y eso es lo único que importa... ¡Escuche, hombre! Usted
se tiene que marchar inmediatamente de esta casa... y no volver en mucho
tiempo, al menos mientras que Manuela no... no cambie de situación, ó...
¡En fin, mucho tiempo! A estudiar á Barcelona ó á Madrid... Yo le
proporcionaré á usted fondos... colocación... Todo cuanto le haga falta.
Un quejido de agonía alzó el pecho del montañés.
--Reflexione usted bien, mire la cuestión por todos sus aspectos: hay
que marcharse.
--¿No volveré ya en mi vida á ver á Manuela?--lloró el mozo, cayendo en
el sofá é hincándose las uñas en la cabeza.--Pues entonces, al Avieiro,
que es bien hondo... Así como así tendré mi merecido.
--Vamos... ¡que estoy apelando á su razón de usted! No me responda con
delirios... ¿No ha dicho usted allá cuando empezamos á reñir (Gabriel se
sonrió) que Dios está en el cielo y nos oye? ¿Cree usted lo que dijo?
¿Lo cree?
--¿Soy algún perro para no creer en Dios?
--Pues... si hay Dios... y si usted cree en él... ¡mire que le está
ofendiendo!
Perucho asió de una muñeca á Gabriel, y se la oprimió con toda su
fuerza, que no era poca; y acercándole mucho la cara, arrojó:
--Pues si no hubiese Dios... ¡lo que es á Manola... soltar no la suelto!
Buena pieza se quedó el comandante Pardo sin saber qué contestar,
dominado, vencido. En la encarnizada batalla llevaba, desde el
principio, la peor parte; y lo extraño es que la derrota moral que
sufría, conocida de él solamente, le ocasionaba íntimo placer, y le
apegaba cada vez más al antes detestado bastardo de Ulloa.
Viendo callado á Gabriel, Perucho alentó un poco, y en tono de súplica
humilde, murmuró:
--Me iré, me iré... haré cuanto me manden, y si quieren, me meteré en el
Seminario de Santiago y seré cura... cualquier cosa... pero respóndame,
señor, dígame la verdad... ¿Se va usted á casar con Manola cuando...
después que... falte yo?
Gabriel alzó la vista y le miró cara á cara. Tardó bastante, bastante en
responder: sus ojos brillaron, adquirió su fisonomía aquella expresión
elevada y generosa que era su única hermosura, y respondió serenamente:
--Yo no le he de salvar á usted mintiéndole... Hoy más que nunca estoy
dispuesto a casarme con mi sobrina... ¡No rechine usted los dientes, no
se enfurezca, por todos los santos... oiga, oiga! Cuando ella, por su
voluntad, sin imposiciones de ningún género, porque me cobre cariño ó...
porque necesite mi protección en cualquier terreno y por cualquier
causa, se resuelva á casarse conmigo... yo estoy aquí; cuanto soy y
valgo, de ella es... Pero jamás ¡jamás! si ella no quiere... Y ella no
querrá--fíese usted en mí, que tengo experiencia--ni en mucho tiempo,
ni tal vez en su vida... Es aún más montañesa y más porfiada que
usted... Sobre todo, ¡como no le hemos de soltar el tiro de decirle lo
que hay de por medio! Eso sí, usted tiene el deber de procurar... ¡con
resolución! ¡con heroísmo! que ella le olvide, que ella no piense en
usted... sino como se piensa en el compañero querido de la niñez...
¡Nada más! Usted se va, usted le escribe algo al principio...
cariñosamente... pero... con cariño... fraternal... Luego escasean las
cartas... Luego cesan... Luego... tiene usted novia, ¡novia! y ella lo
averigua... Si es verdad que usted quiere á Manuela, usted hará todo
eso... ¡y mucho más!
El montañés tenía los párpados entornados, la mirada vagabunda por los
rincones del aposento, repasando, probablemente sin verlas, las molduras
barrocas de la cama, las pinturas del biombo, los remates de época del
Imperio que lucía el vetusto sofá. Cuando acabó de hablar Gabriel, sus
pupilas destellaron, hizo con la mano derecha ese movimiento de sube y
baja que dice clarísimamente:--Plazo... espera...--y se dirigió á la
puerta. Pero Gabriel saltó y se interpuso, estorbándole la salida.
--No se pasa... (en tono más cariñoso y festivo que otra cosa).
--Haga usted favor... Si por lo visto usted está para bromas, yo no, y
sentiría cometer una barbaridad.
--En serio (con mucha energía), no le dejo á usted pasar sin que me diga
adónde. De evitarle la barbaridad se trata.
--Bueno, pues sépalo; tanto me da que lo sepa, y si le parece mal...
(gesto grosero). No me da la gana de creer, por su honrada palabra de
usted, que Manola y yo... En fin, usted quiere á Manola... yo le
estorbo... le viene de perillas que me largue... y como no soy ningún
páparo... ¿eh? no me mete usted el dedo en la boca... Voy á la fuente
limpia... á saber la verdad, ¡la verdad!
--¿Cómo, cómo? ¿á quién se la va usted á preguntar? ¡Cuidado... á mi
sobrina nada!
--¡Eh!... ¿Si pensará usted que ha de tener más miramientos que yo con
Manola? Repuño, que ya me cargó á mí esto! La verdad se la voy á sacar
de las mismísimas entrañas á don Pedro Moscoso... y apartarse, y dejarme
de una vez!
Ciñó los brazos al cuerpo del artillero, y de un empujón lo lanzó á dos
varas de distancia. Luego se precipitó hacia fuera.
XXIX
Muchas veces bajaba el marqués de Ulloa á la científica tertulia de su
cocina, sobre todo en invierno, cuando los vastos salones estaban
convertidos en una nevera, y el _lar_ con su alegre chisporroteo
convidaba á acurrucarse en el banquillo del rincón y dormitar al arrullo
de las discusiones. En verano, y habiendo labores agrícolas emprendidas,
prefería don Pedro el corro al aire libre de los jornaleros y
jornaleras, donde se comentaban verbosamente los mínimos incidentes del
día, el peso y el color de la espiga, el grueso de la paja. Y en todas
estaciones, podía asegurarse que el hidalgo, á las diez y media, estaba
retirado ya en su dormitorio.
No lo había escogido como necio: era una habitación contigua al archivo,
y aunque no de las mayores de la casa, abrigada del frío y del calor por
lo grueso de las paredes. Parecía un nido de urraca, tal revoltillo de
cachibaches había en ella. Olía allí a perro de caza, y á ese otro
tufillo llamado de _hombre_, siendo cosa segura que no lo despide ningún
hombre aseado, y sí el tabaco frío, la ropa mal cuidada y el sudor
rancio. Escopetas, morrales, polainas raídas, sombreros de distintas
formas y materias, bastones, garrotes, cachiporras, calabazas, frascos
de pólvora, mugrientos collares de cascabeles, espigas enormes de maíz,
conservadas por su tamaño, chaquetones de somonte, pantalones con
perneras de cuero, yacían amontonados por los rincones, cubiertos con
una capa de polvo, sobre la cual era dable, no sólo escribir con el
dedo, sino hasta grabar en hueco con buen realce. Único mueble serio de
la habitación era la cama, de testero salomónico y fondo de red, y la
vasta mesa-escritorio, forrado por delante de un cuero de Córdoba que
lucía los encantadores tonos pasados y mates del oro, la plata, los
rojos y azules que suelen prevalecer en tan hermoso producto de la
industria nacional. En el centro, sobre un medallón de damasco carmesí
rodeado de orlas de oro, estaba pintado el montés blasón de los
Moscosos, las cabezas de lobo, el pino y la puente. Al hidalgo le servía
la mesa para toda clase de menesteres y usos. Allí picaba tabaco y liaba
cigarrillos; allí amontonaba su escasa correspondencia, haciendo oficio
de prensapapeles una pistola de arzón inservible; allí tenía libros de
cuentas que no consultaba jamás, así como mazos de plumas de ganso y
otras de acero comidas de orín, al lado de una resma de papel sucio por
las orillas ya, aunque su virginidad estuviese intacta; allí rodaba la
cajita de píldoras contra el estreñimiento y el cajón de ricos habanos,
el rollo de bramante y la navaja mohosa; y cuando venía el tiempo de las
perdices y don Pedro intentaba reverdecer sus lauros cinegéticos, allí
se cargaban á mano los cartuchos y allí se limpiaban y atersaban á
fuerza de gamuza y aceite las mortíferas armas.
Mientras Gabriel y Perucho discutían cosas harto graves en la estancia
próxima, el hidalgo, recogido ya á la suya, entreteníase en contar las
rayitas que durante la jornada había hecho en una caña con el
cortaplumas. Cada rayita representaba una gavilla de trigo, y con este
procedimiento sabía á punto fijo la cantidad de gavillas majadas.
Abierta estaba la ventana, á causa del mucho calor, y por ella entraban
las falenas enamoradas de la luz á girar dementes sobre el tubo del
quinqué: alguna vez un murciélago negro y fatídico venía, revoloteando
torpemente, á caer sobre la mesa ó á batir contra un rincón del cuarto.
En el cielo asomaba ya la luna, triste é indiferente.
La puerta se abrió con fragor y estruendo; el hidalgo soltó su caña y
miró... Casi en el mismo instante se deslizaba en el corredor una
sombra, un hombre que no hacía ruido al andar, por la plausible razón de
que llevaba los pies descalzos. Una de las cosas mejor montadas en las
aldeas--con mayor perfección que en los palacios, ó con mayor descaro
por lo menos--es el espionaje, y difícilmente hará un señor que vive
rodeado de labriegos cosa que ellos no olfateen y atisben, siempre que
el atisbarla convenga á sus miras ó importe á su curiosidad. Este dato
se refiere sobre todo al campesino de Galicia. Bajo el aspecto
soñoliento y las trazas cariñosas y humildes del aldeano gallego, se
esconde una trastienda, una penetración y una diplomacia incomparables,
pudiéndose decir de él que siente crecer la hierba y corta un pelo en el
aire, si no tan aprisa, quizás con mayor destreza que el gitano más
ladino. A la perspicacia une la tenacidad y la paciencia; y si tuviese
también la energía y el arranque, de cierto no habría raza como esta en
el mundo. En suma, lo que el gallego se empeña en saber, lo rastrea
mejor que el zorro rastrea el ave descarriada. Primero se dejaría
nuestro Gallo arrancar la cresta y la cola, que no ir á pegar el oído á
la puerta de los señores aquella noche memorable. Resignándose á la
ignominia de la descalcez, rondó el cuarto del comandante; pero ¡oh
dolor! nada se oía: el salón era extenso, y Gabriel precavido en cerrar
y situarse. Ahora la cosa mudaba de aspecto: el dormitorio del marqués
era chico, y allí sí que no se diría palabra que se le escapase al
Gallo.
Una sola inquietud: ¿no saldría el comandante á cogerle con las manos en
la masa? Se arrimó á la puerta de Gabriel y le oyó pasear arriba y
abajo, con paso acelerado, indicio de agitación...--No sale! dedujo el
sultán: aguarda ahí por el otro!--Así era en efecto: Gabriel no quería
meter la mano entre la cuña y la madera, y esperaba impaciente, pero
esperaba.--Mis atribuciones no llegan á tanto... decía para sí: allá se
las hayan padre é hijo... Que se desengañe, que se convenza... Ya
veremos después.
Tranquilo por esa parte el sultán, volvió al observatorio. Algo le
estorbaba una vieja mampara, que reforzando la puerta, apagaba el ruido
de las voces. Con todo, las más altas le llegaban bien distintas, y él
no necesitaba otra cosa para coger el hilo del diálogo.
Acalorado, muy acalorado... Perucho preguntaba y el señor de Ulloa daba
explicaciones en tono brusco, á manera de persona que confirma una
verdad sabida y conocida hace tiempo... ¡Calle! aquí empieza el asombro
del Gallo... el mocoso del rapaz, en vez de alegrarse, se pone como un
potro bravo... Un genio tan _maino_ como gasta siempre, y ahora ¡qué
_fantesía_! Dios nos libre! Está diciéndole trescientas al señor... Si
éste lo toma por malas, se va á armar la de _saquinte_... Le echa en
cara que no lo reconoció desde pequeñito... ¡Se insolenta! Hoy hay aquí
un terremoto... El señor... no se oye cuasimente... de indinado que
está, parece que le sale la voz de dentro de una olla... ¿Y el rapaz?
Ese berra bien... ¡ay lo que está diciendo...! Que se va y que se va y
que se va de esta casa arrenegada... Que se larga aunque tenga que pedir
limosna por el mundo adelante... Que más que se esté muriendo el señor y
lo llame para cerrarle los ojos, no viene, sino que lo amarren con
cordeles y lo traigan así codo con codo atado... Que se cisca en lo que
le deje por testamento, y que no quiere de él ni la hostia... ¡Ojo...
habla el señor... No se oye miga...! todo lo entrapalla con toser y con
la rabia que tiene... El rapaz!... Que bueno, que si le mandan la
Guardia civil para traerlo acá de pareja en pareja, que vendrá á la
fuerza pero que se ahorcará con la faja ó se tirará al Avieiro... Que de
lo que gane trabajando le ha de enviar el dinero que gastó con él, y que
después no le debe nada, y ya lo puede aborrecer á su gusto... Ahora el
señor alborota... Que no lo tiente, que conforme lo hizo también lo
deshace... que le tira á la cabeza un demonio... Que maldito y condenado
sea... Arre!
Esta última exclamación la lanzó para sí el Gallo, porque estuvo á punto
de ser aplastado segunda vez por la puerta, que el montañés empujó
furioso para salir, al mismo tiempo que voceaba, volviendo el rostro
hacia el interior del cuarto:
--Pues con más motivo le maldigo yo, y maldito sea por toda la
eternidad, amén. ¡Que no esté yo solo en el infierno!
Tan aturdido y ebrio salía, que ni reparó en la presencia de una persona
arrimada á la puerta. Corriendo se volvió á la habitación del
comandante, entró en ella... Bien quisiera continuar sus investigaciones
el sultán, pero ni el rumor más mínimo llegó á sus oídos: si se hablaba
allí, debía ser en voz muy queda, lo mismo que cuando se confiesan las
gentes.
XXX
¡Bueno venía el _Motín_ aquella mañana; bueno, bueno! La caricatura, de
las más chistosas; como que representaba á _don Antonio_ con una lira,
coronado de rosas y rodeado de angelitos; ¡y luego, en la sección de
sueltos picantes, cada hazaña de los _parroquidermos_ y _clericerontes_!
Aquello sí que era ponerles las peras á cuarto. ¡Habráse visto
sinvergüenzas! ¡Pues apenas andarían ellos desbocados si no hubiese un
_Motín_ encargado de velar por la moral pública y delatar
inexorablemente todas las picardigüelas de la gente negra! ¡Si con
_Motín_ y todo...!
Juncal se regodeaba, partiéndose de risa ó pegando en la mesa puñetazos
de indignación, según lo requería el caso; pero tan divertido y absorto
en la lectura, que no hizo caso del perrillo acostado á sus pies cuando
ladró anunciando que venía alguien. En efecto entró Catuxa, frescachona
y vertiendo satisfacción al preguntar á su marido:
--¿Que no ciertas quien tay viene?
El alborozo de su mujer era inequívoco; el médico de Cebre cayó en la
cuenta al punto, y saltó en la silla dando al _Motín_ un papirotazo
solemne y exclamando:
--¿Don Gabriel Pardo?
--¡El mismo!
--Mujer... ¡y no lo haces subir! Anda, despabílate ya... No, voy yo
también... ¡Qué mómara! ¡Menéate!
--Si todavía no llegó á casa, ¡polvorín! Vilo desde el patio; viene de á
caballo. ¡Y corre como un loco! ¡Parece que viene á apagar un fuego!
Máximo, sin querer oir más, bajó á paso de carga la escalera, salió al
patio, y como la llave del portón acostumbraba hacerse de pencas para
girar, la emprendió á puñadas con la cerradura; á bien que la médica le
sacó del paso, que sino, de puro querer abrir pronto, no abre ni en un
siglo. Y cuando la cabalgadura cubierta de sudor se detuvo y fué á
apearse el comandante, Juncal no se dió por contento sino recibiéndole
en sus brazos. Hubo exclamaciones, afectuosas palmadicas en los hombros,
carcajadas de gozo de Catuxa; y antes de preguntarse por la salud, ni de
entrar bajo techado, ya se le habían ofrecido al huésped toda clase de
manjares y bebidas, insistiendo en saber _qué tomaría_, hasta no dejarle
respirar. La respuesta de Pardo le llenó á la amable médica las medidas
del deseo:
--De buena gana tomaré chocolate, Catalina, si no le sirve de
molestia... Ahora recuerdo que he salido de los Pazos en ayunas.
Solos ya, sentáronse en el banco de piedra, y Gabriel dijo al médico
que le miraba embelesado de gratitud y regocijo:
--No me agradezca usted la visita; vengo á reclamar sus servicios
profesionales.
--¿Se le ha puesto peor el brazo? ¡Ya lo decía yo! Con estas idas y
venidas... No, y está usted algo... desmejorado, vamos; el semblante...
y eso que viene sofocado... Mucha prisa trajo, ¡caramba!
--¡Bastante me acuerdo yo de mi brazo! Si usted no lo menta ahora...
¡Hay en los Pazos gente enferma...?
--¿En los Pazos? ¡Eso es lo peor! Pero ya sabe que yo, desde las
elecciones...
--Déjeme usted de elecciones... usted se viene conmigo.
--Con usted, al fin del mundo; sólo que si luego creen que me meto donde
no me llaman...
--Pierda usted cuidado.
--¿Y quién está malo? ¿Es el marqués?
--Y su hija.
--¿Los dos?
Gabriel dijo que sí con la cabeza, y se quedó unos instantes pensativo,
acariciándose la barba. Realmente estaba pálido, ojeroso, abatido; pero
le quedaba el aire de viril resolución que tan simpático le hacía.
--Oiga usted, Juncal... ¿Puedo contar con usted? ¿Haría usted por mí
algo que le pidiese? ¡No es cosa muy difícil!
--¡Don Gabriel! Me está usted faltando... ¡Voto al chápiro...! ¡Por
usted...! ¿Quiere... que organice un comité conservador en Cebre?
--¡En política estaba yo pensando...! Lo primero es... no decirle nada á
Catalina. Que sepa que va usted á los Pazos, bien; que va usted por la
enfermedad de mi cuñado, corriente... Pero de la de mi sobrina, ni esto.
¿Conformes?
--Hasta la pared de enfrente.
--Además... que nos marchemos cuanto antes.
--¿Y el chocolate?
--Pretexto para quitarnos de encima á la pobre Catalina. No haga usted
caso. Diga que es urgente echar á andar, y que en vez de chocolate, me
contento con... cualquier cosa bebida... ¿Leche, supongamos?
--Bueno... pero en mientras que arrean la yegua, también está el
chocolate listo.
--¡Se lo suplico... arréela usted al vuelo!
No bien acabó de manifestar este deseo, estaba el médico en la cuadra,
dando al rapazuelo que curaba de su hacanea las necesarias órdenes. A
los tres minutos volvía junto á Gabriel.
--Perdone, ya me doy prisa... pero es que no me ha dicho qué casta de
mal es la que anda por los Pazos, y no sé qué he de llevar de
medicamentos, instrumentos...
--Manuela sufre, desde ayer por la tarde, fuertes accesos nerviosos...
Pero muy fuertes... Convulsiones, lloreras,... soponcios.... Desvaría un
poco... yo creo que hay delirio.
--¡Bien! Mal conocido, herencia materna... Bromuro de potasio. Por
suerte lo tengo recién preparadito. ¿Y el... _marqués_?
--Ese no me parece que tenga cosa de cuidado... Ahogos, la sangre
arrebatada á la cabeza...
--¡Bah, bah! Coser y cantar... Me llevo la lanceta, y le doy cuerda para
un año... Le han acostumbrado desde muchacho á la sangría, y aunque yo
las proscribo severamente, uniendo mi humilde opinión á la de los más
ilustrados facultativos de Francia y Alemania... en este caso
particular, me declaro empírico. El hábito es...
--Por Dios.... Despachemos--exclamó Gabriel, que parecía también
necesitar bromuro, según la agitación, no por reprimida menos honda, que
se observaba en su rostro y movimientos. Conviene decir, en abono de la
excelente voluntad de Juncal, que para ninguna de sus correrías médicas
se preparó más brevemente que para aquella. Ni tampoco, desde que el
mundo es mundo, se ha sorbido más aprisa ni de peores ganas una taza de
chocolate que la presentada por Catuxa á Pardo... y cuidado que venía
para abrir el apetito á un difunto, por lo espumosa y aromática.
--¡Tan siquiera un bizcochito, señor!--suplicaba Catuxa.--Mire que están
fresquitos de ahora, que cantan en los dientes... ¿Y el esponjado? ¡Ay,
que el agua sola mata á un cristiano! Señor... ¿y las tostadas?
--Cállate la boca ya--gritó Juncal severamente;--cuando hay apuro, hay
apuro... El marqués de Ulloa se encuentra mal... y vamos allá á escape.
Cosa de un kilómetro se habrían desviado de Cebre, cuando don Gabriel,
ladeándose en la silla, preguntó á Juncal:
--¿Dice usted que es herencia materna lo de mi sobrina?
--Sí señor, ¡en mi desautorizada opinión al menos! La pobre doña
Marcelina, _que en gloria esté_--masculló con gran compunción el impío
clerófobo--era nerviosísima y algo débil, y aunque la señorita Manuela
salió más robusta y se crió de otra manera muy distinta, en su edad es
la cosa más fácil... Habrá tenido cualquier rabieta... Pero no pase
susto, que ese no es mal de cuidado.
Enmudeció el artillero, y por algunos minutos no se oyó más que el trote
de las dos yeguas sobre la carretera polvorosa. Gabriel callaba
reflexionando, con la quijada metida en el pecho; de aquellas
reflexiones salió volverse á Juncal y decirle con tono suplicante y
persuasivo:
--Amigo Máximo, en esta ocasión espero de usted mucho... Espero que me
pruebe que efectivamente he encontrado aquí lo que tan rara vez se
tropieza uno por el mundo adelante: un amigo verdadero, de corazón.
--¡Señor de Pardo!--exclamó el médico, á quien semejantes palabras
cogían por su lado flaco--¡Bien puede usted estar satisfecho--aunque la
cosa no lo merece--de que ni á mi padre le tuve más respeto, ni á mis
hermanos los quise más que á usted! Desde que le ví me entró una
simpatía de repente... vamos, una cosa particular, que los diablos
lleven si la sé explicar yo mismo. A mi señora se lo tengo dicho: mira,
chica, si te da la ocurrencia de ponerte un día muy mala y quieres
médico, que no sea el mismo día que me necesite don Gabriel... ¿Y luego,
qué pensaba? Pero si no me pide otra cosa de más importancia que darle
bromuro á la sobrina... para eso, maldito si...
--Las circunstancias--dijo Gabriel titubeando aún--son tales, que yo
necesito creer á pie juntillas lo que usted me asegura para no perder el
tino y desorientarme completamente. Voy á hablarle, á usted con
franqueza, como hablaría yo también á mi hermano...
--¿Pongo la yegua al paso? La de usted no lo sentirá--preguntó Juncal,
que oía con toda su alma.
--Sí... conviene salir cuanto antes del atolladero, y que nos entendamos
los dos.
--Hable con descanso, que así me arrodillasen para fusilarme, de mi boca
no saldría una palabra.
--Eso quiero: cautela y secreto absoluto por parte de usted. Mi infeliz
sobrina está desde ayer tarde en un estado de exaltación alarmantísimo.
Yo creo que su razón se oscurece algunas veces. Y entonces grita, llora,
habla, desbarra, dice enormidades que... que nadie debe oir, ¿lo
entiende usted? ¡sino personas que antes se dejen arrancar la lengua que
repetirlas!
Juncal sacudió la cabeza gravemente, murmurando:
--¡Entendido!
--Los accesos--prosiguió el artillero--le dan con bastante intervalo, y
del uno al otro se queda como postrada y sin fuerzas. Ayer ha tenido
dos, uno á las cinco de la tarde y otro á las diez de la noche; dormitó
unas horas, y á las tres de la madrugada, el acceso más fuerte,
acompañado de una copiosa hemorragia por las narices; á las siete, se
repitió la función, sin hemorragia; y así que la dejé algo tranquila,
suponiendo que tendríamos al menos tres ó cuatro horas de plazo, me vine
reventando la yegua... y así que acabe la explicación la volveré á
reventar, para llegar antes de que el acceso se produzca. ¿Qué opina
usted? ¿Le dará antes de mi vuelta?
--Señor don Gabriel, esperanza en Dios... Es probable que no le dé.
Según lo que usted me va contando, la neurosis de la señorita tiene
carácter epiléptico, y hay un poco de tendencia al desvarío... Bien, ya
puede hablar, que es como si se lo dijese á un agujero abierto en la
pared. Y... ¿Usted no sospecha algo de las causas de este mal tan
repentino?
Enderezóse Gabriel en la silla, como afianzándose en una resolución
inevitable.
--Sin que yo se lo dijese, en cuanto llegue usted á los Pazos se
enterará de que allí han ocurrido ayer y anteayer sucesos gravísimos...
Basta para imponerle á usted el primero que encuentre, el mozo de cuadra
que recoja la yegua. Anteayer, de noche, mi cuñado sostuvo un altercado
terrible con... ese muchacho que pasaba por hijo de los mayordomos...
--Bien, bien... Ya estamos al cabo--indicó Juncal guiñando el
ojo...--Pero ¡qué milagro enfadarse con él! Si lo quería por los
quereres.
--Mucho le quiere, en efecto; ¿de qué está malo hoy, sino del berrinche?
Pues... á consecuencia de la escena espantosa que se armó entre los dos,
el muchacho, que es testarudo y resuelto, arregló ayer mañana su
maletilla de estudiante, y ni visto ni oído... A pie se largó... y hasta
la fecha no se ha vuelto á saber de él.
Al ir narrando, fijábase don Gabriel en la expresión del rostro de
Juncal. Aunque éste procuraba no dejar salir á él más pensamientos que
los que no mortificasen ni alarmasen al artillero, no podía ocultar la
luz que iba penetrando en su cerebro y que no tardaría en ser completa.
La prueba es que exclamó como involuntariamente:
--Ah... ya.
--Sí--añadió Pardo con resignación:--desde que Manuela supo la marcha de
su... amigo...
--¿Y quién se la contó? ¿A que se lo encajaron de golpe y porrazo...
con todas las exageraciones?
--¡Lo mismito que usted lo piensa! La mayordoma...
--Que es una vaca...
--Se fué á abrazar con ella, llorando á gritos...
--A berridos, que es como lloran semejantes bestias...
--Y le dijo que Perucho no volvía más; que se había marchado decidido á
embarcarse para América, y que iba tan desesperado, que era fácil que le
diese por tomar arsénico...
--_Séneca_, que le llaman así.
--En fin, le dijo... ¿Hace falta más explicación?
--¡Qué lástima de albarda, Dios me lo perdone, para esa pollina vieja!
Bueno, señor de Pardo; no añada más, no se moleste, sosiéguese; ya
estamos enterados de lo que conviene ahora. Tranquilizarle á la niña el
pensamiento... ¡todo lo posible...!
--Y en especial...
--¡Basta, basta! En especial, silencio... y que los curiosos se queden á
la puerta... La curiosidad, para la ropa blanca. Fíese en mí. ¿Al trote?
--Al galope, que es cuesta arriba.
Arrancaron las dos yeguas alzando una polvareda infernal.
XXXI
El sol había salido, y también el cura de Ulloa á celebrar el santo
sacrificio de la misa. Goros, medio en cuclillas ante la piedra del
hogar, con las manos fuertemente hincadas en las caderas, el cuerpo
inclinado hacia delante, los carrillos inflados y la boca haciendo
embudo, soplaba el fuego, al cual tenía aplicado un fósforo. Y á decir
verdad, no se necesitaba tanto aparato para que ardiesen cuatro ramas
bien secas.
Ladró el mastín en el patio, pero con ese tono falsamente irritado que
indica que el vigilante conoce muy bien á la persona que llega, y ladra
por llenar una fórmula. En efecto, cansado estaba el _Fiel_ de contar en
el número de sus conocidos al madrugador visitante. Como que, siendo
aquel todavía cachorro, éste se había encargado de la cruenta operación
de cercenarle la punta del rabo y la extremidad de las orejas.
Venía el atador de Boán con el estómago ayuno de bebida, pues acababa de
dejar la camada de paja fresca con que aquella noche le había obsequiado
el pedáneo; y si esta narración ha de ser del todo verídica y puntual,
conviene advertir que llevaba el propósito de matar el gusanillo en la
cocina del cura. Lo cual prueba que el señor Antón no estaba muy al
tanto de las costumbres severas y espartanas del incomparable Goros,
incapaz de tener, como otros muchos de su clase, el frasquete del
aguardiente de caña oculto en algún rincón. Es más: ni siquiera por
cortesía ofreció un tente-en-pie, un _taco_ de pan y algo de comida de
la víspera, y se contentó con responder secamente:--Felices nos los dé
Dios--al saludo del algebrista. La razón de esta sequedad era una razón
profunda, seria y digna del temple de alma de Goros. Allá en su
conciencia de creyente á macha martillo y de persona bien informada en
lo que respecta al dogma, Goros tenía al señor Antón por un endemoniado
hereje, acusándole de que, merced al trato con las bestias, no
diferenciaba á un cristiano de un animal, ni siquiera de una hortaliza,
y que para él era _lo mismo una ristra de ajos_, con perdón, que el alma
de una persona humana. En las discusiones del ateneo de los Pazos, Goros
tenía siempre pedida la palabra en contra, y así que el algebrista se
descolgaba con una de sus atrocidades, allí estaba el criado del cura
hecho martillo de herejes, confutando las proposiciones panteísticas que
el alcohol y el atavismo ponían en los sumidos labios del componedor de
Boán.
--¿Vienes á ver los animales?--preguntóle aquella mañana
desapaciblemente.--Están bien lucidos. San Antón por delante. No tienen
falta de médico.
--Vengo á me sentar... que el cuerpo del hombre no es de madera, y á las
veces cánsase también.
--Bueno, ahí está el banco.
--¡Quién como tú!--suspiró el algebrista, quitándose el sombrero de copa
alta y poniéndolo entre las rodillas.--¡Hecho un canónigo, carraspo! Así
te engordan los cachetes, que pareces fuera el alma el marrano del
pedáneo cuando lo van á matar.
--Sí, sí, vente con endrómenas... Si hablases de otros criados de otros
curas diferentes, de todos los más que hay por el mundo adelante, que
revientan de gordos y de ricos... á cuenta de los malpocados de los
feligreses... Pero este mi señor, que antes de la hora de la muerte ya
ha entrado de patas en la gloria, nunca tiene sino necesidades y
pobrezas, y si el criado fuese como los vagos y lambones que andan de
casa en casa á la chupandina del jarro y del pisquis de caña... ¡ya le
quiero yo un recadito!
--¡Mal hablado! Aun siquiera una gota te pedí.
--Buena falta hace que me la pidas. Conozco yo las entenciones de la
gente...
Echóse á reir el algebrista, pues no era él hombre que se formalizase
por tan poco. De oirse llamar borrachón y pellejo estaba harto, y esas
menudencias no lastimaban su dignidad. Al contrario, dábanle pretexto
para explayarse en sus favoritas y perniciosas filosofías.
--Bueno, carraspo, bueno; el hombre tampoco es de palo y ha de tener sus
aficiones... quiérese decir, sus perfirencias. Y sino ¿para qué venimos
á este mundo recondenado? A la presente estamos aquí platicando los dos;
pues cata que sale una mosca verde del estiércol y te pica... el
_caruncho_ sea contigo, y acabóse; ya puede el señor cura plantarse
aquellos riquilorios negros con la cinta dorada. Que pasa un can con la
lengua de fuera, un suponer, y te da una dentada... pues como no te
acudan con el hierro ardiendo, ó no te pongan la cabeza de un conejo en
vez de la tuya, que dice que es ahora la última moda de Francia para la
rabia...
--Vaya á contar mentiras al infierno--exclamó Goros furioso, destrozando
en menudos fragmentos una onza de chocolate, pues el agua hervía ya en
la chocolatera.--No sé cómo Dios no manda un rayo que te parta, cuando
dices esos pecados de confundirnos con las bestias, Jesús mil veces!
--¡Si ya anda en los papeles! A fe de Antón, carraspo, que no te miento.
--Los papeles son la perdición de hoy en día. Los que escriben los
papeles, más malvados aún que las amas de los clérigos.
--Asosiégate, hombre, que tú no has de arreglar el mundo, ni yo tampoco.
Lo que se quiere decir, es que para cuatro días que tenemos de vida, no
debe un hombre privarse de lo que le gusta, en no haciendo daño á sus
desemejantes.
--Como los cerdos, con perdón, ¿eh?--vociferó Goros en el colmo de la
indignación, mientras buscaba por la espetera el molinillo.--¿Como los
marranos? ¿Comer, dormir, castizar, y luego á podrirse en tierra? Calle,
calle, que hasta parece que se me revuelve el estómago.
Lo que se revolvía era el chocolate, bajo el vertiginoso girar del
molinillo en la chocolatera. El cura de Ulloa padecía debilidad, y
necesitaba que en el mismo momento de llegar de la iglesia le metiesen
en la boca su chocolate, fuese en el estado que fuese; por lo cual Goros
acostumbraba tenerlo listo con anticipación, y el señor cura tomarlo
detestable.
--Yo no sé qué diferentes son de los marranos los hombres,
carraspo--blasfemó el algebrista.--Tras de lo mismo andan; el comer, el
beber, las mozas... Al fin, de una masa somos todos...
--¡No sé cómo Dios aguanta á este empío en el mundo!
--¿Y yo qué mal le hago á Dios, por si es caso? ¡De quien se ríe Dios es
de los bobos que se están aunando y con flatos y pasando mala vida!
¿Para quién hizo Dios,--vamos á ver, responde, cristiano,--para quién
hizo Dios las cosas buenas, el vino, y más la comida, y más las
muchachas de salero? ¿Las hizo Dios, sí ó no? Pues si las hizo, no será
para que nadie las escupa. Y si alguien las escupe, se ríe Dios de él,
¡carraspo y carraspiche!
--Si le oye mi señor, le echa con cajas destempladas de la cocina.
--¿No va en los Pazos el señor abad?--preguntó el algebrista, mudando de
tono, y como quien pregunta algo serio.
--¿En los Pazos? No, va en misa.
--Pues dice que lo van á llamar de los Pazos.
--¡Milagro! ¿Para qué será?
--Para echarle los desconjuros y los asperjes á la señorita Manola, que
tiene el _ramo cativo_, y para darle la esterminación á don Pedro, que
está en los últimos.
--¿Quién le dijo todo eso?
--El estanquero de Naya. Allá estive de noche.
--Pues es una mentirería descarada. Ayer noche fuí á los Pazos á ver qué
sucedía. También me lo encargó el señor abad. Y ni la señorita Manola
está endemoniada, ni el marqués tan malo.
--El haber hay en la casa un rebumbio de dos mil júncaras. ¿Hay ó no?
--Rebumbio lo hay, eso es como el Evangelio; pero eusageran, que no es
tanto.
--¿Y será mentira también el cuento de lo que pasó con el Perucho, el
hijo de la Sabel? Por Naya anda el cuento más corrido, ¡que no sé!
--Largó de casa, y no se sabe á derechas el motivo. Ese es el caso.
La fisonomía del algebrista, truhanesca y socarrona como ella sola, se
contrajo y arrugó con el más malicioso gesto posible.
--El motivo... Endrómenas, carraspo... Unos dicen de una manera, otros
de la otra, y tú vete á saber la verdá...
--La verdá sólo Dios--sentenció Goros...
--Ó el diaño, que inda es más listo. Pues señor, que dicen unos que la
señorita tuvo un disgusto grandísimo con el padre, á que había de echar
de casa al Perucho, y que hasta que lo echó no paró. Otros que ese señor
que está ahí... ¡ese de los cuatro ojos!
--Ya sé. El hermano de la difunta señora.
--Que fué quien porfió por echar á Perucho, porque quiere casarse con la
señorita... y así que supo que don Pedro le dejaba cuartos por
testamento, amenazó á Perucho de matarlo y por poco lo mata... hasta que
se tuvo que largar con viento fresco. Que otros... (aquí el guiño se
hizo más malicioso) que si andaban, si no andaban, si el Perucho y la
Manola y el otro y todos... ¡El diablo y más su madre! El cuento es que
juraban que el señor no salía de esta... que estaba gunizando... y que
tenían llamado al médico de Cebre, aquel con quien riñeran por mor de
las eleuciones...
Goros sacó en esto la chocolatera del fuego, porque ya había dado los
dos hervores de rúbrica; y meneando la cabeza con aire filosófico,
pronunció:
--Ni por ser rico... ni por ser señor... ni por por poca edá... ni por
sabiduría... Cuando llega la de pagar la gabela de las enfermedades y de
las desgracias y de la muerte negra...
El algebrista callaba, como el que no tiene ganas de armar disputa otra
vez, y picaba con la uña, de una gruesa tagarnina, cantidad bastante
para liar un papelito. Así que lo hubo liado, se encasquetó la
monumental chistera, y acercándose al fogón, murmuró con tonillo
insinuante:
--¿Con que no das ni una pinga?
--No gasto--respondió el criado del cura áspera y lacónicamente.
--Da entonces lumbre para el cigarro, que no te arruinará, cutre,
sarnoso.
Goros le alargó un tizón, y el componedor, con un cigarrillo en el canto
de la boca, salió rezongando un
--¡Conservarse!
Creyóse el perro en el compromiso de soltar un ladrido de alarma al ver
salir al señor Antón; mas de allí á dos minutos, rompió á ladrar con
verdadero frenesí, con ese bronco ladrido, casi trágico, que es aviso y
reto á la vez. Goros se lanzó fuera y se halló, á la puerta del patio,
con el señor de los _cuatro ojos_.
XXXII
--¿El señor cura? ¿Está en casa?
--¡Ay señor! Va en la misa... ya hace un bocadito que salió.
--¿Tardará mucho?
--¿Quién es capaz de saberlo? La misa se despabila pronto; solamente que
después, si le da la gana de ir á rezar al camposanto... lo mismo puede
tardar media hora que una. Si quiere, voy á buscarlo en un instante.
--Nada de eso... Déjele usted que rece. No tengo prisa; esperaré.
--¡Quieto, can! ¡Quieto, arrenegado! Pase, éntre, haga el favor de
subir.
Pasábase por la cocina para llegar á la sala del cura, sala que hacía
oficio de comedor, y se reducía á cuatro paredes enyesadas, una mesa
vieja con tapete de hule, una Virgen del Carmen de bulto, encerrada en
su urna de cristal y caoba, y puesta sobre una cómoda asaz ventruda y
apolillada, y media docena de sillas de Vitoria. Goros se deshacía
buscando y ofreciendo la menos desvencijada y vieja.
--Gracias, estoy muy bien--afirmó el artillero después de tomar
asiento;--no deje usted sus quehaceres, amigo; váyase á trabajar.
La verdad es que deseaba estar solo, como todos los que lidian con
preocupaciones muy serias. Pesado silencio llenaba la salita, y lo
interrumpía sólo el zumbido de un moscardón, que se aporreaba la cabeza
contra los vidrios de la ventana. Gabriel Pardo acercó su silla á la
mesa, y apoyando en ésta los codos, dejó caer sobre las palmas de las
manos la frente, experimentando algún consuelo al oprimirse los párpados
y las sienes doloridas. Ni él mismo sabía por qué, después de dos ó tres
días de febril actividad, de lucha encarnizada con una situación
espantosa, le entraba ahora tan inmenso desaliento, tales ganas de
echarlo todo á rodar, meterse en un coche y volverse á Santiago, á
Madrid...
Tres noches llevaba sin dormir y tres días sin comer casi, y tal vez por
culpa de la vigilia y abstinencia le parecía en aquel instante que su
cerebro estaba reblandecido, y que sus ideas eran como esos círculos que
hace en el agua la piedra arrojadiza; no tenían consistencia alguna. A
fuerza de encontrarse frente á frente, de lidiar cuerpo á cuerpo con uno
de los problemas más tremendos que pueden acongojar á la razón humana,
ya había perdido la brújula, y el desbarajuste de su criterio le
amedrentaba.--Vamos á ver (y era la centésima vez que repetía aquel
soliloquio mental). Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se
les ha estropeado la vida á dos seres en la flor de la edad. Los dos se
causan horror á sí mismos; los dos se creen reos de un crimen, de un
pecado espantoso... y los dos, bien lo veo, seguirán queriéndose largo
tiempo aún. ¿Son delincuentes en rigor? Por de pronto, que no lo sabían;
pero supongamos que lo supiesen, y así y todo... No, dentro de la ley
natural, eso no es crimen, ni lo ha sido nunca. Si en los tiempos
primitivos, de una sola pareja se formó la raza humana, ¿cómo diantres
se pobló el mundo sino con _eso_? ¡Ea, se acabó; está visto que yo no
tengo lo que llaman por ahí sentido moral! ¡A fuerza de lecturas, de
estudiar y de ejercitar la razón, me he acostumbrado á ver el pro y el
contra de todas las cosas... Me he lucido! Lo que la humanidad encuentra
claro como el agua, lo que un niño puede resolver con las nociones
aprendidas en la escuela, á mí me parece hondísimo é insoluble... Sólo
en el primer momento, guiado por mi instinto, procedo con lógica; así
cuando quería matar á Perucho; entonces era yo un hombre resuelto, no
un divagador miserable; pero ¿cuánto me dura á mí esa fuerza, esa
convicción? Diez minutos; el tiempo que tardo en echarme á filosofar
sobre el asunto y empezar con porqués, con atenuaciones, indulgencias y
tolerancias... ¡El cáncer que me roe á mí es la indulgencia, la
indulgencia! ¿Me casaría yo, aunque fuese lícito, con una de mis
hermanas? No, y estoy disculpando el incesto. Como aquella vez que
encontré mil excusas á la cobardía del famoso Zaldívar, el que se guardó
varios bofetones y no quiso batirse... ¡y luego tuve que echármelas yo
de matón para que no se figurasen que defendía causa propia! Aún me
río... ¡Cómo me puse cuando el otro botarate de Morón me dijo con mucha
soflama que era cómodo tener ciertas teorías á mano...! Aún se deben
acordar en el café de la que allí se armó... ¡Ay, y qué cansado estoy de
estas dislocaciones de la razón, de este afán de comprenderlo y
explicarlo todo! La calamidad de nuestro siglo. Quisiera tener el
cerebro virgen, ¡qué hermosura! ¡Pensar y sentir como yo mismo; con
energía, con espontaneidad, equivocándome ó disparatando, pero por mi
cuenta! Ese montañés me ha inspirado simpatía, cariño, envidia,
admiración. Él se cree el hombre más infeliz de la tierra, y yo me
trocaría por él ahora mismo... ¡Con qué sinceridad y entereza siente,
piensa y quiere! Vamos, que ya daría yo algo por poder decir con aquella
voz, aquel tono y aquella energía:--¿Soy algún perro para no creer en
Dios?
Gabriel se oprimió más las sienes. El moscardón seguía zumbando y
golpeándose, incansable en su empeño de romper un vidrio con la cabeza
para salir al aire y á la libertad que desde fuera le estaban
convidando. Levantóse Pardo, deseoso de librarse, con la acción, de la
tortura de aquellas cavilaciones estériles y mareantes. Púsose á pasear
de arriba abajo por la sala, escuchando el crujido de sus botas nuevas,
unas botas de becerro blanco encargadas para la expedición al valle de
Ulloa. Se paró ante la urna de la Virgen del Carmen, y la miró
atentamente, reparando en su corona, en la inocente travesura de los
ojos del niño, en la forma del escapulario... ¡De veras que ya iba
tardando el cura! Sentía Gabriel esa necesidad de movimiento que
entretiene la impaciencia. Salió á la cocina, donde Goros mondaba
patatas; y abriendo la petaca, le ofreció cordialmente un cigarro. El
criado del cura se puso de pie, sonrió complacientemente y se rascó el
cogote detrás de la oreja, ademán favorito del gallego cuando delibera
para entre sí. Gabriel adivinó.
--¿No fuma usted?
--No señor, no gasto, hase de decir la verdad. Dios se lo pague y la
Virgen Santísima y de hoy en un año me dé otro.
--¡Pues si no le he dado á usted ninguno!
--La entención es lo que se estima, señor. No se le va el tiempo; con su
permiso, cumple avisar al señor abad.
--No, hombre; si ya no es posible que tarde mucho. Tiene el abad una
casita muy mona... ¿Produce mucho el huerto?
--No señor, apenas nada... ¿Quiere molestarse en ver cuatro coles?
--Si usted no tiene ocupación precisa...
--Jesús, señor... Venga por aquí. (Goros tomó la delantera.) Esto es una
poquita cosa que yo la trabajo cuando tengo vagar... (Encogiéndose de
hombros con aire resignado.) Porque el señor abad... ¡mi alma como la
suya! no mete un triste jornalero, y yo á veces me levanto antes de ser
día, y con un farol en la mano voy cuidando... Y todo me lo come el
verme...
Obligaba la cortesía á Gabriel á fijarse en un repollo comido de orugas,
un tomate que rojeaba, un pavío chiquito, enfermo de un flujo de goma, y
un peral muy cargado ya. Luego entraron en la corraliza donde se ofrecía
á los ojos un cuadro de familia interesante. Era una marrana soberbia en
medio de su ventregada de guarros, los más rosados y lucios que pueden
verse. La madre vino á frotarse cariñosamente contra Goros; pero al ver
á Gabriel gruñó con recelo y echó al trote, seguida de sus críos, hacia
la pocilga. Goros la llamó con cariñosos apelativos, diminutivos y
onomatopeyas, para sosegarla.
--Quina, quiniña... cuch, cuch, cuch...
--¡Qué grande es y qué hermosa!--observó Gabriel para lisonjear la
vanidad de Goros.
--Es muy hermosísima, sí señor; y eso que está chupada de criar. Cuando
se cebe tendrá con perdón unas carnes y unos tocinos... como los del
Arcipreste de Boan. ¿Le conoce, señorito?--exclamó el criado, que ya
estaba rabiando por vaciar el saco de las chanzas irreverentes.
--Algo--respondió Gabriel sonriendo.
--¿Y no le parece, dispensando usté, que se la podíamos enviar de
ama?--añadió Goros señalando á la puerca. Como Gabriel no celebró mucho
el chiste, Goros mudó de estilo.
--¿Ve los que tiene?--dijo enseñando los cochinillos.--Pues á todos los
ha criado... Es el segundo año que cría... Aquel ya es hijo suyo--añadió
mostrando en un rincón de la corraliza un cerdazo corpulento, pero con
un aire hosco y feroz que recordaba al jabalí montés.--Matamos el cerdo
viejo por Todos los Santos... y quedó ese para padre.
Mientras Gabriel consideraba á aquel Edipo de la raza porcuna, un
gracioso animal vino á enredársele entre los pies: era una paloma
calzuda, moñuda, de cuello tornasolado donde reverberaban los más lindos
colores; giraba arrullando, y su ronquera era honda, triste y voluptuosa
á la vez. Gabriel se inclinó hacia ella, y el ave, sin asustarse mucho,
se limitó á desviarse unos cuantos pasos de sus patitas rosadas.
--¿Hay palomar?--preguntó Pardo.
--No señor... (El criado estregó el pulgar contra el índice, como
indicando que no sobraba dinero para meterse en aventuras.) Pero el
señor abad... como Dios lo dió tan blando de corazón... y como las
palomas le gustan..., mantiene á las de todos los palomares de por ahí,
y siempre tenemos la casa llena de estas bribonas.... Siquiera sacamos
un par de pichones para asarlos; aquí no vienen sino á llenar el papo y
marcharse.... ¡Largo, galopinas!--añadió dirigiéndose á varias que desde
el tejado descendían á la corraliza volando corto.--¡Ay señor!--añadió
el criado tristemente:--es mucho gusto servir á un santo... ¡pero
también... los trabajos que se pasan para ir viviendo acaban con uno!
Aquí no se cobran derechos.... aquí los feligreses se ríen del señor, y
no traen ni huevos, ni gallinas, ni fruta, ni nada... aquí la fiesta del
Patrón, como si no la hubiera... Aquí se guarda el tocino y la carne
para los enfermos de la parroquia, y nosotros pasamos con berzas y unto!
Latió el perro de alegría; abrióse la puerta del patio que comunicaba
con la corraliza, y apareció el cura flaco, sumido de carnes, encorvado,
canoso, de ojos azules muy apagados, vestido con una sotanuela color de
ala de mosca, pero limpia. Gabriel se descubrió, se adelantó, y antes de
saludarle inclinóse y le estampó un gran beso en la mano.
XXXIII
Para hablar á su gusto y sin temor de que ningún oído indiscreto
sorprendiese la conversación, se encerraron en el dormitorio del cura,
que parecía celda. Como no había más que una silla, Gabriel se sentó en
el poyo de la ventana. Y charló, charló, desahogando su corazón y
aliviando su cabeza con el relato circunstanciado de toda la tragedia
ocurrida en la casa señorial. El cura le oía sin levantar los ojos del
suelo, con las manos puestas en las rodillas, cogiéndose á veces la
barba como para reflexionar, y á veces moviendo los labios lo mismo que
si hablase, pero sin pronunciar palabra ninguna. De tiempo en tiempo
carraspeaba para afianzar la voz, costumbre de todos los que han
ejercitado el confesonario, y hacía una pregunta, contrayendo la boca al
decir las cosas graves. Gabriel respondía clara, explícita, llanamente:
jamás recordaba haber tenido tal satisfacción y tan provechoso desahogo
en confiarse y desnudarse el alma.
--Y dice usted--interrogó el cura--que ese desdichado está ya bien lejos
de aquí? La separación es lo primero que importa.
--Sí, padre. Yo le proporcioné dinero; yo le consolé lo mejor que supe;
yo le acompañé hasta la diligencia, y le dí carta para una persona de
Madrid que inmediatamente que llegue le colocará de dependiente en una
tienda. Le conviene trabajar, para que se le quiten de la cabeza las
cavilaciones. Y no tenga usted miedo, que no le dejaré de la mano. Me
considero obligado á eso y además me ha dado tanta lástima! Le aseguro
á usted que iba cobrándole cariño.
--¿Y usted.... no sospecha con qué objeto quiere verme la señorita
Manuela?
--Quiere confesarse, ó cosa semejante; quiere.... ¿Qué ha de querer la
pobrecilla? Imagínese usted.... Consejo, luz; ¡que la ayuden á salir del
pozo en que cayó hace cuatro días! El mal ha cedido; bien lo decía el
médico de Cebre, que el daño físico era poca cosa y fácilmente se
vencería. Ya no hay convulsiones, ni querer batir con la cabeza contra
la pared, ni aquello de llamar á gritos á Perucho y acusarse en voz alta
de los más horribles delitos.... Figúrese usted que hasta dijo que ella
había matado á su madre. Así es que la tuvimos secuestrada, sin permitir
que en el cuarto entrase nadie.... ¡y ojalá hubiésemos empezado por ahí,
desde que Perucho se marchó! Entonces no le hubieran contado.... ¿No le
parece á usted una fatalidad que supiese el parentesco que la une á
aquel infeliz? Han cargado su conciencia de negras sombras; la han
torturado con remordimientos que pudieron ahorrársele del todo.... la
han colocado á dos dedos de la locura!
--Me parece que no está usted en lo cierto, señor don Gabriel--respondió
lentamente el cura de Ulloa.--Si la niña ignorase que hay entre ella y
el hijo de Sabel un obstáculo eterno é invencible, le seguiría amando y
no veríamos nunca extinguida la pasión incestuosa. Estas desgracias tan
terribles provienen cabalmente de no haberle abierto los ojos á tiempo:
¡tremenda responsabilidad para los que estaban obligados á velar por
ella! Dios se lo perdone en su infinita misericordia.
--Me coge de lleno esa responsabilidad, padre. Yo debí venir antes á
conocer á la hija de mi pobre hermana, á saber cómo vivía, cómo la
educaban. Nada de eso hice, y será un remordimiento que me ha de durar
tanto como la vida. Y usted, usted que es un santo....
--Señor de Pardo, no me abochorne. Soy el último y el más miserable
pecador.
--Bien, pues usted.... que es un malvado!--exclamó sonriendo
cariñosamente el artillero,--¿no tuvo ocasión de insinuarle.... no se
confesaba la niña con usted?
--Algún año por el Precepto.... Confesiones á escape, en que no es
posible echarle la sonda á un alma y ver lo que tiene dentro. Todo lo
han descuidado en esa pobrecita, hasta los deberes religiosos, y si hay
en ella bondad y honradez....
--¡Ya lo creo que la hay...!--protestó Gabriel con viveza.
--Será por virtud natural y por misericordia de Dios... Nada le han
enseñado; la han dejado vivir entregada á sí misma, por montes y breñas
como los salvajes. Ha caído muy hondo; pero ¿cómo no había de caer? Al
borde del abismo la empujaban!
--¿Cómo es que no la veía usted más á menudo? Usted que tanto quiso á su
madre?
La fisonomía del cura se animó y alteró un tanto. Gabriel le había
observado desde un principio, y notado que el cura de Ulloa, ahora como
en la primer entrevista, parecía llevar sobre las facciones una máscara,
una especie de barniz de impasibilidad, austeridad y desasimiento, que
le daba gran semejanza con algunas pinturas de santos contemplativos que
andan por las sacristías. La expresión se había recogido al interior,
por decirlo así; los ojos, muy sumidos bajo el convexo párpado, miraban
positivamente para dentro. Eran sus trazas como de hombre que huye de la
vida de relación y se concentra en su pensamiento, procurando envolverse
en una especie de mística indiferencia por las cosas exteriores, que no
es egoísmo porque no impide la continua disposición del ánimo al bien,
sino que parece coraza que protege á un corazón excesivamente blando
contra roces y heridas. La forma cristiana de la impasibilidad estoica.
Pero ante la directa pregunta de Gabriel, quebrantóse la tranquilidad
del cura: un leve matiz rojo le tiñó las mejillas, y brillaron sus
apagados ojos. No debía de ser tan flemático, en el fondo, el bueno del
abad.
--No señor--pronunció más aprisa y en tono algo agitado.--Le hablaré á
usted con franqueza absoluta, por ser usted quien es y por el caso
extraordinario en que estamos... Hace muchos años que yo no frecuento la
casa de los Pazos, en que tuve la honra de ser capellán, parte por el
carácter de su señor hermano político de usted (todos tenemos nuestros
defectos, nuestras rarezas), parte porque me traían aquellas paredes
recuerdos... bastante tristes. De esto no necesitamos hablar más.
Respecto á la niña, mire usted... Cuando era pequeñita, puede decirse
que recién-nacida, le tenía yo cobrado un cariño... un cariño que no sé:
muy grande podrá ser el amor de los padres para sus hijos, pero lo que
es el que yo tenía al angelito de Dios, es una cosa que no se puede
explicar con palabras. Como luego me fuí de aquí y tardé bastante tiempo
en volver (hasta que me presentaron para este curato), pude meditar y
considerar las cosas de otro modo, con más calma; y entonces evité ver
mucho á la niña, por no poner el corazón en cosas del mundo y en las
criaturas, que de ahí vienen amarguras sin cuento y tribulaciones muy
grandes del espíritu... El que se casa, bien está y justo es que quiera
á sus hijos sobre todas las cosas, después de Dios; pero el sacerdote, y
en especial el párroco, ha de ser padre de todas sus ovejas, pues tal es
su oficio... y no amar mucho en particular á nadie, para poder amar á
todos, y amarlos no en sí, sino en Cristo, que es el modo derecho. Así
he creído que debía hacer, señor de Pardo... En cuanto al motivo, no
pienso haber errado; pero, á poder prever los acontecimientos y el
peligro de la niña, debí proceder de otro modo. Yo, que estaba cerca,
soy muchísimo más delincuente y reo de descuido que usted que estaba
lejísimos y no podía razonablemente suponer que corriese Manuela ningún
riesgo teniendo al lado á su padre.
--Pues ahora--exclamó Gabriel--se me figura que nada remediamos con
andar volviendo la vista atrás y lamentar lo ocurrido. El lance es
espantoso; á hacerle cara, y á reparar en lo posible (hablo por mí) el
delito de que somos reos. Yo tengo aquí en esta mano la reparación. Lo
que necesita ahora mi sobrina, es rehabilitarse á sus propios ojos; es
volver á estimarse á si misma; es reconciliarse con su propia
conciencia. Es muy joven, muy inexperta, muy sencilla, ya por efecto de
su carácter, ya de sus hábitos; y cree haber cometido uno de esos
crímenes horribles que la hacen acreedora á que caiga sobre su cabeza el
fuego del cielo, que abrasó á los habitantes de las cinco ciudades
aquellas... Cuando no se ha vivido, señor cura, no es posible tener idea
exacta de la magnitud y trascendencia de nuestros actos, ni del grado de
responsabilidad que nos toca en ellos; así es que la pobre chica, no le
quiero á usted decir ni cómo se trata á sí misma, ni las cosas que se
llama, ni las culpas que se echa, ni las atrocidades que ensarta sobre
el tema de que se quiere morir, de que no estará tranquila hasta que le
canten el responso, ¡y otras mil cosas análogas! Desde que ha pasado el
acceso nervioso, permanece calladita y vuelta de cara á la pared, y sólo
se le saca de cuando en cuando un--¡Ay Jesús... ay Jesús... yo me quiero
confesar...!--pero, en resumidas cuentas, el estado de ánimo entonces y
ahora es el mismo, y aquí no hay más que una solución: tranquilizar,
calmar, restaurar ese espíritu. Yo lo he intentado por todos los medios;
pero á mí no me oye ni me atiende, mientras que á usted le llama... Su
sagrado prestigio de usted lo puede todo en esta ocasión.
--Cuanto de mí dependa...
--Y de mí; ¿no ha entendido usted aún? Lo diré más claro. Hágale usted
comprender que nada ha perdido, que no está ni infamada ni maldita, una
vez que su tío, persona decente por los cuatro costados, la pide por
mujer, la quiere con todo su corazón, y está dispuesto á ser para ella
cuanto le negó la suerte hasta el día: padre, madre, hermano,
protector, esposo amantísimo... que con todos estos cariños diferentes
la sabré querer yo.
Reinó en la celdita prolongado silencio. El cura recobraba su expresión
tranquila; reflexionaba. Por último, interrogó:
--¿Usted se casaría con ella, sin reparar...?
--Sin reparar en lo sucedido.
--Y nunca...
--Y nunca se lo había de traer á la memoria.
--Según eso, ¿está usted... prendado de su sobrina?
--No señor. Prendado, no, según suele entenderse esa palabra. La quiero;
y además pago una deuda.
--No desmiente usted la buena sangre, señor don Gabriel... _Alguien_ le
estará á usted dando las gracias y pidiendo por usted desde el cielo.
--No--respondió Gabriel levantándose--si aquí quien ha de hacer el
milagro es usted... Mi destino y el de Manuela están en sus manos.
--En las de Dios--respondió fervorosamente el cura de Ulloa. Dicho esto,
se levantó, volvió la vista hacia una detestable litografía del Corazón
de Jesús, que tenía colgada á la cabecera de la cama, y movió los
labios aprisa; aquello sí era rezar.
XXXIV
A tiempo que el párroco de Ulloa cruzaba, sereno en apariencia, aquellos
salones tan poblados para él de memorias y de diabólicas insidias y
asechanzas contra su reposo, Juncal salía del cuarto de la enferma. A la
pregunta ansiosa de Gabriel, el médico dió respuesta sumamente
satisfactoria:
--Mejor, mucho mejor... Se ha comido la patita de la gallina, toda
entera... Se bebió un vaso de tostado...
--¿Por su voluntad?
--No; tuve que rogarle mucho, pero después se veía que lo despachaba
sin repugnancia. A esa edad, la naturaleza ayuda... Señor abad;
¡felices!
--Igualmente, don Máximo... ¿De manera que no hay inconveniente en
entrar junto á ella?
--Al contrario... tiene afán por verle á usted.
--Pues señores... hasta luego.
Así que el cura desapareció tras la puerta del cuarto, Juncal enganchó
el brazo derecho en el del comandante, y le llevó hacia el claustro,
diciendo afectuosamente:
--Véngase, véngase á tomar un poco el aire... usted va á salir de esta
batalla con una enfermedad. Duerme y come tan poco como la enferma, y
eso no puede ser... A ella la sostuvo hasta hoy la excitación nerviosa;
usted está en diferente caso.
--Bch... ¿Cómo sigue don Pedro? No voy allá porque se pone hecho un lobo
cuando me ve... ¡La manía de que yo he venido á traer la desgracia á
esta casa!
--Mire, seguir no le sigue peor; mañana ó pasado se levantará, y
parecerá muy fuerte; pero... confieso que me ha dado un chasco.
Físicamente (consiste en la diferencia de edades) le ha hecho la cosa
más eco que á la muchacha... Ha sido un golpe terrible. Y que nada; que
no se acostumbra á que el chico se haya marchado. Hasta los jabalíes del
monte quieren á sus cachorros; esto lo prueba.
--Bonita está esta casa. Dígole á usted, Máximo, que arde en un candil.
No hablemos de Manuela; pero entre don Pedro que aúlla, y las gentes de
abajo, que me arman cada gazapera y cada red... Porque ahora sus
baterías se dirigen á que don Pedro reconozca... Piensan que va á
liárselas, y... á lo que estamos, tuerta.
--Bueno es que usted se impuso desde el primer instante..... Sinó,
¿quién pararía aquí?
--Me impuse; no quiero que molesten á un enfermo; pero lo del
reconocimiento lo considero muy justo. Si ese cernícalo me quisiese
oir, se lo aconsejaría. ¡Cuántos daños se hubieran evitado, con hacerlo
al tiempo debido!
Juncal inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y los dos amigos
siguieron paseando por el claustro, ó mejor dicho por la solana,
sostenida en pilastras de piedra, con el escudo de Moscoso, que formaba
el cuerpo superior del claustro. El liquen, á la luz del sol, estriaba
de oro la piedra; y bajo los aleros del tejado se oía el pitío
alborotador de las golondrinas, que desmintiendo la popular creencia de
que sólo anidan en casas donde reinan paz y ventura, entraban y salían
en sus nidos, con vuelo airoso.
--Don Gabriel, usted está alterado--exclamó el médico notando la
irregularidad del andar y los movimientos del comandante. Todo el cuerpo
de Gabriel, en efecto, vibraba como una caldera de vapor á tensión muy
alta.--No se lo dije, que acabaría usted por ponerse más malo que su
sobrina?
--No es eso, no es eso...--exclamó con vehemencia el comandante,
soltando el brazo de su amigo y reclinándose en una de las
pilastras.--Es... que ahora, en este mismo instante, se decide el
destino de mi vida y el de Manuela. El cura de Ulloa lleva un encargo
mío...
--¡Mi madre querida!--exclamó con cómico terror Juncal, agarrándose con
las manos la cabeza.--¡Ha puesto usted su destino en manos de un
clericeronte! ¡Estamos frescos! Ay, don Gabriel, de aquí va á salir una
_falcatrúa_... Verá, verá, verá.
--¡Hombre!--repuso Gabriel sin poder evitar la risa.--Yo pensé que hacía
usted una excepción honrosísima en favor del cura de Ulloa.
--Entendámonos, entendámonos... Hasta cierto punto nada más. ¡El clérigo
siempre es clérigo! Donde él pone la mano, todo lo deja llevado de
Judas. ¿Usted piensa que á mí me hizo gracia el que la chica llamase por
él y quisiera verlo á toda costa? ¡Mal síntoma, síntoma funesto! Yo á
sanarla, y el clérigo... ¡ya lo verá usted! á enfermar la otra vez, y
de más cuidado que la primera. Mucho será que hoy no tengamos la
convulsión y la llorerita... ¡Mecachis en los que vienen ahí á alborotar
á la gente!
--Vamos, Máximo, tolerancia, tolerancia... ¿De modo que si usted
pudiese, al cura de Ulloa me lo metía en el buque con los demás, y con
los demás me lo enviaba á tierra de salvajes?
--¡Pues claro, señor! ¿No hace falta un apóstol para convertir á los
infieles? Pues así habría un apóstol entre muchos pillos... Y nos
quedaríamos libres por acá de apóstoles, porque nosotros ya estamos
convertidos hace rato.
En tomando la ampolleta Juncal sobre esta cuestión, no era facil
atajarle; y como Gabriel se reía á veces de sus extravagantes dichos, el
médico sacaba todo su repertorio. Mientras el comandante apuraba el
cigarro, el médico refería la vida y milagros de todos los abades del
contorno, más ó menos recargada de arabescos y viñetas.
--El de Boan... á ese ya lo habían despachado por bueno: lo atacaron
veinte facinerosos en su casa, y les probó que servía mejor que ellos
para el oficio: si se descuidan me los escabecha á todos... Mire qué
mansedumbre evangélica. El de Naya no me la da á mí con su carita
complaciente: debe de ser un pillo redomado: más amigo de diversión y
gaudeamus... Si le estuviesen dando la consagración de obispo y oyese
que al lado se iban á disparar unos cohetes y á hinchar un globo, tira
con la mitra y echa mano al tizón... El arcipreste de Loiro... dice que
se come él solo un capón cebado y que le chorrea la grasa de la enjundia
por el queso abajo, hasta el ombligo.... ¡Pues no digo nada del nuevo
que nos han mandado á Cebre! Más bruto no lo hace Dios aunque se
empeñe... y tiene pretensiones de orador sagrado, porque en Santiago le
dieron una faena de cavador; en un mismo día predicó por la mañana el
sermón del Encuentro, al aire libre, y por la tarde el de la Agonía:
total cuatro horas de echar el pulmón, y de hacer chacota de él los
estudiantes. Y lo más célebre fué que en el sermón del Encuentro llevaba
una pelliz, eso sí, muy planchada y muy rizadita; y cuando para
enternecer al público hizo ademán de abrazar á la Virgen para consolarla
de la ausencia de su hijo, los estudiantes gritaban: ¡Ay mi pelliz! Así
que se enteró el Arzobispo, dicen que le pasó recado de que no predicase
más... Aquí cuando echa la plática aturde la iglesia... Según dicen; que
yo, ya imaginará usted que no asisto á semejante iniquidad... Usted está
distraído, vamos; no le cuento á usted más cuentos de esa gente.
--No, cuente usted; así entretengo un poco la ansiedad inevitable.
Porque sepa usted que á mí lo único que me saca de quicio y me desata
los nervios, es la expectación y la incertidumbre. Para las desgracias
verdaderas, para los males ya conocidos, creo que no me falta
resistencia; y eso que no la doy de estoico.
Siguió Juncal refiriendo cuentos de curas; pero como todo se agota, la
conversación iba languideciendo mucho. Gabriel, de cuando en cuando,
entraba en el salón, recorría dos ó tres habitaciones, y salía siempre
diciendo:--¡Nada... nada...! ¡La cosa va larga!
--Ya verá usted--respondía Juncal--cómo el bueno del cura le mete
escrúpulos en la cabeza á la señorita.
XXXV
--Queda muy sosegada, y en un estado de ánimo bastante bueno. Mañana,
Dios mediante, recibirá al Señor--respondió el cura de Ulloa, fijando
los ojos en un nudo de la madera del piso, pues aquella habitación de
Gabriel Pardo era _la misma_, la de su hermana, y tender la vista
alrededor una prueba muy fuerte para el espíritu del párroco.
--Y...
--Todo se lo he expuesto y se lo he manifestado de la mejor manera
posible y apoyándolo con cuantas razones me sugirió mi pobre
inteligencia. Le he dicho que usted le dispensaba una honra y le daba
una prueba de afecto grandísima, elevándola al puesto de esposa suya,
después de que...
--¡Ay Dios mío!--exclamó Gabriel tristemente.--Si se lo ha presentado
usted como un favor, de fijo que se ha resentido su orgullo... y por
altivez, por delicadeza, habrá sido capaz de negarse...
--No señor, no...
--¿Ha dicho que sí? ¿ha dicho que sí?--preguntó Gabriel afanosamente.
--Se ha negado...
--¡Ya!
--Pero por otras causas, que usted y yo estamos en el caso de respetar.
--¿Otras causas?
--Manuela se encuentra sinceramente arrepentida... La desventura, el
golpe que ha recibido le han abierto mucho los ojos del alma. No desea
más que expiar y llorar su culpa...
--¡Su culpa!--exclamó Gabriel, con acento de protesta.--¡Su culpa,
pobre criatura abandonada, sin consejo, sin cariño de nadie! ¡Don
Julián, don Julián! Ocasiones hay en que yo me condeno á mí mismo por mi
detestable propensión á la indulgencia; porque creo que se me han roto
todos los resortes morales; pero ahora... ¡quisiera tener en esta mano
todo el perdón y todo el amor del mundo... para derramarlo sobre la
cabeza de mi sobrina! ¡Ella es inocente... otros, otros somos los
culpables!
--Otros--replicó con mansa firmeza el cura--son acaso más culpables que
ella; pero ella tampoco es inocente, señor de Pardo. Ella lo comprende y
lo reconoce, y desea, así que su padre se ponga bueno, retirarse á un
convento de Santiago.
--¡Monja!--exclamó Pardo.--Monja... ¡Quiere ser monja!
--Por ahora, no señor. La vocación no viene en un día, y yo siempre le
daría el consejo de que desconfiase de una vocación repentina, dictada
por sinsabores ó desengaños del mundo. Lo que Manuela quiere es retiro
y descanso que le cure las heridas y sitio en qué hacer penitencia de su
pecado. Yo le he hablado de bodas, de esposo y de alegría; me ha
respondido celda y llanto. En mí no estaba desviarla de ese propósito,
desde que me lo manifestó. No me lo permitía mi oficio á aquella
cabecera.
Gabriel se acercó al cura de Ulloa, y tomándole con agitación las manos,
--Sí, padre--exclamó;--sí, sí, usted es el único que podía apartarla de
ese triste cautiverio en que va á caer voluntariamente... Entrará allí
ahora, porque cree, porque piensa que se le ha acabado el mundo y que ha
delinquido atrozmente; porque tiene vergüenza y dolor, porque no sabe lo
que le pasa... Después de entrar allí, lo que sucede; ya no se atreverá
á salir, y se creerá en el compromiso de tomar el hábito, y lo tomará, y
sufrirá, y vivirá mártir, y acaso morirá desesperada... Don Julián,
¡usted que tanto ha querido á su madre...!
Pardo sintió temblar en la suya la mano del cura de Ulloa, y creyó que
el argumento había hecho fuerza. En efecto, el cura se levantó, y como
si despertase de un sueño, abrió sus ojos siempre entornados y los paseó
por los muebles, por la habitación, los clavó en la ventana. Y con
expresión de angustia, con acento hondo y muy distinto de la voz sorda y
tranquila que tenía siempre, gritó:
--¡Ojalá que su madre hubiera entrado en el convento también! Dios llama
á la hija... Que vaya! Que vaya! Virgen Santísima, ¡ampárala, recíbela,
sostenla, quítala del mundo!
Por primera vez sintió el comandante un impulso de ira contra aquel
hombre que poseía á sus ojos la aureola y el prestigio del santo,
ó--para emplear con más exactitud el lenguaje interno de Gabriel--del
hombre honrado que ajusta á sus convicciones su vida, y no tiene para
sus semejantes sino ternura y caridad. Rebosando enojo, le apostrofó
rudamente:
--Don Julián, permítame usted que le diga que eso es un enorme
desacierto! Manuela puede ser en el mundo feliz, buena y honrada... y es
un horror que vaya á sacrificarse, á enterrarse y á consumirse entre
cuatro paredes, sin chispa de devoción ni de humor para ello... por qué?
Por una desdicha que ha tenido, por una falta que todo disculpa, cuyo
alcance ella no ha podido comprender, y cuya raíz y origen están, al fin
y al cabo, en lo más sagrado y respetable que existe... en la
naturaleza!
--Señor de Pardo--respondió el cura, que ya había recobrado su
apacibilidad de costumbre--lo que la naturaleza yerra, lo enmienda la
gracia; y el advenimiento de Cristo y los méritos de su sangre preciosa
fueron cabalmente para eso; para remediar la falta de nuestros primeros
padres y sanar á la naturaleza enferma. La ley de naturaleza, aislada,
sola, invóquenla las bestias: nosotros invocamos otra más alta... Para
eso somos hombres, hijos de Dios y redimidos por él. Dejemos esto; yo
desearía que usted no se quedase con el recelo de que he influído
directamente en el ánimo de la señorita. Vaya usted junto á ella,
pregúntele, ínstele... haga usted su oficio, que la Virgen Santísima no
ha de descuidarse en hacer el suyo... Yo me vuelvo á mi casa, si no
tiene usted nada que mandar á este humilde servidor y capellán.
--Voy junto á mi sobrina ahora mismo--respondió Gabriel retando al cura
con su decisión y con su cólera.
XXXVI
Entró medio á tientas, porque el cuarto estaba casi á oscuras, á causa
de que la jaqueca de la niña no le consentía ver luz. No tardaron sin
embargo las pupilas de Gabriel en acostumbrarse á aquella penumbra lo
bastante para distinguir, en el fondo del cuarto, la blancura de las
sábanas y la cabeza de Manuela sobre el marco de su negrísimo pelo. Al
acercarse el comandante, levantóse Juncal y se retiró discretamente. La
montañesa yacía inmóvil, con los ojos cerrados, y de la cama se alzaba
ese olor especial que los enfermeros llaman _olor á calentura_, y que se
nota por más ligera que sea la fiebre.
A la cabecera de la cama estaba vacante la silla que el médico había
dejado; pero Gabriel la separó, é hincando una rodilla en tierra, puso
la mano derecha sobre el embozo de la sábana.
--Manuela--cuchicheó.
La enferma abrió los ojos, sin responder.
--¿Qué tal te encuentras?
--Muy bien.... algo cansada.
--¿Te incomodo?
--No señor.... Siéntese, por Dios.
--Quiero estar así. ¿Me das la mano?
Sacó Manuela su mano morena, ardiente, abrasada, y la entregó como se la
pedían. Gabriel la tomó y la rozó suavemente con los labios. La niña
hizo un movimiento para retirarla. Gabriel silabeó en tono suplicante:
--No, hija mía, déjamela... Oye, Manuela... ¿Te molesta oir hablar?
--Bajito, no.
--¿Y podrás responderme?
Inclinó la cabeza, diciendo que sí.
--Manuela... ¿Te ha dicho algo de mí el señor cura?
--Ya sé los favores que le merezco--articuló la montañesa.
--Ninguno. Ese es el error. ¡Favor! No disparates. Mira en qué postura
estoy. Pues figúrate que en esa misma te lo pedía, ¿entiendes? Como
favor para mí, para mí. Vivo muy solo en el mundo; no tengo á nadie, á
nadie; y me hacías falta, y me darías la vida. Pero ya no se trata de
eso. De otra cosa más pequeñita y más fácil. Anda, monina, no me lo
niegues. ¿Verdad que no? Si es facilísimo; si no te cuesta trabajo
ninguno. Que no pienses en rejas ni en conventos; ¡mira qué poco, y qué
sencillo! Te quedas aquí, al lado de tu padre. Yo también me quedo. Si
estás triste, te acompaño; si enferma, te cuido; verás como discurrimos
maneras de distraerte. Y de aquello que te pedí primero, no se habla
nada... Nada. Te lo juro por la memoria de tu pobre mamá: ¿á que así me
crees?
Manuela no abrió los labios. Con el balanceo suave de su cabecita pálida
y porfiada, daba el _no_ más redondo del mundo.
--¿No quieres? Que no? ¿Qué te diré, qué te haré para convencerte y
traerte á buenas? Terquita de mi alma... ¡pobrecita! respóndeme con la
boca, dime... qué hago, cómo te conquisto? Pídeme tú algo... muy
grande... muy atroz! Verás cómo soy mejor que tú, cómo te doy gusto...
Te me has vuelto muy mala.
Los lánguidos ojos de la montañesa resplandecieron un instante, entre el
oscuro cerco que los rodeaba; alzó un poco la cabeza; apretó la mano de
su tío, y dejó salir con afán:
--¿De veras me hará lo que yo le pida?
--Oro molido que fuese, monina... Dí, dí.
--¿Me da palabra?
--De honor, de caballero, de todo lo que exijas. ¿Qué es ello? Salga.
--Que se vaya por Dios, que se vaya á Madrid corriendo... antes que
aquel que está allí solito... y desesperado! se desespere de vez, y...
y...--No pudo proseguir: las lágrimas, de pronto, le nublaron las
pupilas y le trabaron la voz en la garganta.
Aquel que ve el interior de los corazones sabe que Gabriel Pardo recibió
el golpe como honrado y valiente, presentando el pecho y con animoso
espíritu. Allá en el fondo, muy en el fondo de su conciencia, se alzó
una voz que gritaba:
--Cura de Ulloa, ni tú ni yo... tú un iluso y yo un necio. Quien nos
vence á los dos, es... el rey... No, el tirano del mundo!
--Así se hará, hija mía--dijo en alta voz.--¿Quieres que me marche hoy
mismo?
--Pudiendo ser... ¡Dios se lo pague! Atienda, escuche...--silabeó
acercando tanto su boca al oído de Gabriel, que éste sentía en la
mejilla un aliento enfermizo y volcánico.--Haga usted para que no se
desconsuele mucho... y dígale que así que yo esté en el convento, él
vuelve aquí, y mi padre queda satisfecho, y todos bien, todos bien.
--Adiós--respondió lacónicamente el artillero, que se levantó del suelo,
se inclinó sobre la montañesa y le dió un besó á bulto, hacia la sien.
* * * * *
Quiso ir á pie hasta Cebre, y Juncal, por supuesto, se empeñó en
acompañarle. En lo alto de la cuesta, donde se domina á vista de pájaro
el valle de los Pazos, se volvió, y estuvo buen trecho con los brazos
cruzados, la vista clavada en el tejado de la solariega huronera, en el
estanque del huerto que destellaba fuego á los últimos rayos del sol, en
los lejanos picos y azuladas crestas que servían de corona al valle.
Estas contemplaciones paran, y debiera callarse por sabido, en un
suspiro muy hondo. Pardo llenó este requisito, y acordándose de todo lo
que había venido á buscar allí diez días antes, pensó, con humorística
tristeza:
--Otro caballo muerto.
Aquella tarde, el gran ardor de la canícula daba señales de aplacarse
ya, y eran preludio y esperanza de frescura y acaso de agua las nubes
redondas y los finos _rabos de gallo_ que salpicaban caprichosamente el
cielo. Una brisa fresca, vivaracha, que columpiaba partículas de
humedad, hacía palpitar el follaje. A lo lejos chirriaban los carros
cargados de mies, y las ranas y los grillos empezaban á elevar su
sinfonía vespertina, saludando á la lluvia y al viento antes de que
hiciesen su aparición triunfal y refrigerasen la tostada campiña. Todo
era vida, vida indiferente, rítmica y serena.
Gabriel Pardo se volvió hacia los Pazos por última vez, y sepultó la
mirada en el valle, con una extraña mezcla de atracción y rencor,
mientras pensaba:
--Naturaleza, te llaman madre... Más bien deberían llamarte madrastra.