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3 years ago
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Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída,
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fueron juntándose, juntándose, sin duda á cónclave, en las alturas del
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cielo, deliberando si se desharían ó no se desharían en chubasco.
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Resueltas finalmente á lo primero, empezaron por soltar goterones
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anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las
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yerbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron
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á porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y
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oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales,
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sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la
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copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, á manera de
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raudales de lágrimas por un semblante rugoso y moreno.
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Bajo un árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico
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castaño, de majestuosa y vasta copa, abierta con pompa casi
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arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que parecía
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lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes: árbol patriarcal, de
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esos que ven con indiferencia desdeñosa sucederse generaciones de
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chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les dan cuna y sepulcro en los
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senos de su rajada corteza.
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Al pronto fué útil el asilo: un verde paraguas de ramaje cobijaba los
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arrimados cuerpos de la pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa;
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y se reían de verla caer á distancia y de oir cómo fustigaba la cima del
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castaño, pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó
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la lluvia á correr por entre las ramas, filtrándose hasta el centro de
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la copa y buscando después su natural nivel. Á un mismo tiempo sintió la
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niña un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano á la cabeza,
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porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos
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soltaron la carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo
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las contrariedades que las venturas.
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--Se acabó...--pronunció ella cuando todavía la risa le retozaba en los
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labios.--Nos vamos á poner como una sopa. Caladitos.
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--El que se mete debajo de hoja dos veces se moja--respondió él
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sentenciosamente.--Larguémonos de aquí ahora mismo. Sé sitios mejores.
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--Y mientras llegamos, el agua nos entra por el peszcuezo, y nos sale
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por los pies.
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--Anda, tontiña. Remanga la falda y tapémonos la cabeza. Así, mujer,
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así. Verás qué cerquita está un escondrijo precioso.
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Alzó ella el vestido de lana á cuadros, cubriendo también á su compañero
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y realizando el simpático y tierno grupo de Pablo y Virginia, que
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parece anticipado y atrevido símbolo del amor satisfecho. Cada cual asió
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una orilla del traje, y al afrontar la lluvia, por instinto juntaron y
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cerraron bajo la barbilla la hendidura de la improvisada tienda, y sus
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rostros quedaron pegados el uno al otro, mejilla contra mejilla,
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confundiéndose el calor de su aliento y la cadencia de su respiración.
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Caminaban medio á ciegas, él encorvado, por ser más alto, rodeando con
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el brazo el talle de ella, y comunicando el impulso directivo, si bien
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el andar de los dos llevaba el mismo compás.
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Poco distaba el famoso escondrijo. Sólo necesitaron para acertar con él
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bajar un ribazo, resbaladizo por la humedad, y lindante con la
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carretera. Coronaban el ribazo grandes peñascales, y en su fondo existía
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una cantera de pizarra, ahondada y explotada al construirse el camino
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real, y convertida en profunda cueva; excelente abrigo para ocasiones
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como la presente. Abandonada hacía tiempo por los trabajadores la
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cantera, volvía á enseñorearse de ella la vegetación, convirtiendo el
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hueco artificial en rústica y sombrosa gruta. En la cresta y márgenes
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del ribazo crecía tupida maleza, y al desbordarse, estrechaba la entrada
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de la excavación: al exterior se enmarañaba una abundante cabellera de
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zarzales, madreselvas, cabrifollos y clemátidas; dentro, en las
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anfractuosidades del muro lacerado por la piqueta, anidaban vencejos,
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estorninos y algún azor; los primeros salieron despavoridos,
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revoloteando, cuando entró la pareja. Siendo muy bajo el sitio, é
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impregnado del agua que recogía como una urna y del calor del sol que
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almacenaba en su recinto orientado al mediodía, encerraba una vegetación
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de invernáculo, ó más bien de época antediluviana, de capas
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carboníferas: escolopendras y helechos enormes brotaban lozanos,
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destacando sobre la sombría pizarra los penachos de pluma de sus
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vertebradas y recortadas hojas.
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Aun cuando el escondrijo daba espacio bastante, la pareja no se desunió
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al acogerse allí, sino que enlazada se dirigió á lo más oscuro, sin
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detenerse hasta tropezar con la pared, contra la cual se reclinó en
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silencio, al abrigo de la remangada falda. Ni menos se desviaron sus
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rostros, tan cercanos, que él sentía el aletear de mariposa de los
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párpados de ella, y el cosquilleo de sus pestañas curvas. Dentro del
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camarín de tela, los envolvía suavemente el calor mutuo que se
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prestaban: las manos, al sujetar bajo la barbilla la orla del vestido,
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se entretejían, se fundían como si formasen parte de un mismo cuerpo. Al
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fin el mancebo fué aflojando poco á poco el brazo y la mano, y ella
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apartó cosa de media pulgada el rostro. La tela, deslizándose, cayó
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hacia atrás, y quedaron descubiertos, agitados y sin saber qué decirse.
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Llenaba la gruta el vaho poderoso de la robusta vegetación
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semi-palúdica, y el sofocante ardor de un día canicular. Fuera, seguía
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cayendo con ímpetu la lluvia, que tendía ante los ojos de la pareja
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refugiada una cortina de turbio cristal, y ayudaba á convertir en
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cerrado gabinete el barranco donde con palpitante corazón esperaban niña
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y muchacho que cesase el aguacero.
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No era la vez primera que se encontraban así, juntos y lejos de toda
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mirada humana, sin más compañía que la madre naturaleza, á cuyos pechos
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se habían criado. ¡En cuántas ocasiones, ya á la sombra del gallinero ó
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del palomar que conserva la tibia atmósfera y el olor germinal de los
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nidos, ya en la soledad del hórreo, sobre el lecho movedizo de las
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espigas doradas, ya al borde de los setos, riéndose de la picadura de
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las espinas y del bigote cárdeno que pintan las moras, ya en el repuesto
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albergue de algún soto, ó al pie de un vallado por donde serpeaban las
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lagartijas, habían pasado largas horas compartiendo el mendrugo de pan
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seco y duro ya á fuerza de andar en el bolsillo, las cerezas atadas en
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un pañuelo, las manzanas verdes; jugando á los mismos juegos, durmiendo
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la siesta sobre la misma paja! ¿Entonces, á qué venía semejante
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turbación al recogerse en la gruta? Nada se había mudado en torno suyo;
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ellos eran quienes, desde el comienzo de aquel verano, desde que él
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regresara del instituto de Orense á la aldea para las vacaciones, se
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sentían inmutados, diferentes y medio tontos. La niña, tan corretona y
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traviesa de ordinario, tenía á deshora momentos de calma, deseos de
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ociosidad y reposo, lasitudes que la movían á sentarse en la linde de un
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campo ó á apoyarse en un murallón, cuyo afelpado tapiz de musgo rascaba
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distraidamente con las uñas. A veces clavaba á hurtadillas los ojos en
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el lindo rostro de su compañero de infancia, como si no le hubiese visto
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nunca; y de repente los volvía á otra parte, ó los bajaba al suelo.
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También él la miraba mucho más, pero fijamente, sin rebozo, con
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ardientes y escrutadoras pupilas, buscando en pago otra ojeada
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semejante; y al paso que en ella crecía el instintivo recelo, en él
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sucedía á la intimidad siempre un tanto hostil y reñidora que cabe entre
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niños, al aire despótico que adoptan los mayores y los varones con las
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chiquillas, un rendimiento, una ternura, una galantería refinada,
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manifestada á su manera, pero de continuo. Ayer, aunque inseparables y
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encariñados hasta el extremo de no poder vivir sino juntos y de que les
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costase todos los inviernos una enfermedad la ausencia, cimentaban su
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amistad, más que las finezas, los pescozones, cachetes y mordiscos, las
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riñas y enfados, la superioridad cómica que se arrogaba él, y las
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malicias con que ella le burlaba. Hoy parecía como si ambos temiesen, al
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hablarse, herirse ó suscitar alguna cuestión enojosa; no disputaban, no
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se peleaban nunca; el muchacho era siempre del parecer de la niña. Esta
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cortedad y recelo mutuo se advertía más cuando estaban á solas. Delante
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de gente se restablecía la confianza y corrían las bromas añejas.
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Con todo eso no renunciaban á corretear juntos y sin compañía de nadie.
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Á falta de testigos, les distraía y tranquilizaba la menor cosa: una
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flor, un fruto silvestre que recogían, una mosca verde que volaba
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rozando con la cara de la niña. Impremeditadamente se escudaban con la
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naturaleza, su protectora y cómplice.
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En la gruta, lo que les sacó de su momentáneo embeleso, fué observar la
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vegetación viciosa y tropical del fondo. La niña, gran botánica por
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instinto, conocía todas las plantas y yerbas bonitas del país; pero
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jamás había encontrado, ni á la orilla de las fuentes, tan elegantes
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hojas péndulas, tan colosales y perfumados helechos, tanto pulular de
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insectos como en aquel lugar húmedo y caluroso. Parecía que la
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naturaleza se revelaba allí más potente y lasciva que nunca, ostentando
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sus fuerzas genesiacas con libre impudor. Olores almizclados revelaban
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la presencia de millares de hormigas; y tras la exuberancia del follaje,
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se divisaba la misteriosa y amenazadora forma de la araña, y se
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arrastraba la oruga negra, de peludo lomo. La niña los miraba,
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estremeciéndose cuando al apartar las hojas descubría algún secreto
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rito de la vida orgánica, el sacrificio de un moscón preso y agonizante
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en la red, el juego amoroso de dos insectos colgados de un tallo, la
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procesión de hormigones que acarreaban un cuerpo muerto.
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