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Las nubes, amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída,
fueron juntándose, juntándose, sin duda á cónclave, en las alturas del
cielo, deliberando si se desharían ó no se desharían en chubasco.
Resueltas finalmente á lo primero, empezaron por soltar goterones
anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las
yerbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron
á porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y
oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales,
sumergiendo la vegetación menuda, colándose como podían al través de la
copa de los árboles para escurrir después tronco abajo, á manera de
raudales de lágrimas por un semblante rugoso y moreno.
Bajo un árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico
castaño, de majestuosa y vasta copa, abierta con pompa casi
arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que parecía
lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes: árbol patriarcal, de
esos que ven con indiferencia desdeñosa sucederse generaciones de
chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les dan cuna y sepulcro en los
senos de su rajada corteza.
Al pronto fué útil el asilo: un verde paraguas de ramaje cobijaba los
arrimados cuerpos de la pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa;
y se reían de verla caer á distancia y de oir cómo fustigaba la cima del
castaño, pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó
la lluvia á correr por entre las ramas, filtrándose hasta el centro de
la copa y buscando después su natural nivel. Á un mismo tiempo sintió la
niña un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano á la cabeza,
porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos
soltaron la carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo
las contrariedades que las venturas.
--Se acabó...--pronunció ella cuando todavía la risa le retozaba en los
labios.--Nos vamos á poner como una sopa. Caladitos.
--El que se mete debajo de hoja dos veces se moja--respondió él
sentenciosamente.--Larguémonos de aquí ahora mismo. Sé sitios mejores.
--Y mientras llegamos, el agua nos entra por el peszcuezo, y nos sale
por los pies.
--Anda, tontiña. Remanga la falda y tapémonos la cabeza. Así, mujer,
así. Verás qué cerquita está un escondrijo precioso.
Alzó ella el vestido de lana á cuadros, cubriendo también á su compañero
y realizando el simpático y tierno grupo de Pablo y Virginia, que
parece anticipado y atrevido símbolo del amor satisfecho. Cada cual asió
una orilla del traje, y al afrontar la lluvia, por instinto juntaron y
cerraron bajo la barbilla la hendidura de la improvisada tienda, y sus
rostros quedaron pegados el uno al otro, mejilla contra mejilla,
confundiéndose el calor de su aliento y la cadencia de su respiración.
Caminaban medio á ciegas, él encorvado, por ser más alto, rodeando con
el brazo el talle de ella, y comunicando el impulso directivo, si bien
el andar de los dos llevaba el mismo compás.
Poco distaba el famoso escondrijo. Sólo necesitaron para acertar con él
bajar un ribazo, resbaladizo por la humedad, y lindante con la
carretera. Coronaban el ribazo grandes peñascales, y en su fondo existía
una cantera de pizarra, ahondada y explotada al construirse el camino
real, y convertida en profunda cueva; excelente abrigo para ocasiones
como la presente. Abandonada hacía tiempo por los trabajadores la
cantera, volvía á enseñorearse de ella la vegetación, convirtiendo el
hueco artificial en rústica y sombrosa gruta. En la cresta y márgenes
del ribazo crecía tupida maleza, y al desbordarse, estrechaba la entrada
de la excavación: al exterior se enmarañaba una abundante cabellera de
zarzales, madreselvas, cabrifollos y clemátidas; dentro, en las
anfractuosidades del muro lacerado por la piqueta, anidaban vencejos,
estorninos y algún azor; los primeros salieron despavoridos,
revoloteando, cuando entró la pareja. Siendo muy bajo el sitio, é
impregnado del agua que recogía como una urna y del calor del sol que
almacenaba en su recinto orientado al mediodía, encerraba una vegetación
de invernáculo, ó más bien de época antediluviana, de capas
carboníferas: escolopendras y helechos enormes brotaban lozanos,
destacando sobre la sombría pizarra los penachos de pluma de sus
vertebradas y recortadas hojas.
Aun cuando el escondrijo daba espacio bastante, la pareja no se desunió
al acogerse allí, sino que enlazada se dirigió á lo más oscuro, sin
detenerse hasta tropezar con la pared, contra la cual se reclinó en
silencio, al abrigo de la remangada falda. Ni menos se desviaron sus
rostros, tan cercanos, que él sentía el aletear de mariposa de los
párpados de ella, y el cosquilleo de sus pestañas curvas. Dentro del
camarín de tela, los envolvía suavemente el calor mutuo que se
prestaban: las manos, al sujetar bajo la barbilla la orla del vestido,
se entretejían, se fundían como si formasen parte de un mismo cuerpo. Al
fin el mancebo fué aflojando poco á poco el brazo y la mano, y ella
apartó cosa de media pulgada el rostro. La tela, deslizándose, cayó
hacia atrás, y quedaron descubiertos, agitados y sin saber qué decirse.
Llenaba la gruta el vaho poderoso de la robusta vegetación
semi-palúdica, y el sofocante ardor de un día canicular. Fuera, seguía
cayendo con ímpetu la lluvia, que tendía ante los ojos de la pareja
refugiada una cortina de turbio cristal, y ayudaba á convertir en
cerrado gabinete el barranco donde con palpitante corazón esperaban niña
y muchacho que cesase el aguacero.
No era la vez primera que se encontraban así, juntos y lejos de toda
mirada humana, sin más compañía que la madre naturaleza, á cuyos pechos
se habían criado. ¡En cuántas ocasiones, ya á la sombra del gallinero ó
del palomar que conserva la tibia atmósfera y el olor germinal de los
nidos, ya en la soledad del hórreo, sobre el lecho movedizo de las
espigas doradas, ya al borde de los setos, riéndose de la picadura de
las espinas y del bigote cárdeno que pintan las moras, ya en el repuesto
albergue de algún soto, ó al pie de un vallado por donde serpeaban las
lagartijas, habían pasado largas horas compartiendo el mendrugo de pan
seco y duro ya á fuerza de andar en el bolsillo, las cerezas atadas en
un pañuelo, las manzanas verdes; jugando á los mismos juegos, durmiendo
la siesta sobre la misma paja! ¿Entonces, á qué venía semejante
turbación al recogerse en la gruta? Nada se había mudado en torno suyo;
ellos eran quienes, desde el comienzo de aquel verano, desde que él
regresara del instituto de Orense á la aldea para las vacaciones, se
sentían inmutados, diferentes y medio tontos. La niña, tan corretona y
traviesa de ordinario, tenía á deshora momentos de calma, deseos de
ociosidad y reposo, lasitudes que la movían á sentarse en la linde de un
campo ó á apoyarse en un murallón, cuyo afelpado tapiz de musgo rascaba
distraidamente con las uñas. A veces clavaba á hurtadillas los ojos en
el lindo rostro de su compañero de infancia, como si no le hubiese visto
nunca; y de repente los volvía á otra parte, ó los bajaba al suelo.
También él la miraba mucho más, pero fijamente, sin rebozo, con
ardientes y escrutadoras pupilas, buscando en pago otra ojeada
semejante; y al paso que en ella crecía el instintivo recelo, en él
sucedía á la intimidad siempre un tanto hostil y reñidora que cabe entre
niños, al aire despótico que adoptan los mayores y los varones con las
chiquillas, un rendimiento, una ternura, una galantería refinada,
manifestada á su manera, pero de continuo. Ayer, aunque inseparables y
encariñados hasta el extremo de no poder vivir sino juntos y de que les
costase todos los inviernos una enfermedad la ausencia, cimentaban su
amistad, más que las finezas, los pescozones, cachetes y mordiscos, las
riñas y enfados, la superioridad cómica que se arrogaba él, y las
malicias con que ella le burlaba. Hoy parecía como si ambos temiesen, al
hablarse, herirse ó suscitar alguna cuestión enojosa; no disputaban, no
se peleaban nunca; el muchacho era siempre del parecer de la niña. Esta
cortedad y recelo mutuo se advertía más cuando estaban á solas. Delante
de gente se restablecía la confianza y corrían las bromas añejas.
Con todo eso no renunciaban á corretear juntos y sin compañía de nadie.
Á falta de testigos, les distraía y tranquilizaba la menor cosa: una
flor, un fruto silvestre que recogían, una mosca verde que volaba
rozando con la cara de la niña. Impremeditadamente se escudaban con la
naturaleza, su protectora y cómplice.
En la gruta, lo que les sacó de su momentáneo embeleso, fué observar la
vegetación viciosa y tropical del fondo. La niña, gran botánica por
instinto, conocía todas las plantas y yerbas bonitas del país; pero
jamás había encontrado, ni á la orilla de las fuentes, tan elegantes
hojas péndulas, tan colosales y perfumados helechos, tanto pulular de
insectos como en aquel lugar húmedo y caluroso. Parecía que la
naturaleza se revelaba allí más potente y lasciva que nunca, ostentando
sus fuerzas genesiacas con libre impudor. Olores almizclados revelaban
la presencia de millares de hormigas; y tras la exuberancia del follaje,
se divisaba la misteriosa y amenazadora forma de la araña, y se
arrastraba la oruga negra, de peludo lomo. La niña los miraba,
estremeciéndose cuando al apartar las hojas descubría algún secreto
rito de la vida orgánica, el sacrificio de un moscón preso y agonizante
en la red, el juego amoroso de dos insectos colgados de un tallo, la
procesión de hormigones que acarreaban un cuerpo muerto.